lunes, 28 de junio de 2010

Un Maquiavelo criollo

(Episodios contemporáneos)

-¡Nada, mi señor tradicionista! -decíame ayer mi amigo don Restituto, vejete con más altos y bajos que la Constitución del 60, y con unas tijeras que así cortan al hilo como al sesgo-, déjese usted de filosofía palabrera y aténgase a mi regla, que es la de que con sólo pautas torcidas se hacen renglones derechos y que la línea curva es la más corta. Más seguro se llega rodeando, que por el atajo. Ésa es mi matemática social y tente perro.

-Pero, señor mío, ¿está usted loco?

-Así hubiera muchos locos como yo y menos cuerdos como usted, y el mundo caminaría mejor. ¿Cree usted, señor poeta, que cuando un prójimo me insulta soy yo de los tontos que se echan sobre él y le rompen la jeta? ¿Cómo había yo de incurrir en esa vulgaridad? Al que nos infiere un mal no hay sino estimularlo para que persevere en ese camino, que a la larga él tropezará y se lo llevará el demonio. Yo soy de la escuela de Maquiavelo el florentino y de Pajarito el limeño.

-Soy todo orejas, señor don Restituto. Cuénteme usted la historia de ese Pajarito.

-Pues páseme usted los fósforos y un trabuquito. Empiezo.

Pero como no acertaría a copiar fielmente el relato de mi amigo, será mejor y para mí más cómodo que tomando de él lo substancial, escriba la cosa en mi lacónico y corriente estilo.

Pajarito era, en 1871, el físico del batallón..., del cual era primer jefe el coronel M. G., soldado bravo como el león de las selvas, de avinagrado carácter y que en la vida social trascendía siempre a cuartel.

Enfermose una noche un hijo del coronel, y en el conflicto de proporcionarse en el acto médico que lo atendiera, creyó el padre que podía contar con los servicios del físico de su batallón. Envió a las volandas un soldado a casa de Pajarito; pero éste no quiso abandonar el regalo de las sábanas, y contestó:

—207→

-Dile al coronel que me dispense, porque un atroz romadizo me imposibilita para salir a estas horas, y con la garita y al condenado frío que hace, a la calle.

El arrogante coronel, al imponerse de la excusa de su subalterno, se mordió los labios, jurando para sus adentros vengarse más tarde de Pajarito.

Pocos meses después, el presidente de la República, coronel Balta, en las postrimerías ya de su administración, decidió ascender a todos los cirujanos de tropa que comprobaran no haber recibido adelanto en los últimos cuatro años.

Pajarito, físico de segunda clase y con ocho años de antigüedad en el empleo, presentose con su expediente bien aparejado; y el coronel Palta decretó que por el ministerio se le expidiese título de cirujano de primera. Contento como un sábado de gloria salió de palacio el ascendido, fuese al cuartel, comunicó la noticia a los oficiales y los convidó una cervezada.

Impúsose de la novedad el coronel, y encaminándose al ministerio, dio tan desfavorables informes sobre la ciencia y suficiencia de Pajarito, que el presidente de ta República revocó su decreto. Regresó el jefe al cuartel, y creyendo ahogarle el gozo al físico, le disparó a quemarropa y sin andarse con repulgos este trabucazo:

-Doctorcito, vengo de palacio y le he dicho a su excelencia que usted no sirve para el hígado ni para el bazo. Por consiguiente, lo del ascenso se aguó por ahora, y... ¡muela usted vidrios con dos codos!

-Muchas gracias, mi coronel -contestó con flema Pajarito-. Así lo habrá encontrado usía justo y conveniente. ¡Paciencia!

Aquí el maravillado fue el coronel; pues creyendo darle al físico un sofocón y un berrinche de mil diablos, se encontró con que éste recibía la mala nueva con una pachorra digna de Job el cachazudo

Cuando se retiró el coronel, uno de los capitanes le dijo al Pajarito:

-¡Hombre de Dios! Usted no tiene sangre en las venas, sino aguachirle. ¿Cómo ha podido usted quedarse tan fresco?

-Oiga usted, mi capitán. Iba yo una tarde por la plazuela de Santa Ana, cuando un negro, más borracho que guinda en alcohol, me apabulló el sombrero.

-Por supuesto que usted le rompería la crisma con su bastón.

-¡Quia! No, señor. Mi bastón era un bejuquillo débil; yo soy un hombre enclenque, como a la vista está, y el negro era diez veces más fuerte que yo. Al echarla de guapo, tras el desperfecto de mi sombrero habría salido con los huesos hechos harina. No soy tan torpe. Lo que hice fue sonreírme, meter mano al bolsillo, sacar una libra esterlina y alargársela —208→ al borracho, diciéndole: «¡Qué diantre de negro tan bufón! Toma para que a mi salud empines algunas copas», y fui a colocarme en acecho tras la esquina. El negro se envalentonó con esto, y calculando que si obtenía igual provecho por cada insolencia que tuviera con las personas decentes en breve sería dueño de un caudal, redobló su atrevimiento y desacato con los transeúntes, hasta que se encontró con uno de la cáscara amarga, el cual le aplicó tanta leña que lo hizo pedir pita, regándole los clientes por el suelo como cuentas de rosario. Acudieron los celadores, llevándose al negro al hospital con la cabeza rota, un brazo desencuadernado y dos costillas hundidas. El garroteador fue preso a la comisaría hasta que se esclareciesen las cosas. Ya ve usted, pues, que sin más gasto que el de una esterlina y sin riesgo de andar en reconcomios con la justicia, me vi vengado en regla del ultraje. Pues bien: si yo ahora hubiera levantado moño al coronel, le habría dado en la yema del gusto, y ya estaría el pobre cirujano preso en la prevención del cuartel, con sumario a cuestas y en vísperas de que, por una orden general ignominiosa, le limpiasen el comedero. No, capitán, yo sé lo que hago. Que crezcan los humos del coronel, que en camino va de tenerlos más que una chimenea, y ya se encontrará con la horma de su zapato.

Meses después, el 27 de julio de 1872, Lima presenciaba un espectáculo horrible. De una de las vigas de la torre de la catedral, en reparación por entonces, pendía una cuerda en cuyo extremo se balanceaba el cuerpo de uno de los coroneles revolucionarios.

Pajarito, confundido entre la inmensa y apiñada muchedumbre, miraba con ojos azorados al cadáver, murmurando:

-¡Como el borracho! ¡Como el borracho!... ¡Pobre coronel!

Un montonero

(A Hildebrando Fuentes)

La batalla de Huamachuco, último y heroico esfuerzo del patriotismo peruano contra el engreído vencedor en Chorrillos y Miraflores, se libró el 10 de julio de 1883.

Poco más de dos mil peruanos, a las órdenes del general Cáceres, con armamento desigual, escasos de municiones y careciendo de bayonetas, emprendieron desesperado ataque sobre los dos mil chilenos de la aguerrida y bien provista división mandada por el coronel Gorostiaga.

