miércoles, 27 de junio de 2012

Palma y Torres Caicedo: una amistad literaria

Oswaldo Holguín Callo

Entre las múltiples facetas de la obra escrita de Ricardo Palma, aquella que toca a la crítica literaria no ha sido aún materia de estudio exhaustivo1. Tampoco ha merecido especial análisis la crítica que, como autor múltiple y prolífico, le corresponde en la historia de las letras peruanas. No es sólo análisis, previo recuento o inventario, lo que hace falta. En realidad, toda crítica refleja un mundo interior-exterior que no debe ser postergado al momento de apreciar, con mayor o menor profundidad, los criterios, valores y vivencias más o menos evidentes, más o menos velados, puestos en juego al momento de construirla y ofrecerla a la consideración pública. La estética desempeña entonces un papel importante, pero también l'esprit du temps que, muchas veces sin proponérselo, nos lo hacen conocer los señalados por la sociedad para transparentar sus producciones. Y no se diga nada del acercamiento logrado, no obstante las diferencias, entre el crítico y el autor sometido a su examen. En el presente trabajo presentamos dos importantes críticas pioneras, de y a Ricardo Palma, labradas en 1863.

José María Torres Caicedo (1830-1889), político, periodista, diplomático, poeta, crítico, etc., colombiano, ejercía al promediar el siglo XIX, en París, un papel único y encomiable: el de propagandista de las nuevas inteligencias hispanoamericanas, no pocas de ellas románticas, surgidas en el vasto campo de las letras. En su carácter de redactor principal de El Correo de Ultramar, importante revista parisiense cuya «parte literaria ilustrada» en español circulaba con profusión en el Nuevo Mundo hispanohablante, se había propuesto la noble tarea de exaltar los valores individuales que la comunidad de pueblos americanos de ancestro ibérico presentaba al mundo como signo de madurez intelectual y, en lo posible, de personalidad propia. Cierto es que ésta trasuntaba mucho de lo que la vieja Europa, cabeza de la civilización occidental, señalaba como norte a los demás continentes, pero también que cada día notábanse mayores bríos en las excolonias de España para alcanzar una auténtica y original vía de expresión literaria. El Modernismo, con el correr de los años, encontrará el camino, mas no se debe olvidar los legítimos esfuerzos que lo antecedieron.

Torres Caicedo hizo la crítica de numerosos escritores hispanoamericanos, entre ellos dos peruanos: Manuel Nicolás Corpancho2 y Ricardo Palma. Y en sus últimos años firmó, al lado de las mejores plumas de Francia, un memorial en favor del innovador Nicanor A. della Rocca de Vergalo3. En 1863 dio a la estampa un volumen de poesías bajo el título de Religión, Patria y Amor4. Palma, de regreso en Lima después de su exilio en Chile, le dedicó un afectuoso artículo crítico en El Mercurio, diario en el que ejercía el periodismo5. Se trata de una importante página en que resume sus criterios poéticos, no exentos de compromisos políticos, y que hasta hoy ha permanecido al margen de cuantos repertorios bibliográficos existen. Palma aplaude el tono positivo de los versos de su colega y, a propósito, censura a los poetas lacrimosos y fatalistas, a quienes niega el derecho a la gloria porque ésta «no corresponde sino a los que siembran el bien». Empero, reprocha a Torres Caicedo el haber incluido en el libro una composición dedicada a la Emperatriz Eugenia, pues en su concepto era incompatible con los principios republicanos «tributar elojios [sic] a quien lleva sobre sus sienes una corona» (anejo I). El reproche, expuesto con bien meditados términos y, sin duda, harta buena fe, mereció una carta aclaratoria del vate neogranadino que también apareció en el citado periódico6. Hallamos ahí, por cierto, la gratitud debida al crítico (sus términos traslucen sencillez y sinceridad), pero también el desacuerdo, alturado y sereno, ante dicha censura. Torres Caicedo creía que las buenas acciones debían ser elogiadas sin importar quién las realizara. La esposa de Napoleón III había demostrado un singular desprendimiento al renunciar en pro de un orfanato un collar de perlas que le obsequiaba la ciudad de París. ¿Por qué razón no había de ensalzar semejante acción? En tono polémico aunque extremadamente atento, Torres Caicedo menciona a algunos caudillos americanos, «presidentes republicanos», para contraponerlos a renglón seguido a distinguidos monarcas del Viejo Mundo, para quienes «con más gusto preferiría hacer cantos...» (anejo II). No conocemos réplica palmina, que seguramente no la hubo dadas la fuerza y la lógica desapasionada de los argumentos pro domo de su ilustre corresponsal.