Esta fuerza llegó a encontrarse en situación aflictiva; y su derrota se habría consumado si, al estrecharse ambos combatientes, hubieran podido los peruanos oponer bayonetas a bayonetas.

La hecatombe fue horrible: no hubo cuartel. Como en Miraflores, hubo repase de heridos.

Los peruanos tuvieron mil doscientos muertos; esto es, el sesenta por ciento de sus fuerzas, y los chilenos ciento setenta bajas.

Chile tendría justicia en considerar la de Huamachuco como una de las más espléndidas victorias alcanzadas por su ejército, si el mismo coronel Gorostiaga no se hubiera encargado de rebajar los quilates del triunfo.

Gorostiaga, al ordenar el fusilamiento de Florencio Portugal y de otros jefes y oficiales que reclamaban las preeminencias de prisioneros, declaró —204→ que los vencidos eran montoneros y no soldados, y que, como a tales montoneros, los consideraba fuera de las leyes de la guerra.

Victoria de soldados disciplinados sobre montoneros es victoria barata y de la que no hay por qué enorgullecerse.

¿Los laureles de la gloria se hicieron acaso para ceñir la frente de un vulgar vencedor de montoneros?

Y sin embargo, esa matanza de cobardes montoneros mereció que Gorostiaga alcanzase los entorchados de general, ¡premio honroso para el jefe que vence a tropas regulares, y no a turbas sin organización ni disciplina!

El jefe chileno, en su parte oficial, confiesa que combatió contra un verdadero cuerpo de ejército, que maniobraba con perfecta instrucción en la táctica, y que estaba sometido a la rigurosa disciplina de cuartel. Honrose allí el chileno vencedor honrando a los soldados vencidos.

Pero Gorostiaga necesitaba disculpar ante el mundo su ferocidad felina, su insaciable sed de sangre; vengarse del terror que tuvo al ver sus batallones casi en derrota, y estampa la palabra montoneros, sin tener en cuenta que, al estamparla, empequeñece la valentía de los suyos y su propio merecimiento.

Ahora véase que sólo los hombres de la legendaria Esparta sabían morir por su patria tan heroicamente como los montoneros de Huamachuco9.

El 14 de julio un soldado chileno, que vagaba por una de las quebradas, —205→ oyó ligeros quejidos exhalados por un joven que yacía en tierra.

-Acércate -le dijo el caído-, soy el coronel Leoncio Prado... Pon el cañón de tu rifle sobre mi frente, y dispara.

El soldado, sorprendido ante esa energía de espíritu, se alejó en busca de sus compañeros, y en una camilla condujo al herido al cuartel general de Huamachuco.

Leoncio Prado tenía una pierna hecha astillas por un balazo.

Gorostiaga dispuso que inmediatamente se pusiera al prisionero en capilla, y en ella (dice el escritor chileno a quien seguimos fielmente en este relato) estuvo Prado en tan alegre conversación como si se hallara en su propio campamento.

Cuando vio que ya se presentaban para fusilarlo, pidió una taza de café, y al probarlo dijo:

-Hacía tiempo que no gustaba un café tan exquisito.

Y volviéndose al oficial que mandaba los tiradores chilenos, preguntó:

-¿A qué hora emprenderé el viaje para el otro mundo?

-Cuestión de minutos -contestó el oficial.

-Pues bien: pido una gracia, y es que se me permita mandar el fuego.

-No hay inconveniente.

-¿Tienen capellán las fuerzas chilenas?

-No, señor.

-¡Paciencia!... He hecho lo que he podido por mi patria, y moriré contento.

En seguida pidió que, en vez de dos tiradores, se colocaran cuatro, y que le apuntasen dos al corazón y dos a la cabeza. Acordada esta nueva gracia, dijo:

-Al concluir la taza de café se me harán los puntos; y al dar con la cuchara un golpe en el pocillo, se hará fuego.

Y continuó tomando reposadamente su café.

Ninguna idea triste nublaba su rostro. Veía sin zozobra agotarse el dulce líquido, sabiendo que en el último sorbo estaba la amargura.

—206→

Debió tranquilo el último trago, tocó con energía la cuchara en el pocillo, y cuatro balas diestramente dirigidas lo hicieron dormir el sueño eterno.

Francisco Bolognesi

La respuesta de Bolognesi

I

Eran las primeras horas de la mañana del sábado 5 de junio de 1880.

Los rayos del tibio sol matinal caían sobre las paredes azules de una casita de modesta apariencia, situada en la falda del cerro de Arica y en dirección a la calle real del puerto.

Un soldado del batallón granaderos de Tacna, con el rifle al brazo, hacía su facción de centinela en la puerta de la casita.

Quien hubiera penetrado en la pieza principal, que mediría diez metros de largo por seis de ancho, habría visto por todo humildísimo mueblaje una tosca mesa de pino, obra reciente del carpintero del Manco Capac; unos pocos sillones desvencijados, y ana gran banca con pretensiones de sofá, trabajo del mismo escoplo y martillo. Al fondo y cerca de una ventana aún entornada había una de esas ligeras camas de campaña que para nosotros, sibaritas de la ciudad, sería lecho de Procusto, más que mueble de reposo para el fatigado cuerpo.

—198→

Sentado junto a la mesa en el menos estropeado de los sillones, y esgrimiendo el lápiz sobre un plano que delante tenía, hallábase aquella mañana un anciano de marcial y expansivo semblante, de pera y bigote canos, mirada audaz y frente despejada. Vestía pantalón de paño grana con cordoncillo de oro, paletot azul con botones de metal militarmente abrochado, y kepis con el distintivo de jefe que ejerce mando superior.

Era el coronel Francisco Bolognesi.

No nos proponemos escribir la biografía del noble mártir de Arica; pues por bellas que sean las páginas de su existencia, la solemne majestad de su último día las empequeñece y vulgariza. En su vida de cuartel y de salón vemos sólo al hombre que profesaba la religión del deber, al cumplido caballero, al soldado pundonoroso; pero sus postreros instantes nos deslumbran y admiran como las irradiaciones espléndidas de un sol que se hunde en la inmensidad del Océano.

II

Un capitán avanzó algunos pasos hacia la mesa, y cuadrándose militarmente dijo:

-Mi coronel, ha llegado el parlamento del enemigo.

-Que pase -contestó Bolognesi, y se puso de pie.

El oficial salió, y pocos segundos después entraba en la sala un gallardo jefe chileno que vestía uniforme de artillero. Era el sargento mayor don Cruz Salvo.

-Mis respetos, señor coronel -dijo, inclinándose cortésmente el parlamentario.

-Gracias, señor mayor. Dígnese usted tomar asiento.

Salvo ocupó el sillón que le cedía Bolognesi, y éste se sentó en el extremo del sofá vecino. Hubo algunos segundos de silencio que al fin rompió el parlamentario diciendo:

-Señor coronel, una división de seis mil hombres se encuentra casi a tiro de cañón de la plaza...

-Lo sé -interrumpió con voz tranquila el jefe peruano-; aquí somos mil seiscientos hombres decididos a salvar el honor de nuestras armas.

-Permita usted, señor coronel -continuó Salvo-, que le observe que el honor militar no impone sacrificio sin fruto; que la superioridad numérica de los nuestros es como de cuatro contra uno; que las mismas ordenanzas militares justifican en su caso una capitulación, y que estoy autorizado para decirlo, en nombre del general en jefe del ejército de Chile, que esa capitulación se hará en condiciones que tanto honren al vencido como al vencedor.

—199→

-Está bien, señor mayor -repuso Bolognesi sin alterar la impasibilidad de su acento-; pero estoy resuelto a quemar el último cartucho.

El parlamentario de Chile no pudo dominar su admiración por aquel soldado, encarnación del valor sereno, y que parecía fundido en el molde de los legendarios guerreros inmortalizados por el cantor de la Ilíada. Clavó en Bolognesi una mirada profunda, investigadora, como si dudase de que en esa alma de espartano temple cupiera resolución tan heroica. Bolognesi resistió con altivez la mirada del mayor Salvo, y éste, levantándose, dijo:

-Lo siento, señor coronel. Mi misión ha terminado.

Bolognesi, acompañó hasta la puerta al parlamentario, y allí se cambiaron dos ceremoniosas cortesías. Al transponer el dintel volvió Salvo la cabeza, y dijo:

-Todavía hay tiempo para evitar una carnicería..., medítelo usted, coronel.

Un relámpago de cólera pasó por el espíritu del gobernador de la plaza, y con la nerviosa inflexión de voz del hombre que se cree ofendido de que lo consideren capaz de volverse atrás de lo una vez resuelto, contestó:

-Repita usted a su general que quemaré hasta el último cartucho8.

III

Minutos más tarde Bolognesi convocaba para una junta de guerra a los principales jefes que le estaban subordinados. En ella les presentó, sin —200→ exagerarlo, el sombrío y desesperante cuadro de actualidad, y después de informarlos sobre la misión del parlamentario, les indicó su decisión de quemar hasta el último cartucho, contando con que esta decisión sería también la de sus compañeros de armas.

El entusiasmo como el pánico han sido siempre una chispa eléctrica. La palabra desaliñada, franca, tranquila y resuelta del jefe de la plaza halló simpática resonancia en aquellos viriles corazones. El hidalgo Joaquín Inclán y el intrépido Justo Arias, dos viejos coroneles en quienes el hielo de los años no había alcanzado a enfriar el calor de la sangre; el tan caballeresco como infortunado Guillermo More; el circunspecto jefe de detall Mariano Bustamante, y el impetuoso comandante Ramón Zavala, fueron los primeros, por ser también los de mayor categoría militar, en exclamar: «¡Combatiremos hasta morir!».

Y la exclamación de ellos fue repetida por todos los jefes jóvenes, como los dos hermanos Cornejo, Ricardo O'Donovan, Armando Blondel, casi un niño, con la energía de un Alcides, y el denodado Alfonso Ugarte, gentil mancebo que en la hora del sacrificio y perdida toda esperanza de victoria clavó el acicate en los flancos del fogoso corcel que montaba, precipitándose caballo y caballero desde la eminencia del Morro en la inmensidad del mar. ¡Para tan gran corazón, sepulcro tan inconmensurable!

Y todos, Inclán, Arias, More, Zavala, Bustamante, los Cornejo, O'Donovan y Blondel, en la tan sangrienta como gloriosa hecatombe de Arica, hecatombe que mi pluma rehúsa describir porque se reconoce impotente para pintar cuadro de tan indescriptible grandeza, todos, a la vez que Francisco Bolognesi, cayeron cadáveres mirando de frente el pabellón de la patria y balbuceando en su última agonía el nombre querido del Perú.

IV

La única satisfacción que nos queda a los que sabemos aquilatar el valor de las almas heroicas, es ver cómo los pueblos convierten en objeto de su cariño entusiasta, dándoles con el transcurso de los años proporciones gigantescas, a los hombres que supieron llevar hasta el sacrificio y el martirio el cumplimiento del deber patriótico. Manifestaciones espontáneas del sentimiento público, que se extienden más allá de la tumba, nos revelan que la superioridad se impone de tal modo, que cuando se abate para siempre una existencia como la de Francisco Bolognesi, el espíritu que se desprende del cuerpo inerte es imán que atrae y cautiva el amor y el respeto de generaciones sin fin.

El coronel Bolognesi fue uno de esos hombres excepcionales, que llegan a una edad avanzada con el corazón siempre joven y capaz de apasionarse —201→ por todo lo noble, generoso y grande. Su gloriosa muerte es un ideal moral que vive y le sobrevivirá al través de los siglos, para alentarnos con el recuerdo de su abnegación heroica de patricio y de soldado.

Nosotros conocimos y tratamos a Bolognesi ya en la nebulosa tarde de su existencia; pero para nuestros hijos, para los hombres del mañana, que no alcanzaron la buena suerte de estrechar entre sus manos la encallecida y vigorosa diestra del valiente patriota, su nombre resonará con la pudorosa vibración del astro que se rompe en mil pedazos.

De nadie como de Francisco Bolognesi pudo decir un poeta:

«Si tu afán era subir

y alzarte hasta el infinito

ansiando dejar escrito

tu nombre en el porvenir,

bien puedes en paz dormir,

bajo tu sepulcro, inerte,

mientras que la patria, al verte,

declara enorgullecida

que si fue hermosa tu vida

fue más hermosa tu muerte».

Este artículo motivó otro en la prensa chilena, al cual dio el tradicionista la contestación que sigue:

Respuesta a una rectificación

El señor coronel del ejército chileno don D. J. de la Cruz Salvo ha tenido a bien publicar en El Mercurio de Valparaíso un artículo rectificatorio del que escribí en el folleto que el 28 de julio dio a luz la Sociedad Administradora da la exposición. Estimando los corteses elogios con que me favorece el señor Salvo, paso a contestarle, sin propósito, se entiende, de sostener polémica; que para ella, ni las múltiples atenciones que el servicio de la Biblioteca Nacional me impone, ni lo decaído de mi salud me dejan campo.

Entre la narración que hace el señor Salvo de la conferencia de Arica y la que yo hice, no hay otra diferencia sino la de que aquélla es larga y minuciosa, y la mía lacónica o sintética, como cuadraba a la índole literaria de mi trabajo. No veo, pues, el objeto de la rectificación en esa parte. Con distintas palabras, en el fondo, el señor Salvo y yo hemos escrito lo mismo.

Pasemos al único punto serio.

Niega el señor Salvo que en la respuesta dada por el coronel Bolognesi al —202→ jefe parlamentario hubiera habido la frase quemaré hasta el último cartucho. Muertos en el combate casi todos los jefes peruanos que asistieron a la junta de guerra, con excepción de los comandantes Roque Sanz Peña, Marcelino Varela y Manuel C. de la Torre, apelo al testimonio de éstos. El comandante Sanz Peña la ha consignado en el brillante artículo que ha poco publicó en Buenos Aires.