Producido así un intercambio epistolar respetuoso y fraterno, debemos pensar que Palma solicitó de Torres Caicedo una crítica a su obra como escritor. El artículo respectivo apareció, a fines de 1863, en el número 560 de El Correo de Ultramar, del cual lo tomó El Mercurio limeño a instancias, sin duda, del joven periodista sometido a examen7. El crítico confiesa haber conocido a Palma a través de su paisano Julio Arboleda, brillante escritor y notable político que residió en Lima algún tiempo8, mas el cúmulo de datos biobibliográficos que consigna sólo puede tener por origen al propio interesado. El artículo es, en síntesis, un interesante y bastante completo retrato literario del autor de las Tradiciones peruanas a los escasos pero intensos treinta años. Refiere de pasada su labor periodística y como autor teatral (ésta, sólo para negarla, haciéndose eco de la autocrítica palmina), y, como debía ser, se extiende en el análisis de su poesía y de sus crónicas o leyendas (las futuras tradiciones), sin duda alguna lo más logrado y relevante de su miscelánea producción literaria. Entre los poemas, Torres Caicedo menciona algunos aparecidos en su primer volumen de versos9, de los cuales cita varias estrofas de «Flor de los cielos», así como otros posteriores de sus aún no recogidas en volumen Armonías (entre ellos dos traducciones de Víctor Hugo), que también reproduce con generosidad10. «La querida del pirata», «Lida», cuyo argumento resume11, y «Justos y pecadores», que más adelante le será dedicada12, son las crónicas a las que dedica particular atención y, por cierto, singular elogio. Bien dice, en fin, el crítico colombiano: «Palma, hijo de sus obras, se ha labrado una posición a fuerza de inteligencia y de laboriosidad...» (anejo III), aserto que nos trae a la memoria el verso «Hijo soy de mis obras. Pobre cuna / ...», escrito por don Ricardo, a la sazón indiscutido talento nacional, en 187713.

La crítica de Torres Caicedo es acertada en líneas generales (intuye, v.gr., el gran futuro como narrador que le aguarda a su colega limeño), mas parece no advertir que el tono satírico o irónico de la poesía palmina no es fingido ni se debe sólo a una descubierta admiración imitativa de la de Espronceda. En realidad, hay mucho de criollismo limeño tras la burla de que están imbuidas las mejores versadas escritas por don Ricardo.

Palma, nombrado Cónsul en el Para, viajó a Europa, en tránsito a su destino, a mediados de 186414. Su encuentro con Torres Caicedo está relatado en una carta al mexicano Francisco Sosa, quien había hecho una necrología de aquél:

«Antes de ir yo a Europa sostenía correspondencia con Torres Caicedo, que era por entonces director [sic] de El Correo de Ultramar. Desde Londres le escribí yo a París anunciándole el día y hora en que debía llegar yo a esa capital, y me contestó que me esperaría en la estación del ferrocarril, pues deseaba que comiésemos juntos el primer día de mi permanencia en París. Aquí empieza el romance. Llego a París a las cinco de la tarde, no encuentro al amigo en el lugar de cita, envío mi maleta a un hotel, tomo un coche y doy la dirección rue Saint Lazare, que era la de Torres Caicedo. Llego, me recibe un criado con aire sombrío, le pregunto por su patrón, me contesta que se halla en casa pero que no está visible. Contéstole con cierta petulancia: "Para mí no está invisible; pásele esta tarjeta". Vacila el criado, pero, al fin, me obedece. Un minuto después sale un hombre joven y se arroja llorando en mis brazos, y sin decirme palabra me conduce a otra habitación. En ella, alumbrado por cuatro cirios, estaba el cadáver de una joven de 22 años. No necesité explicaciones para adivinar lo que pasaba. Era la amada de Torres Caicedo, que había muerto casi repentinamente seis horas antes. Torres Caicedo, que no fue jamás libertino, había sido el primer amor de esta niña, con la que vivía conyugalmente hacía tres años. Según sus retratos, era una bellísima criatura, hábil pianista y no menos hábil pintora. Torres Caicedo me contaba después que, a haber tenido un hijo en ella, se habría casado sin vacilar. Mi amigo estuvo más de seis meses inconsolable.»15

Los versos que Palma escribió en memoria de Genoveva de Charny, la infortunada joven, aparecieron en sus Armonías. Libro de un desterrado, el volumen de poesías que le publicaron en 1865 los editores parisienses Rosa y Bouret, y para el cual Torres Caicedo, a manera de prólogo, hizo una síntesis de su referida crítica enriqueciéndola con nueva información sobre la ya importante obra narrativa del autor16. No parece aventurado suponer que Torres Caicedo ayudó a Palma a obtener el citado respaldo editorial tanto para sacar a luz aquel libro como el también poemario Lira americana, compilación debida asimismo a su amigo limeño17. En éste y otros aspectos, el apoyo del polifacético neogranadino, vastamente reputado en la capital de Francia, debió ser muy importante. Por ello, y por las singulares prendas personales que lo distinguían, Palma escribirá en la mencionada carta a Sosa: «Torres Caicedo era más bueno que el pan tierno. Nobilísimo corazón y robusto cerebro. La noticia de su muerte me impresionó infinito. Era uno de mis más queridos amigos literarios...»18.

Torres Caicedo reprodujo su crítica a Palma, en 1868, en la «Segunda serie» de sus Ensayos biográficos y de crítica literaria...19. A su vez, Palma le dedicó la tradición «Justos y pecadores» en la primera serie de sus celebérrimos relatos, publicada en 187220, y en 1889, a raíz de su muerte, cúpole de seguro algún papel en el homenaje que le tributó El Perú Ilustrado de Lima21. Dos años atrás, al incluir sus «Armonías» en el tomito que, expurgada y selecta, recogió su obra poética, había introducido algunas variantes en el prólogo ya referido22.

Sin duda, no son éstas las únicas huellas de la fecunda amistad literaria que unió a ambos escritores hispanoamericanos. La investigación que se realice en el futuro merced a mejores fondos bibliográficos (colecciones menos incompletas de revistas, sobre todo), aportará nuevas luces y permitirá distinguir con precisión los perfiles de una época aún no suficientemente estudiada pero de indudable trascendencia en el desarrollo de la literatura de nuestras repúblicas. Palma y Torres Caicedo, activos y constantes propulsores del americanismo, cumplieron entonces la noble misión de estrechar los lazos entre los pueblos americanos que alguna vez pertenecieron a la Corona de Castilla. Ello aporta a su amistad un valor que supera lo circunstancial y lo anecdótico.

Anejos23

[I]

Poesías del Sr. Torres Caicedo. (1 vol. 4.º París. 1863)

En medio del torrente de versos que envían a la América las prensas europeas, pocas veces ha llegado hasta nosotros una colección de poesías verdaderamente digna de ser recomendada a la juventud que con tan brillantes dotes se consagra en Lima al cultivo de las musas. Grato nos es hoy hacer una excepción en favor del volumen que con el título Religión, Patria y Amor, acaba de publicar en París nuestro amigo el joven granadino don José María Torres Caicedo. ¡Ojalá nuestras fuerzas nos permitieran revelar la significación real de ese libro y asignarle el alto grado de merecimiento a que en nuestro concepto es acreedor!

Dios que en la armonía infinita y misteriosa de los mundos ha esparcido las manifestaciones de su grandeza, creó también seres privilejiados para cantarlas. Por eso él principal elemento poético es la naturaleza. Mirad el cielo nebuloso de la vieja Inglaterra y tendréis poetas sombríos como Shakespeare y Milton. Contemplad el transparente azul de los horizontes de la Italia y sus poetas se llamarán Tasso o Manzoni. Mirad el firmamento de la Alemania y sus poetas se llamar án Goethe o Schiller. La índole de la poesía cambia en todos los pueblos según son más o menos magníficos sus mares y sus montañas, la vejetación de sus campos y el azul de su cielo, sin que por esto se piense que negamos la influencia que es justo acordar a la historia, -al sentimiento religioso y a las instituciones. El cristianismo crea por escelencia poetas así como la idea liberal mártires; y en todo martirio hay por lo menos la poesía de la abnegación.

El señor Torres Caicedo ha tomado su inspiración en todo lo grande, en todo lo bello. Su poesía no es de aquélla rimbombante y palabrera que se evapora siempre en lacrimosas endechas. Poco o nada interesan a la humanidad las desventuras rimadas ni cumple al poeta ostentar de continuo un dolor que lleva el sello de la falsificación. Disculpamos que alguna vez la hiel que rebosa del espíritu se exhale en armonías; pero no aceptamos que el tedio, la amargura y la desesperanza constituyan el carácter distintivo de un poeta. Algo de más noble hay derecho para exijirle especialmente en América y por lo mismo que nuestro siglo es de escepticismo, necesita que se le hable con la unción de una fe sólida. Poetas que dudan de la amistad y del amor, a quienes todos los amigos han traicionado y todas las mugeres han sido infieles, poetas que emponzoñan con la duda el corazón de sus lectores, poco derecho tienen a la gloria porque la gloria no corresponde sino a los que siembran el bien.

El señor Torres Caicedo lo ha comprendido así, revelándolo con sobrada claridad en las páginas de su libro. Poeta cristiano, su composición «Filosofía» es un cántico de amor que la creación eleva al Creador. Pero en el género en que más resalta su talento es cuando desciende a contemplar la nada de nuestra frájil existencia. ¡Cuánto lujo de lirismo, cuánta verdad y cuán melancólico sentimiento encierra la poesía que ha titulado «Olvido»! Juzgue el lector por este admirable fragmento que de ella tomamos:

«Es la vida una palmera

Ajitada por los vientos;

Es una hoja desprendida

Y arrastrada por el suelo.

Afectos y paz y dicha

Nos dan los años primeros;

Pero vuelan presurosos

Sobre las alas del tiempo.

Ráfagas puras, brillantes,

Nos seducen un momento...

Mas al volver la mirada

En la oscuridad nos vemos.

Cual la bruma de los mares,

Cual visiones del desierto,

Cual aroma de los campos,

Cual el humo del incienso,

Así la hermosura pasa

Y ese conjunto tan bello

Que el alma nos seducía

Presto lo destruye el tiempo.

Al olvido van volando

Placeres, glorias, proyectos,

Y el matador desengaño

Es el fin de tanto anhelo.

Una lámpara es la vida

Que arde fuljente primero

Y luego su luz estingue

Al leve soplo del viento.»

Las bellezas de este romance están muy en transparencia para que nos detengamos en analizarlas. Poeta, y de alto vuelo, es indudablemente quien así tiene la fortuna envidiable de sentir y de expresarse.

El poeta en América tiene por desgracia que entrar con frecuencia en el escabroso terreno de la política militante o de partido. El Sr. Torres Caicedo ha pagado también su tributo a esa fatalidad, perdónesenos el calificativo; pero en medio de su entusiasmo no hay encono para con los que profesan doctrinas opuestas a las suyas y sus inspiraciones políticas son, más que cantos de guerra y esterminio, himnos de paz y de concordia.

Al terminar este artículo nos es sensible tener que dirijir un reproche al bardo granadino, reproche tanto más sincero cuanto que la amistad que a él nos liga nos autoriza para ser francos. Además, abrigamos sobrada fe en su ilustración para presentir que no se ofenderá por lo que haya de acritud en nuestro humilde juicio.