Por el mes de junio de 1880, toda la prensa del Perú y de Chile se ocupó de la histórica frase. Recientes estaban los hechos, y aquella era la oportunidad en que el señor Salvo, tan celoso hoy, a los cinco años de la conferencia, por salvar la verdad histórica, debió haber escrito la rectificación que mi pobre artículo le ha inspirado.

En cuanto al calificativo de vulgares que el señor coronel Salvo da a las palabras del inmortal batallador del Morro de Arica, permítame que le niegue competencia para tan decisivo fallo. Así como las obras del espíritu se juzgan sólo con el espíritu, así los arranques del patriotismo se aprecian con el corazón y no con la cabeza: se sienten y no se discuten. En la proclama de Nelson, en Trafalgar -«la Inglaterra espera que todo buen inglés cumplirá con su deber»- no puede caber más llaneza. El famoso -¡Qu'il mourut!- de Corneille, en los Horacios, es una exclamación de encantadora sencillez. En un soldado de la educación de Bolognesi, nada más natural y espontáneo que su respuesta: quemaré hasta el último cartucho.

Y a propósito, y por vía de ampliación, quiero terminar refrescando la memoria del señor coronel Salvo, con la copia de unas pocas líneas de la página 1125, tomo III de la Historia de la guerra del Pacífico, por Benjamín Vicuña Mackenna, volumen impreso en Chile a fines de 1881.

Dice así el historiador chileno:

«Llegado el parlamentario a la presencia del jefe de la plaza, la conferencia fue breve, digna y casi solemne de una y otra parte. Entablose el siguiente diálogo, que conservamos en el papel desde una época muy inmediata a su verificación, y que, por esto mismo, fielmente copiamos: -Lo oigo a usted, señor -dijo Bolognesi con voz completamente tranquila. -Señor -contestó Salvo-, el general en jefe del ejército de Chile, deseoso de evitar derramamiento inútil de sangre, después de vencido en Tacna el grueso del ejército aliado, me envía a pedir la rendición de esta plaza, cuyos recursos, en hombres, víveres y municiones, conoce. -Tengo deberes sagrados y los cumpliré quemando el último cartucho. -Entonces está cumplida mi misión -dijo el parlamentario levantándose, etc., etc.».

En la página 1127 pone el señor Vicuña Mackenna una que, a la letra, dice: «la intimación de Arica me fue referida por el mayor Salvo a los pocos días de su llegada a Santiago, en junio de 1880, conduciendo en el —203→ Itata a los prisioneros de Tacna y del Morro, y la hemos conservado con toda la fidelidad de un calco».

Ya verá el señor coronel Salvo que yo no he escrito un romance, ni dado pábulo a mi fecunda imaginación, como tiene la amabilidad de afirmarlo en su artículo rectificatorio. Si Bolognesi no pronunció la vulgaridad de quemaré el último cartucho en tal caso, ateniéndonos a Vicuña Mackenna y desdeñando otros informes y documentos oficiales, sería el mismo coronel Salvo, y no yo, el inventor de esa (para mí y para el sentimiento patriótico de los peruanos) bellísima y épica vulgaridad.

Ricardo Palma

Lima, septiembre 18 de 1885

La conspiración de capitanes

(A Vicente Riva Palacio, en Méjico)

I

Con el nombre de conspiración de capitanes bautizose en 1845 un colosal proyecto de revolución que, a haberse realizado, habría puesto lo de abajo arriba y vuelto el país de adentro para fuera como calcetín de pobre.

Yo la llamaría la conspiración de los poetas, porque mucho de poético hubo en el programa de los afiliados. Van ustedes a convencerse.

Con motivo de nuestro desastre bélico en Ingavi, se le encajó entre ceja y ceja a la juventud que militaba en el ejército, que la derrota se debía exclusivamente a la corrupción, perfidia, rivalidades y ambiciones de los militares viejos; y que si bien éstos hicieron la independencia patria, en cambio fueron los creadores de la guerra civil, siendo obra suya la anarquía en que desde 1828 vivía el Perú. Los escándalos, ignominia y atraso del país eran cosecha obligada de la mala semilla sembrada por ese cardumen de sanguijuelas del Tesoro público.

La juventud, para no hacerse cómplice del pasado, devolver su empañado lustre a la noble carrera de las arenas y castigar con mano de hierro la inmortalidad y el crimen, debía unirse en logia secreta, madurar sus planes y dar el golpe sobre seguro.

Todo militar que invistiese las clases de general, coronel o comandante, —192→ era para los de la logia regeneradora un pecador empedernido; y sin misericordia, ni santo o padrino que le valiese, debía ser fusilado. No podía caber honradez, valor, ilustración, talento, virtud ni mérito alguno en hombres que por angas o por mangas habían contribuido a entronizar la política de Gamarra, que fue el primer caudillo de motín que tuvo la patria nueva y el que fundó cátedra de anarquía y bochinche.

Para los de la logia cada general, coronel o comandante, a pesar de las charreteras, relumbrones y entorchados, no pasaba de ser un escapado de presidio, un racimo de horca o un complemento de banquillo patibulario. Degollina con ellos o cuatro onzas de plomo entre pecho y espalda.

Como eso de leyes y constitucionalidad no pasaba de ser una especie de ratonera con queso rancio, en la que caen pericotillos inocentuelos para que los gatos saquen el vientre de mal año, los de la logia proclamaban la dictadura de un joven, y ¡abajo antiguallas!, que de la juventud es el porvenir, y sólo los muchachos saben hacer bien y en regla las cosas. Los viejos ni siquiera sirven para dar hijos tullimos a la patria, que bien los ha menester.

So capa de ciencia, suficiencia y experiencia, buenos petardos le han traído al Perú los tales vejestorios. Los mancebos de la logia resolvieron declarar a la vejez en cesantía eterna, y que todos los puestos públicos se repartiesen entre la gente moza. Así, cuando gobernasen los muchachos, lo primero que tendría que hacer un pretendiente no sería comprobar competencia para el buen desempeño de un destino, sino exhibir su partida de bautismo. A los hombres de cuarenta a cuarenta y cinco, así como por caridad y para que no muriesen de gazuza, se les ocuparía en empleos subalternos, como amanuenses o portapliegos. Después de los —193→ cuarenta y cinco, ni para portero sería ya útil un prójimo. Así, y para no experimentar sinsabores y agravios, lo mejor que podría hacer todo peruano sería morirse antes de llegar a los cincuenta.

En lo sucesivo no habría en el Perú generales ni comandantes, porque estos títulos llevaban en sí encarnado el virus de todo lo malo. ¡Basta de langostas! En lo sucesivo no habría en el escalafón militar más que capitanes y tenientes: esto es (digo yo y perdóneseme la comparación), los mismos mastines, con sólo dos collarines.