Hay en su libro una composición que habría ganado mucho el poeta con suprimirla. En la obra de un americano está deplacée y sólo figuraría con brillo al fin de uno de los panfletos del vizconde de la Gueronière. Aludimos a los versos dedicados a la Emperatriz Eugenia. Si concedemos que el poeta deba ser galante con las damas, negamos que sea compatible con su altivez y severidad de principios tributar elojios a quien lleva sobre sus sienes una corona. Háganlo en buena hora los que han nacido mirando las gradas de un trono y que tienen cruces y cintajos a que aspirar; pero no los demócratas de buena ley; no el que, como el señor Torres Caicedo, ha visto iluminada su cuna por el esplendente sol de la República y que, in fatigable soldado de la prensa, sirve hace años y en el centro mismo de la Europa monárquica, a la buena causa americana, a la causa de los pueblos libres.

Lima, setiembre 17 de 1863.

Ricardo Palma

(En El Mercurio, Lima, miércoles 23 set. 1863, año 1, 278, p. 2, cols. 12, sec. «Literatura»).

[II]

[Carta de J. M. Torres Caicedo a Ricardo Palma. París, 15 nov. 1863]

Al Sr. D. Ricardo Palma.

París, 15 de noviembre, 1863.

Mi querido amigo:

En el núm. 272 [sic] de El Mercurio de Lima, diario digno de la pluma de U., he visto el artículo con que U. me honra al ocuparse en el examen de mis versos. La benevolencia, dice M. de Lamartine, es la mejor de las inspiraciones; y U. ha sido muy benévolo conmigo.

Ese artículo, en que U. me hace tanto favor seguramente para estimularme en mis trabajos, me ha sido muy grato, porque viene de un americano y de un poeta de alta inspiración. Si para siempre no hubiera roto mi lira, como es de uso decir, me de dicaría a hacer versos para corregir los muchos defectos de que adolecen aquellos ensayos de mi primera juventud; y me consagraría a la gaya ciencia para ver si produciría algo que fuera digno de la aprobación de U.

Al dirigir a U. estas líneas, no es sólo con el objeto de manifestar mi gratitud por la generosidad con que ha visto mis escritos, generosidad propia de un literato que tiene conciencia de su mérito, sino también para contestar a un cargo que U. me hace con el tono más amistoso y el lenguaje más culto. Créame U. que desearía tener otras conviccciones para decir el mea culpa y someterme al fallo respetable de U. Pero no siendo así, pido a U. permiso para contestarle, reconociendo la sinceridad de sentimientos que a U. han dictado esa crítica.

U. se asombra porque un republicano haya cantado a la Emperatriz de los franceses. «Un poeta, dice U., debe ser galante con las damas, pero negamos que sea compatible con su altivez y severidad de principios tributar elogios a quien lleva sobre sus sienes una corona».

Por mi parte, pienso que se deben ensalzar las buenas acciones que sean ejecutadas por los que visten la púrpura o por los que apenas pueden cubrir su cuerpo con harapos; por el que empuña un cetro, o por él que apoya la mano sobre la esteva del arado.

¿Por qué no es compatible con el republicanismo hacer el elogio de la virtud?

Si los vicios de un rey vician su gente, como dice Espronceda, las virtudes de un rey alzan su gente. Y más aún si quien practica la acción virtuosa es una dama que ciñe una corona, porque el buen ejemplo partiendo de arriba obra con más fuerza y es más conocido.

La Libertad es la Justicia, y sería injusto y nada liberal no elogiar una buena acción porque había sido ejecutada por una dama que se sienta sobre un trono. ¿Dejaría U., mi querido amigo, de cantar las virtudes de Isabel la Católica, de Isabel de Hungría, de San Luis, o las hazañas y nobles hechos de un Carlos XII, de un Gustavo Adolfo, de un Víctor Manuel? Precisamente cuando hice esos versos, los poetas españoles residentes en París consagraron su lira a la Emperatriz Eugenia; pero los más cantaron a la Emperatriz como Emperatriz, y no una acción ejecutada por ella. Yo tuve buen cuidado de repetir en mis versos que seguía otro rumbo, y como la Emperatriz acababa de renunciar un collar de perlas con que la obsequiaba la ciudad de París, y ordenaba que el valor del rico presente se dedicara a fundar un hospicio para los huerfanillos y los niños pobres, puse en boca de una madre el elogio a «La Caridad».

Mi Musa (puesto que de dama tan traviesa se trata) no ha tenido acentos de elogio sino para Bolívar, Ricaurte, Policarpa Salavatierra, Córdova; pero le aseguro a U. mi dulce poeta, que con más gusto preferiría hacer cantos en loor del rey de Italia, de Bélgica o Portugal, que consagrarlos a presidentes republicanos del jaez de Rosas, Mosquera, Monagas, Belzu, H. López.

Ésta es mi convicción, y tal vez no esté U. lejos de pensar como yo, si medita U. un poco y no se deja arrastrar por los arranques generosos de su corazón republicano.

El poeta argentino, y U. sabe que era muy republicano, Rivera Indarte, dedicó un canto, nos dice el señor D. Juan María Gutiérrez, al Emperador del Brasil D. Pedro II. Habiéndosele dicho que un poeta republicano se degradaba cantando a un monarca, contestó: «El poeta filósofo acepta la inspiración, ya venga del solio o se levante de la cabaña: en el rey y en el mendigo considera a la humanidad, y sin pretender cambio en las formas exteriores que le dan la fortuna o las leyes, sólo a ella tributa el fruto de su Musa».

El poeta argentino, desde su tumba, alza la voz en mi defensa. Pero yo no necesito de ella cuando U. es quien ha de pronunciar el fallo, pues U. es un juez recto e ilustrado.

Pero que modifique U. su juicio o no, mi gratitud hacia U. será tan duradera como la amistad que le profesa

J. M. Torres Caicedo

(En El Mercurio, Lima, sábado 19 dic. 1863, año 11, 351, p. 4, cols. 1-2, sec. «Variedades»).

[III]

Crítica literaria24

Don Ricardo Palma

La condesa de Agoult, tan conocida bajo el seudónimo Daniel Stern, una de las más bellas inteligencias de la Francia, ha dicho al hablar de las poesías de madama Ackermann: «Amo más el talento por lo que es, que por lo que hace. En la poesía busco al poeta».

En Palma, el talento nos encanta por lo que es y por lo que hace. Antes de conocer sus poesías, conocimos al poeta; nos enseñó a estimarlo un cantor sublime y un ciudadano eminente: Julio Arboleda.

Ese joven tan inteligente como modesto, pertenece a la brillante generación que ya ha aumentado el esplendor de la literatura peruana y que se distingue por las dotes del espíritu como por las cualidades del corazón.

Palma empezó por ser poeta, y pronto, sin dejar la lira, empuñó la pluma del periodismo y se lanzó en la ardiente arena de la política militante.

Desde que leímos sus primeras poesías, comprendimos que el bardo era uno de los favorecidos de las musas, y que su talento estaba realzado por los más nobles sentimientos.

Cuando llegaron a nuestras manos sus primeras poesías publicadas en un pequeño cuaderno, en 1855, pudimos esclamar con Du Cornuau, que parece haberse inspirado en las Armonías y las Meditaciones:

«Illusions, saintes chimères!

Ah! suspendez pour nous vos heures éphémères!

Durez pour embellir ou consoler nos jours;

Vous faites rayonner nos ardentes jeunesses;

Durez, durez toujours!»

Muy joven aún, la vida del poeta del Rímac no presenta muchos incidentes. Como Gutiérrez decía de Lillo hace quince años, la biografía de Palma está en el porvenir. Sin embargo, ya ha servido útilmente a su patria, a la causa americana, y ha escrito mucho en prosa y verso.

Ricardo Palma nació en Lima el 7 de febrero de 1833. Seguía sus estudios cuando empezó a darse al culto de las musas, pues se sentía poseído por tan bellas damas. En 1855, como hemos dicho, dio a la estampa, en un pequeño volumen, varios de sus cantos. En 1851 dio al teatro algunos dramas, uno de los cuales se titulaba Rodil. No los hemos leído, pero sabemos que el autor, cuya franqueza es digna de un hombre de mérito, los califica de detestables. Cuando así habla el mismo dramaturgo, necio sería el crítico que acometiere la fácil y estéril tarea de publicar los defectos de tales obras.

Desde 1853, Palma se hizo periodista, y ha colaborado en diarios y revistas del Perú y de Chile. Fue redactor principal del Liberal en 1858, de la Revista de Sur-América [sic] (Valparaíso) en 1862. Actualmente redacta la Revista de Lima. Entre las crónicas interesantes que en esta revista ha publicado el autor, es una de las mejores «La querida del pirata», que fue reproducida en la parte literaria ilustrada del Correo de Ultramar.

No hace mucho tiempo que Palma dio a la estampa en Chile, un folleto Dos poetas, en el cual hace un estudio de las obras de Juan María Gutiérrez, afamado bardo argentino, y de la malograda Dolores Veintimilla, la Avellaneda del Ecuador. También ha escrito un libro titulado Anales de la Inquisición en el Perú [sic].

Palma es oficial de la marina de guerra peruana. En mayo de 1855 naufragó en las costas del Perú, yendo a bordo del vapor de guerra Rímac. Entonces dio a luz una bellísima poesía dictada por las impresiones del naufragio, y que ha aumentado la reputación del autor.

En noviembre de 1860, Palma entró en una revolución contra el gobierno de Castilla, y fue desterrado a Chile. Desde que la libertad ha vuelto a ser respetada en aquella república, el desterrado ha podido regresar a sus hogares. Durante su permanencia en Santiago, el bardo, que es un hábil y valiente soldado de la causa de la América, tomó parte activa en la creación de la sociedad Unión Americana.

Entre las poesías de Palma, la titulada «América» contiene algunas valientes estrofas, y está animada por un santo amor a la patria. «Siempre ella», es un grito de amor puro y ardiente, así como es tierna y delicada la poesía «Vivo e n ti».

«Los diputados» y «Pandemonium», son poesías dignas de notarse, más por los arranques de un corazón honrado que por los versos.

«Flor de los cielos», que Palma ha calificado de leyenda, es un precioso juguete literario, que, si se presta a la crítica, tiene el mérito de la sencillez y revela chispa y vena en el autor. El asunto es fácil y la acción corre sin tropiezos. Flor de los cielos, hija de Nadal, cacique del Rímac, bella y candorosa joven, era la prometida de Otalí, pero el capitán español Hernando la ve y se enciende de amor por ella. La incana joven le ama, pues el europeo le habla en un lenguaje ardiente y fascinador. Hernando seduce a la virgen y la abandona en su deshonra. La infortunada había casi perdido la razón, y vagaba por los campos, llevando siempre su niño entre sus brazos, fruto de aquel desgraciado amor, cuando un día acierta a pasar un hermoso jinete por los retirados lugares que frecuentaba la infeliz muger. El seductor, pues no era otro, reconoce a Flor de los cielos y quiere huir.