El dictador sería un capitán, irresponsable y con facultades omnímodas para hacer y deshacer a su antojo. Estaba ya designado para el ejercicio de las autocráticas funciones el capitán don Juan Ayarza, natural de Ayacucho, y para su secretario general el capitán don Manuel Tafur, limeño, que murió últimamente, en la clase de coronel, en la batalla de Huamachuco librada contra los chilenos.

Decididamente, con este gobierno íbamos a ser los peruanos tan archifelices que daríamos dentera a todas las naciones del universo mundo.

Y esa poética locura tomaba de día en día tal incremento, y era el secreto tan sacramentalmente guardado entre los setenta y nueve capitanes y tenientes comprometidos, que sólo por una casualidad, que llamaremos providencial, pudo el gobierno poner las manos en la masa y desbaratar el pastel.

Historia de un cañoncito

(A Leopoldo Díaz, en Buenos Aires)

Si hubiera escritor de vena que se encargara de recopilar todas las agudezas que del ex presidente gran mariscal Castilla se refieren, digo que habríamos de deleitarnos con un libro sabrosísimo. Aconsejo a otro tal labor literaria, que yo me he jurado no meter mi hoz en la parte de historia que con los contemporáneos se relaciona. ¡Así estaré de escamado!

Don Ramón Castilla fue hombre que hasta a la Academia de la Lengua le dio lección al pelo, y compruébolo con afirmar que desde más de veinte años antes de que esa ilustrada corporación pensase en reformar la ortografía, decretando que las palabras finalizadas en ón llevasen ó acentuada, el general Castilla ponía una vírgula tamaña sobre su Ramón. Ahí están infinitos autógrafos suyos corroborando lo que digo.

Si ha habido peruano que conociera bien su tierra y a los hombres de su tierra, ese indudablemente fue don Ramón. Para él la empleomanía era la tentación irresistible y el móvil de todas las acciones en nosotros, los hijos de la patria nueva.

Estaba don Ramón en su primera época de gobierno, y era el día de su cumpleaños (31 de agosto de 1849). En palacio había lo que en tiempo de los virreyes se llamó besamano, y que en los días de la república y para diferenciar se llama lo mismo. Corporaciones y particulares acudieron al gran salón a felicitar al supremo mandatario.

Acercose un joven a su excelencia y le obsequió en prenda de afecto un dije para el reloj. Era un microscópico cañoncito de oro, montado sobre una cureñita de filigrana de plata: un trabajo primoroso; en fin, una obra de hadas.

-¡Eh! Gracias..., mil gracias por el cariño -contestó el presidente, cortando las frases de la manera peculiar suya, y solo suya.

-Que lo pongan sobre la consola de mi gabinete -añadió, volviéndose a uno de sus edecanes.

El artífice se empeñaba en que su excelencia tomase en sus manos el dije, para que examinara la delicadeza y gracia del trabajo; pero don Ramón se excusó diciendo:

-¡Eh! No..., no..., está cargado..., no juguemos con armas peligrosas...

—190→

Y corrían los días, y el cañoncito permanecía sobre la consola, siendo objeto de conversación y de curiosidad para los amigos del presidente, quien no se cansaba de repetir:

-¡Eh! Caballeros..., hacerse a un lado..., no hay que tocarlo..., el cañoncito apunta..., no sé si la puntería es alta o baja..., está cargado..., un día de estos hará fuego..., no hay que arriesgarse..., retírense..., no respondo de averías...

Y tales eran los aspavientos de don Ramón, que los palaciegos llegaron a persuadirse de que el cañoncito sería algo más peligroso que una bomba Orsini o un torpedo Withehead.

Al cabo de un mes el cañoncito desapareció de la consola, para ocupar sitio entre los dijes que adornaban la cadena de reloj de su excelencia.

Por la noche dijo el presidente a sus tertulios:

-¡Eh! Señores..., ya hizo fuego el cañoncito..., puntería baja..., poca pólvora..., proyectil diminuto..., ya no hay peligro..., examínenlo.

¿Qué había pasado? Que el artífice aspiraba a una modesta plaza de inspector en el resguardo de la aduana del Callao, y que don Ramón acababa de acordarle el empleo.

Moraleja: los regalos que los chicos hacen a los grandes son, casi siempre, como el cañoncito de don Ramón. Traen entripado y puntería fija. Día menos, día más, ¡pum! lanzan el proyectil.

La Salaverrina

(A Joaquín Palma, en Guatemala)

El 23 de febrero de 1835 un joven de veintiocho años de edad, pues nació en Lima el 2 de mayo de 1806, y que recientemente había obtenido el ascenso a general de brigada, alzaba en la fortaleza del Callao la bandera de la revolución contra el gobierno del presidente constitucional don Luis José de Orbegoso. Al día siguiente el pueblo de Lima armonizó con la causa y principios proclamados por el flamante jefe supremo.

Mal inspirado el gobernante legítimo, solicitó y obtuvo la alianza de nación vecina, y tropas extranjeras con el carácter de aliadas pisaron el territorio peruano. Así desnacionalizó Orbegoso su causa, y la del revolucionario general Salaverry ganó en prestigio, pues toda la juventud se agrupó en torno del pabellón de la patria, simbolizado en el joven caudillo. El país se hizo salaverrino.

Salaverry, inteligente, simpático, honrado y bravo como un Ney o un Murat, un Necochea o un Córdoba, era el ídolo del soldado. La rigurosa disciplina establecida por él en su pequeño ejército, dio por fruto militares pundonorosos y valientes hasta el heroísmo.

En agosto de ese año los dos mil hombres que componían el ejército estaban acantonados en Bellavista, pueblecito situado a dos millas cortas del Callao, donde el general Salaverry con infatigable constancia se ocupaba en ejercicios militares y en los últimos arreglos para emprender campaña contra el invasor.

Salaverry, que en su niñez había sido alumno del conservatorio de música que hasta 1820 tuvieron los agustinos del convento de Lima, encontraba poco bélicas las marchas y pasos dobles que tocaban las dos únicas bandas militares de su ejército, y encargó a los jefes de batallón que estimularan a los músicos mayores para que compusieran algo que enardeciera el ánimo del soldado, arrastrándolo con irresistible impulso a morir defendiendo el honor de su bandera. Él quería otra Mansellesa, otro Himno de Riego, o algo siquiera como el Himno de Bilbao; música, en fin, de esa que hace hervir la sangre en las venas y que crea o improvisa valientes.

Ya en dos ocasiones las bandas militares habían tocado, en la retreta —185→ que dos noches por semana daban a la puerta de la casa ocupada por Salaverry, marchas o pasos dobles, compuestos por músicos reputados en el país; pero el general dijo en tales oportunidades:

-¡Eh! Esa música será muy buena para bailar boleros y zorongos, pero no para que los hombres se hagan matar.

Una noche, sonadas ya las nueve y concluida la retreta, el capitán bajo cuyas órdenes iban las dos bandas, se acercó, como era de ordenanza, al jefe supremo, y cuadrándose militarmente le dijo:

-Mi general, con su permiso van a retirarse las bandas a su cuartel.

-Está bien -contestó lacónicamente Salaverry.