La indiana hundió un puñal en el pecho del fementido amante, y poco después murió ella bajo el agudo puñal del dolor. Una de las partes más cuidadas de esa leyenda, es aquélla en que los dos jóvenes se confiesan su mutuo amor.

«Él la dice: -mi paloma,

Vuelve a decir que me amas ...

Y ella: -con tu amor inflamas

Mi ardoroso corazón;

Nosotras las que nacimos

En la América inocente

Amamos más tiernamente

Que las de estraña región.

Las ficciones cortesanas,

Hernando, no conocemos,

Que solamente sabemos

Amar y morir de amor.

¡Cristiano! nunca la hoguera

Apagues que has encendido...

¡Antes mueras, fementido,

Que abusar de mi candor!

-¿Olvidarte, prenda mía,

Cuando eres para mi alma

Lo que a las flores la calma,

Lo que a la vida el placer?

¡Te juzgo del paraíso

Un querubín, no muger!

Un rayo de luna tenue

Baña tu angélico rostro...

Ante tu beldad me postro

jurándote eterna fe.

¡Qué linda estás reclinada

Sobre mis hombros, indiana!

No tan bella la mañana

En el espacio se ve.

¡Ah! ¡Cuánto te amo! Tus ojos

Deja cerrar con un beso,

Y en mi volcánico acceso

Morir entre besos mil.

Antes maldito me vea

Del cielo, Flor de los cielos,

Que verter de amor los duelos

En tu seno juvenil.

Rica en galas y perfume,

Amorosa sensitiva,

Que tu corola reciba

Besos del aura sutil.

Regálete siempre frescas [añadido]

Sus perlas la blanca aurora,

Y en tu tallo, tembladora,

Te acaricie el sol de abril.

Mas ¡ah! si cristiana fueras

Llevárate a ser mi esposa,

Por bella, por candorosa;

¿Quién más digna que tú, quién?

Junto a ti existir no puede

La desventura inhumana;

¡Oh! ¿quién no te adora, indiana,

Como un ángel del edén?

-¿Yo cristiana? No, dijo ella.

En la religión paterna

Moriré; la luz eterna

Es, Hernando, la del sol.

¿No le has visto entre espirales

De zafiros y de grana,

Ostentarse en la mañana

Con su vívido arrebol?

¿Las aves no has visto entonces

Amorosas arrullarse?

¿Llegarán a preguntarse

Si es uno mismo su dios?

La religión ¡oh! dos almas

Que se comprenden no iguale,

Dime, cristiano, ¿qué vale

Si nos amamos los dos?

Ámame como el rocío

Ama a la flor delicada,

Como a la fresca cascada

Del céfiro murmurar;

Dime: ¿se preguntan ellos

Su religión? No, mi Hernando;

Viven y mueren amando,

Su religión es amar.»

En ésa como en otras composiciones notamos algo que no nos va en talante. Palma es contemplativo, el sentimiento le inspira, pero, mal inspirado por Espronceda, desconoce su propio genio, y quiere a cada paso introducir digresiones y mostrarse escéptico e irónico. Espronceda no formará escuela en esa parte, pues a pesar del ardiente numen del autor del Diablo mundo, sus travesuras y tours d'esprit huelen de lejos a Goethe y a su Byron [sic]. Palma debería seguir su inspiración natural: su poesía está en su corazón; y ya ha dicho Vauvenargues que del corazón nacen los más elevados pensamientos, lo que Lamartine ha repetido bajo esta forma: «Cuando el corazón dicta, la pluma corre ligera».

Es de advertir que hemos hablado hasta ahora de las poesías que Palma compuso a los veinte años.

Como era natural, las que ha publicado más tarde tienen mayor mérito y la versificación es más cuidada. Sus Armonías contienen piezas dignas de un gran poeta, y sólo sentimos no poseer las mejores, entre las cuales figura una consagrada a la memoria del ilustre y malogrado Arboleda, vilmente asesinado por el partido que en Nueva Granada osa llamarse liberal, y que ya, entre otros grandes hechos, cuenta el de los asesinatos de las dictaduras de Obando y de Mosquera.

Como hemos indicado, de las últimas poesías de Palma sólo conservamos unas pocas, y no de las mejores. A continuación las publicamos:

Esperanza en Dios

(Traducción)

(Feuilles d'automne [de] V. Hugo)

I

¡Joven! ¡Espera! Espera

En el mañana y siempre en el mañana...

¡No abandones la fe del porvenir!

Y cada vez que fúlgida y galana

Luzca la aurora en la celeste esfera

Y el monte dore y transparente el valle,

De pie, de pie nos halle

A la pleglaria prontos, cual Dios a bendecir.

II

¡Pobre joven! El amargo

Sentimiento que en ti noto

Es el hijo de tus faltas,

Es tu parte de lo odioso.

Quién sabe: permaneciendo

Por largo tiempo de hinojos,

Cuando haya Dios acabado

De bendecir generoso

A todos los inocentes,

Los arrepentidos todos,

¡Quién sabe, joven, quién sabe,

Se acordará de nosotros!

«Empeño»

En el libro de tu historia

En ser yo, flor de las flores,

Página hermosa de amores

Tengo empeño;

O en ser la ilusión postrera

Que sobre tu alma vacila,

Cuando a cerrar tu pupila

Viene el sueño.

«Similia similibus...»

A linda niña de tez morena,

Cuyo semblante la pena atrista,

Y deshojaba con frenesí

Las blancas hojas de una azucena,

Médico materialista

Dicen que la dijo así:

-Las dolencias del amor

No se curan, alma mía,

Entregándose al dolor...

La panacea mejor

Se encuentra en la homeopatía.

Porque es tremenda locura

Que descolore el pesar

Tu angelical hermosura...

Amor con amor se cura...

¡Lo demás es delirar!

Amor va poco a poco filtrándose en el ánimo

Del infeliz mortal

Y a dominar el pecho bastante es una dosis

Infinitesimal.

-A mi dolencia,

No hay en la ciencia,

Doctor, remedio... ¡No existe, no!

Si el que es mi dueño, si el que es mi vida

De mí se olvida...

...............................................................

¡Y en el pañuelo la frente hundió!

«Fantasía»

¿Quién llora del destino los hórridos enojos,

Si el bien es ilusorio y el mal es realidad?

Donde soñamos flores se encuentra sólo abrojos...

¿Existe algo de cierto?... ¿Será la eternidad?

En tanto que caminan veloces nuestras horas,

Rindamos holocaustos solemnes al placer:

Busquemos del presente las fiestas tentadoras,

El hoy es la mortaja que cubre nuestro ser.

¡Mañana! Ese mañana que se ama, teme y odia,

¿Tendrá para nosotros un desengaño más?

Cuando al morir nos canten la funeral salmodia,

¿Veremos que hay un cielo del ataúd detrás?

¡Oh! ¡sí!... para nosotros viajeros que anhelantes

Marchamos y marchamos de lo ideal en pos,

Hay algo que nos dice con voces incesantes

Que están tras de la tumba la eternidad y Dios.

Por eso cuando miro que no hay sobre la tierra

Más que egoísmo, dolo, miseria y corrupción,

Mis lágrimas ahogo... la humanidad me aterra

Y estalla en carcajada salvaje el corazón.

¡Reír! ¡Reír! paloma... Ya el mundo se fastidia

De tantos que especulan llorando su aflicción;

Por eso entre mis labios siempre el sarcasmo lidia...

¡La risa es la moneda que está en circulación!

En vano es que el poeta con afanar profundo

Del bien las armonías demande a su laúd,

Si entre el rumor de orgías su voz sofoca el mundo,

Si el crimen está en alza y en baja la virtud.

Tu causa sacrosanta ¡sublime democracia!

Pretexto es en Italia para imperial botín;

¡Señor! ¿Aún del [añadido] la fuente no se sacia?

¿Perdón no tendrá un día la raza de Caín?

¡Riamos! Nada importa que el mundo esclavo gima

De pérfidos tiranos bajo el sangriento pie...

¡Bien vengas, egoísmo! Mi espíritu se anima,

Al celestial influjo del mágico café.

Con él gratas visiones me trae la fantasía

De forma misteriosa, de espléndido color;

Con él como el Espíritu que el Génesis decía,

Se crea mi alma un mundo de libertad y amor.

Y en él al pueblo miro que se alza soberano,

La ley es su bandera, la libertad su altar,

Y el hombre es para el hombre hermano para hermano

Y la mujer su cielo... su genio tutelar...

Mas cesa aquel influjo del néctar perfumado;

Mi pensamiento baja del mundo que forjé,

Y exclamo cariñoso mirándote a mi lado,

¡Bendito sea el derviche que descubrió el café!»

Como se ve, el bardo peruano tiene chispa, y se siente realmente inspirado por el estro. Sabemos que el afamado poeta y literato doctor don Felipe Pardo y Aliaga, ha aplaudido mucho a Palma por la traducción que ha hecho de «La Conciencia», poesía de Víctor Hugo. En efecto, el poeta americano ha interpretado dignamente al poeta francés. El lector juzgará:

I

Admirada tempestad se desataba

Cuando, vestido de salvajes pieles,

Caín con su familia caminaba

Huyendo a la justicia de Jehovah.

¡La noche iba a caer! Lenta la marcha

Al pie de una colina detuvieron,

Y a aquel hombre fatídico dijeron

Sus tristes hijos: -Descansemos ya.

II

Duermen todos excepto el fratricida,

Que alzando sus miradas hacia el monte

Vio en el fondo del fúnebre horizonte

Un ojo fijo en él.

Se estremeció Caín, y despertando

A su familia del dormir reacio,

Cual siniestros fantasmas del espacio

Retornaron a huir ¡suerte cruel!

III

Corrieron treinta noches y sus días,

Y pálido, callado, sin reposo,

Sin mirar hacia atrás y tembloroso

Tierra de Assur pisó.

-¡Reposemos aquí! Dénos asilo

Este confín espléndido del suelo-.

Y al sentarse, su frente elevó al cielo

¡Y allí el ojo encontró!

IV

Entonces a Jabel, padre de aquellos

Que hoy el desierto habitan, -Haz, le dijo,

Que se arme aquí una tienda-, y el buen hijo

Armó tienda común.