Las dos bandas, al ponerse en movimiento, rompieron en una marcha alegre, entusiasta, en la que había algo de fragor de combate y diana de victoria, marcha guerrera, en fin, que repercutió en los nervios de Salaverry, quien echó a andar tras de los músicos y entró junto con ellos en el cuartel.

-Coronel -dijo, dirigiéndose a Vivanco, que era el subjefe de estado mayor-. ¿Qué músico ha compuesto ese paso de ataque?

-Aquí lo tiene vuecelencia -contestó Vivanco haciendo adelantar a un mulato de veinticinco años y de aspecto simpático, a pesar de que lucía un abdomen como un tambor.

-¿Cómo se llama esta marcha, mi amigo?- le preguntó el jefe supremo, sonriendo ante la obesidad del músico.

-La Salaverrina, mi general.

-¿Y el nombre de usted?

-Manuel Bañón, servidor de vuecelencia.

-Pues, señor Bañón, lo felicito; porque ha compuesto un paso doble que —186→ llevará a mis tropas a la victoria. Desde hoy queda usted nombrado director de las bandas del ejército, con sueldo de capitán. Deme usted la mano.

Y el heroico Salaverry, el ídolo de la juventud limeña, dio una empuñada al humilde músico; y volviéndose al coronel de carabineros de la Guardia, que se alistaba para realizar con doscientos sesenta hombres la ocupación de Cobija, añadió en voz baja:

-Quiroga, toma seis onzas de oro de la caja de tu batallón y obséquiaselas a Bañón.

Y La Salaverrina no se volvió a tocar por las bandas del ejército hasta el 4 de febrero de 1836 en el reñidísimo combate del puente de Uchumayo, en que salió derrotado y herido el general boliviano Rallivián, dejando trescientos quince muertos y doscientos ochenta y cuatro prisioneros. El coronel Cárdenas fue el héroe del combate.

Salaverry ordenó que desde ese día, La Salaverrina del músico limeño Manuel Bañón se conociera con el nombre de El Ataque de Uchumayo.

Ha transcurrido más de medio siglo y el paso doble de Uchumayo sigue siendo el predilecto del soldado peruano.

Aquí deberíamos dar por concluida la tradición; pero habrá lectores que nos agradezcan el que por vía de epílogo les demos a conocer el éxito de la revolución encabezada por Salaverry.

El 7 de febrero, esto es, tres días después del triunfo de Uchumayo, se dio la batalla de Socabaya. Eran las nueve de la mañana cuando la división boliviana del general Sagárnaga rompió fuego de cañón y fusilería sobre los batallones Chiclayo y Victoria, a órdenes del coronel Rivas, que habrían sido arrollados sin la oportuna y vigorosa carga del escuadrón húsares, mandado por el bizarro Lagomarsino, que perdió en ella la mitad de su gente.

—187→

Los cazadores de la Guardia y los cazadores de Lima, mandados respectivamente por los coroneles Oyague y Ríos, se lanzaron con denuedo sobre los tres cuerpos bolivianos que tenían al frente. Oyague y Ríos cayeron muertos a la cabeza de sus batallones.

Los batallones primero y segundo de carabineros, mandado el último por un hermano de Salaverry, se dejaron envolver por los dispersos; y lo mismo sucedió en las filas enemigas con tres cuerpos bolivianos.

Así la infantería peruana como la boliviana desaparecieron del campo.

En este momento dos escuadrones bolivianos cargaron sobre granaderos del Callao, que se desordenó al caer muerto su gallardo coronel don Pedro Zavala, hijo del marqués de Valleumbroso; pero los coroneles Boza y Solar, al frente de los famosos coraceros de Salaverry, dieron tan impetuosa carga sobre la caballería de Santacruz que la desbarataron por completo. En esta arremetida el valiente general Salaverry, lanza en mano, alentaba a sus soldados. La victoria sonreía a los peruanos.

La infantería boliviana estaba en total dispersión y su caballería escapaba a todo correr acosada por los coraceros. Pero al pasar éstos persiguiendo a los enemigos, el batallón sexto de Bolivia, que era el cuerpo de reserva y que estaba oculto y parapetado tras de unas tapias, hizo una descarga cerrada sobre los coraceros, matándoles cuarenta y cinco hombres y convirtiendo en derrota el que los salaverrinos creían asegurado triunfo.

Un despejo en Acho

Fuese porque a los cachimbos o guardias nacionales de la era colonial les brotaran humos de echarla de militaras en forma, o porque razones de alta política que yo no atino a explicarme influyeran en el virrey Abascal, ello es que en los tiempos de éste nació la costumbre de que en las corridas de toros saliese al redondel una compañía de soldados con uniforme de parada a hacer evoluciones, en las que había casi siempre mucho de baile de cuadrillas, con trenzado, balancín y cambio de parejas. A esto se bautizó con el nombre de despejo, y hasta ha poquísimos años, en que a Dios gracias y con sobra de buen sentido por parte del gobierno tan ridícula exhibición se ha proscrito, vimos despojos en que los soldados se arrodillaban, y con flores sacadas de la cartuchera trazaban letras —182→ en el suelo hasta poner un Viva mi amor, que no lo escribiera más lindo pendolista de oficina.

En los tan renombrados toros de la Concordia fue cuando por primera vez los oficiales del batallón de tal nombre, que eran jóvenes acaudalados, del comercio y de la aristocracia limeña, idearon esta mojiganga militar, que fue muy del gusto del público y que hasta nuestros días siguió siéndolo.

A San Martín y Bolívar, que no eran taurófilos, no les convenía indisponerse con el pueblo cortando por lo sano, y muy a su pesar toleraron que los veteranos del ejército continuaran exhibiéndose en la plaza de Acho. Gobiernos posteriores llegaron hasta a conferir ascenso al capitán que ideaba un despejo lucido, en que los militronchos formaban estrellas, triángulos, círculos, pentágonos, y qué sé yo cuántas figuras geométricas.

Verdad que ni entonces ni después faltaron militares que protestasen contra los despejos, considerándolos como depresivos al decoro de la carrera de las armas, que ciertamente no ha sido el ejército creado para divertimiento y solaz de las turbas populares. En el campo de instrucción es en donde únicamente es lícito al soldado evolucionar coram pópulo.

Y de la primera y muy enérgica protesta contra los despejos, es de la que con venia de ustedes voy a ocuparme.

El 8 de diciembre de 1830 un granuja, a quien faltaban cinco meses para cumplir quince años, después de escaparse del colegio de San Fernando, se presentó en Huaura al general San Martín, diciéndole que él también era insurgente y que quería matar godos. El Protector lo agasajó mucho, y lo destinó como cadete en Numancia. En esta clase asistió el muchacho a todas las peripecias del primer sitio del Callao, y el 15 de enero de 1822 recibió el tan anhelado título de oficial.

Zepita, Junín, Ayacucho y su concurrencia al segundo sitio del Callao, en que raro fue el día sin cambio de confites de plomo, hicieron de nuestro hombrecito, a los veinte años cabales, todo un señor capitán con mando de compañía.