-¿Todavía lo veis? -preguntó Tsila,

La niña de la blonda cabellera,

La de faz con [sic] el alba placentera,

Y Caín respondió: -¡Lo veo aún!

V

Tubal [sic] entonces dijo: -Una barrera

De bronce construiré... tras de su muro,

Padre, estarás de la visión seguro:

¡Ten confianza en mí!

Una muralla se elevó altanera,

¡Y el ojo estaba allí!

VI

Tubalcaín a fabricar se puso

Una ciudad, gigante de la tierra,

Y en tanto sus hermanos daban guerra

A la tribu de Seth y a la de Enoc.

Poblando de tinieblas la llanura

La sombra de las torres se extendía,

Y en la puerta grabó su altanería:

-Prohíbo entrar a Dios.

VII

Un castillo de piedad [sic] cuyo muro

A la altitud de una montaña asciende,

De la ciudad en medio se desprende

Y allí Caín entró.

Tsila llega hasta él, y palpitante,

-Padre, le dice, ¿aún no ha desaparecido?

Y el anciano aterrado y conmovido

La responde: ¡no! ¡no!

VIII

De hoy más quiero habitar bajo la tierra

Como en su tumba el muerto-; y presurosa

Su familia cavóle una ancha fosa

Y a ella descendió al fin.

Mas debajo esa bóveda sombría,

Debajo de esa tumba inhabitable,

El ojo estaba fiero, inexorable,

Y miraba a Caín.

Bajo el modesto título de «Crónicas», Palma ha publicado [en] diversas revistas verdaderos cuadros de leyendas, que revelan en el autor las más felices dotes, y que le abren anchos horizontes si quiere dedicarse al drama y a la novela. «Lida», crónica del siglo XVII, es todo un pequeño drama que nace, se desarrolla y se desenlaza en Lima, bajo el gobierno del marqués de Guadalcázar.

Lida era hija del conde de Barneto; era bella, virtuosa, amante. Viola un cumplido mancebo, el capitán Abigaíl González; al punto se enamoró de la hechicera joven, y sin dificultad se vio correspondido. Felices anduvieron los amantes, pues ningún estorbo se opuso a su legítima unión. Pero el enemigo estaba ahí, y pronto debía convertir en vergüenza y amargura tanta dicha y tan sincero amor.

Mientras que el capitán González recibía orden para reunirse inmediatamente a su regimiento acantonado en el Callao, el famoso pirata holandés Jacob L'Hermite asolaba las costas y ciudades del Perú. Esa fue la época dorada del filibusterismo. L'Hermite apercibió un día a Lida, y juró que tan bella dama le había de pertenecer.

Corría el 1.º de junio de 1624. Era alta noche. Una dama debía pasar en una calesa, yendo de Lima al Callao. L'Hermite, acompañado de sus malsines, estaba en acecho. La calesa va rodando lenta, cuando esos bandidos se lanzan sobre ella y arrebatan a la hermosa, que es al instante trasladada a bordo de la Nereida.

L'Hermite requería de amores a Lida, que era la dama sorprendida por los piratas, y ya recurría a las promesas y protestas de amor, ora apelaba a las amenazas y al insulto, cuando una sombra aparece entre las sombras. Era una mujer, era Leoncia, bella joven seducida y abandonada por el pirata, que llegaba a presenciar su venganza. L'Hermite, al oír el timbre de esa voz, que para él había llegado a ser fatídica, le amenaza con su puñal; pero Leoncia, que estaba medio demente, lanza una carcajada y le dice: «Estáis doblemente perdido: tu segundo, Schapenham, os ha hecho traición, estáis solo. Por otra parte, sabedlo ahora, al instante en que ibais a deshonrar a esa joven: estáis envenenado».

En efecto. L'Hermite cayó como herido por un rayo, mientras que Leoncia se lanzaba en medio de las olas.

Al día siguiente, las autoridades hicieron abordar la Nereida, y sólo hallaron un ser viviente en la cámara -era Lida. Mil conjeturas se hicieron, a cual más ofensivas al honor de la infortunada joven, y ésta, no pudiendo hallar en su hogar la estimación y el amor de su esposo, se refugió en un claustro, donde a poco murió.

Palma, a fuerza de escritor leal, señala las variantes que ha introducido en su crónica, y las diferencias que la separan de las relaciones históricas en Las tres épocas del cronista Córdoba, en la obra anónima sobre los Navegantes holandeses; en los escritos de La Harpe y de Calancha.

El poeta peruano ha sido aún más feliz en la crónica titulada «Justos y pecadores». Es ésta una pieza digna de elogio por el estilo castizo y elegante en que está escrita, y por la manera como trata el asunto, verdadero episodio dramático que bien se presta a una novela de considerables dimensiones. Hace algún tiempo que leímos ese escrito, y no teniendo de él sino algunos fragmentos, no podemos analizarlo.

Palma, hijo de sus obras, se ha labrado una posición a fuerza de inteligencia y de laboriosidad, y si es digno de aplauso por sus producciones políticas y literarias, mayores elogios merece por su hidalguía, su franqueza y su modestia. El poeta ilustrará su nombre con nuevas obras, y mientras tanto nosotros le repetiremos: Sic te diva potens Cypri!25

J. M. Torres Caicedo

(En El Mercurio, Lima, lunes 25 ene. 1864, año 11, 378, pp. 3, col. 6, y 4, cols. 1-3, sec. «Variedades»).

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