Se aproximaba el 3 de septiembre de 1826, día en que Bolívar debía embarcarse para regresar a Colombia, donde las cosas políticas andaban más que turbias por insubordinaciones de Páez, desacatos de Santander y marimorena del Congreso.

El Cabildo de Lima, que siempre fue taurómano, se propuso festejar al Libertador, por vía de despedida, con una función de cornúpetos, y el 1.º de septiembre no había en cuartos, tablado ni galerías asiento sin dueño. Todo Lima estaba allí a las dos en punto de la tarde.

Llegó don Simón con la comitiva palaciega y tomó asiento en la galería del gobierno, mientras las músicas militares lo saludaban tocando el —183→ himno nacional, lo cual, inter nos y en confianza sea dicho, es muy antidemocrático. Esos honores sólo en las monarquías es tolerable que se tributen a la persona del soberano. Mal cuadran a mandatario republicano, y menos en espectáculo populachero. El himno nacional debe ser excluido de actos que no revistan solemnidad, y no es digno de prodigarse.

Vamos al despejo.

Llevando a la cabeza banda de música, que fue a situarse en el templador, salió en columna con su capitán y oficiales, elegantemente uniformados, una compartía del batallón «Legión Peruana», la que luego desplegó en orden de batalla frente a la galería del gobierno, presentando las armas al jefe de la Nación.

El despejo prometía ser de lo bueno lo mejor. El pueblo rompió en atronador palmoteo.

Hecha la presentación de armas cesó la música; y el capitán, a toque de corneta, hizo lo que en tecnicismo militar se llama ejercicio de compañía, tal como diariamente lo practicaba en el patio del cuartel. Terminado el ejercicio, el corneta tocó fajina y los soldados se dispersaron a buscar asiento en el tendido.

¡Por vida de Carracuca, y lo que se arremolinó el respetable público! Eso no era despejo ni cosa que se le pareciese. Eso era insulso, muy insulso. Eso no tenía maldita la gracia. «¡Que me vuelvan mi plata! -¡Empresario ladronazo! -¡Yo he venido por el despejo, y quiero despejo! -¡A robar a Piedras Gordas! -¡Esto es un engaño al público! -¡Que metan en la cárcel a ese capitán! -¡Así no va mi plata!». ¡Dios de Dios y los dicharachos y los sapos y culebras y el toletole y la grita del concurso!

Y en esto salió a la plaza el primer toro, que dio cinco primorosas suertes al capeador de a caballo Esteban Arredondo, con lo que calmada un tanto la efervescencia popular, ya nadie pensó sino en los lances de la lidia.

Sólo Bolívar y La Mar, que estaba sentado a la derecha del Libertador, sonreían durante la algazara, diciendo el último:

-Tiene razón el capitán.

-Pienso como usted, general -contestó bolívar-. La patria no paga soldados para pantomimas.

¡Ah! Me olvidaba de decir a ustedes el nombre del capitancito que tan sutilmente protestó contra los despejes. Ustedes me dispensen la distracción.

Se llamaba Felipe Santiago Salaverry.

Ir por lana y volver trasquilado

(A Adolfo Saldías, en Buenos Aires)

Era una tarde veraniega del año de gracia 1580 y la hora crepuscular.

En casa de Francisco Palomino, macero del Cabildo de ésta tres veces coronada ciudad de los Reyes, hallábanse congregados en torno a una mesa con tapete verde el antedicho Palomino Juan de Ventosilla y Diego de Alcañices, soldados de arcabuceros reales y grandísimos devotos de Santa Picardía, y Pedro Carrosela, un pillete de lo más alquitarado de la truhanería de Lima.

Cubilete en mano, no daban reposo a las muelas de Santa Apolonia sino para de rato en rato aplicar un beso a la botella del tinto riojano.

Un mozo con capote de lamparilla entró en el cuarto, y dirigiéndose al dueño de casa, dijo:

-Don Francisco, ahí lo busca un caballero emperifollado, y dice que salga, que hablarle quiere.

-¡Por los clavos de Cristo! Pase adelante quien fuere, que en pisar mi casa, el mismo rey recibe honra.

Salió el mozo, y a poco entró un embozado de gallarda presencia. Levantose Palomino, y extendiendo la mano, que el desconocido no estrechó, dijo:

-¿En qué puedo servir a vuesa merced?

-Vengo, mi señor don Francisco, a entregarle una carta que me recomendó pusiese en manos propias un su amigo del Cuzco.

Y al dar la carta la dejó, como por torpeza, caer al suelo.

Agachose a recogerla Palomino, a la vez que el visitante sacaba a lucir un garrote, y en menos tiempo del que gasta una vieja en persignarse, le arrimó dos trancazos bárbaros al macero de la ciudad, dejándolo sin sentido.

Se armó una de pe y pe y doble hache. Figúrensela ustedes.

Los tres jugadores desenvainaron las tizonas y se vinieron sobre el alevoso apaleador, que también, charrasca en mano, se puso en actitud de defensa, gritando:

-¡No va nada con vuesas mercedes, caballeros! Yo vine sólo a castigar a Palomino, que tuvo la cobardía de poner la mano sobre el rostro de un —180→ mi deudo, hombre viejo y lisiado y por ello incapaz para cobrar desagravio por su propio brazo.

Pero los camaradas del macero, sin atender a palabras, lo acometieron con brío; y aunque el atacado se defendía con coraje y destreza, al cabo eran tres contra uno y a la larga habían de vencerlo.

Todos los picotazos

van a la cresta...

¡Quiera Dios que mi gallo

salga bien de esta!

Lo calculó Melchor Vázquez, que así se llamaba el hombre del garrote, y logró, batiéndose en retirada, ganar la calle. Sus adversarios no lo persiguieron fuera de la casa, y regresaron a socorrer al maltrecho don Francisco.

En la calle lo esperaba el deudo, y don Melchor, al enfrentarse con él, le dijo:

-Regocíjate, Antonio, que ya está bien castigado ese pícaro por la ofensa que te infirió.

-¿Castigado dices? -contestó el otro, acercándosele, y añadió con espanto-: ¿Y las narices, hombre de Dios?

-¿Qué narices?

-Las tuyas, cristiano.

Levantó Vázquez la mano y pasósela por la ensangrentada caza sin tropezar con la nariz. Ésta había emigrado.

-¡Ca... rráspita! -exclamó-. ¡Me fundieron!

Y como un huracán entrose de nuevo en casa de Palomino en busca de su nariz. Halló ésta tirada en el santísimo suelo y cerca de la puerta.

Cogiola ligeramente con la punta de los dedos, y volvió a salir sin dar tiempo a los compinches de Palomino para nueva embestida.

-¡Me las rebanaron, Antonio! ¡Me las rebanaron! -exclamaba el infeliz desnarizado-. ¡Y lo peor es que ya están frías y no podrá pegármelas el físico!

Y Vázquez y su deudo se fueron a toda prisa donde don Carlos Ballesteros, que era en esa época la filigrana de oro entre los médicos y cirujanos de Lima.

Éste declaró que las narices eran difuntas; que para ellas no había resurrección, y que lo único acertado que podía hacer su ex dueño en obsequio de ellas, era mandarlas enterrar en sagrado.

La rinoplastia estaba todavía en el limbo. Edmundo About no había escrito aún su ingeniosa novela La nariz de un notario.

Aunque el macrobio o centenario don Juan Rodríguez Fresle, en su famoso —181→ libro Carnero, cronicón divertidísimo, dice que Vázquez se mandó fabricar unas narices de barro muy al natural, otro escritor asegura que fueron de cera nicaragüense. A lo que dice el último me atengo.

Melchor Vázquez Campuzano fue en Lima la quinta esencia de la tunantería pasada por alambique. De buen talante, rumboso, espadachín, más alegre que día con sol de primavera, muy mimado por las princesas de a tres cuartillos.

La aventura mal aventurada de las narices tuvo para él, por consecuencia final, la de que su novia, que era una limeñita que calzaba zapaticos que parecían hechos por mano de ángel y para caminar sobre nubes, le expidiera pasaporte en regla y se echara a corresponder las carantoñas y cucamonas del Perico Carrosela, uno de los desnarizadores. La niña era de ésas que con sólo mirarlas, siente un cristiano calambre en las piernas y temblor en la barba. ¡Digo, sería linda! Compadezco al galán que por carencia de narices no pudo disfrutar del perfume de esa rosa pitiminí. Flores tales no las hizo Dios para los chatos.

Melchor Vázquez Campuzano, por miedo, no a los hombres, que buen acero llevaba al cinto para mantenerlos a raya, sino a las pullas con que sobre sus finadas narices y las de flamante reemplazo lo abrumarían las muchachas, se escapó de Lima y fue a sentar sus reales en Santafé de Bogotá, donde tuvo otras aventuras que he leído, relatadas por la galana pluma de Soledad Acosta de Samper.

El rey de los camanejos

(A José María Zuviría, en Buenos Aires)

La sacristía de la iglesia de la Merced en Arequipa se compone de dos salas, una donde se revisten los frailes para ir al templo a celebrar, y que como tal sacristía en poco o nada se diferencia de la de cualquier convento de la cristiandad; y la otra, que podría llamarse antesacristía, es el pasadizo obligado entre la iglesia y el claustro.

Como todo el edificio, la sacristía está construida de calicanto. En el centro de su bóveda hay una claraboya, idéntica a la que se ve en la Penitenciaría de San Pedro en Lima, y cerca de ella un agujero por el que pasa la soga de la campana con que se llama a misa a los fieles.

Los muebles apenas si son dignos de atención; pues se limitan a una rústica banca de madera y a dos confesonarios de la misma estirpe.

Colgados en las paredes hay varios lienzos pintados al óleo; pero de tal antigüedad y tan mal conservados, que ya tendría tarea el que se propusiese descubrir lo que representan.

—174→

Uno de estos cuadros, que se halla sobre la puerta que cae al convento y el único medianamente cuidado, representa a un fraile revestido con los ornamentos de decir misa, con los brazos abiertos y en actitud de pedir auxilio. En la coronilla tiene una herida de la que brota sangre, viéndose manchas de ella en la casulla y el pavimento. Parece que la escena empezó en un altar que se distingue a la derecha, y en el que se notan misal abierto sobre atril, patena, corporal y palmatoria, que indican haber estado el fraile celebrando el Santo Sacrificio cuando fue atacado por otro personaje que se ve a corta distancia en situación de repartir porrazos con un cáliz que en la mano tiene. Este personaje es un caballero vestido con calzón a media pierna, medias de acuchillado, zapatos con virillas de acero y capa flotante de paño veintidoseno de Segovia.

Poniendo punto a este preámbulo indispensable, vamos a la tradición explicatoria del emblemático lienzo. ¡A la mar, agua!

I

Hasta 1823 comía pan en la ciudad del Misti un hidalgo llamado don Pedro Pablo Rosel, nacido en Arequipa e hijo de español empingorotado y de arequipeña aristocrática.

Este sujeto, que había recibido la más esmerada educación que por aquellos tiempos diérase a mozo de buen solar, y que sobre todo tema disertaba con recto criterio, habría pasado hasta por hombre de esclarecido talento y de buen seso, si de vez en cuando no se le escapara este despapucho:

-Yo no soy un cualquiera, ¿estamos?

-¿Quién lo duda, señor Rosel? -le contestaba alguno de sus tertulios.

-Sépase usted, mi amigo -continuaba don Pablo-, que está usted hablando nada menos que con el príncipe heredero del trono de Camaná; pero estos pícaros zambos de los Roseles (que así calificaba a su parentela) me robaron chiquito de palacio, sobornando a las damas de honor, azafatas y meninas de mi madre la reina, y me trajeron a Arequipa.

-¿Y cómo ha llegado Vuestra Majestad a descubrir tamaña villanía?

-Por revelación del Arcángel San Miguel, que en tres ocasiones se me ha aparecido y referídome las cosas de pe a pa. Pero pronto arrojaré del trono al usurpador, y esos zambos de los Roseles verán dónde les da el agua.

Hemos dicho que fuera del tema de su locura, en todo lo demás procedía don Pedro Pablo con juicio que le envidiaran los cuerdos; pues como agricultor y comerciante lo acompañaba el acierto, progresando su hacienda de maravillosa manera.

—175→

Para no encallarse, rozándose con todo el mundo, con mengua de su dignidad de príncipe real, don Pedro Pablo se dejaba ver rara vez por las calles de Arequipa. En su casa y en su intimidad sólo recibía media docena de amigos, a los que tenía apalabrados para futuros ministros del reino, y a fray Francisco Virrueta, del orden de la Merced, arzobispo presunto de Camaná. Todos ellos llevaban el amén al loco manso, discurrían con él sobre un plan de hacienda, en virtud del cual las aceitunas de Camaná valdrían su peso en plata, y disparataban ni más ni menos que si estuvieran en Congreso aderezando proyectos de ley o en Consejo de ministros a la de veras.

Regina, que así se llamaba la hija única de don Pedro Pablo, y que era una muchacha tan seria y formalota que parecía tener una vieja adentro, agasajaba a los tertulies nocturnos de Su Majestad camaneja con una suculenta jícara de chocolate acompañada de bollos. La princesita sabía hacer los honores palaciegos.

Acostumbraba el padre Virrueta decir misa a las cinco de la mañana en la iglesia de la Merced, y entre los pocos asistentes a ella encontrábase con frecuencia don Pedro Pablo, que en varias ocasiones se brindó a servir de ayudante; que era Su Majestad camaneja hombre devoto y respetuoso con la Iglesia, si bien, como Luis XI y Felipe II, sostenía que los monarcas acatando mucho al Pontífice, no deben cederle un palmo en asuntos temporales de patronato.

Una de esas mañanas amaneció el loco manso con la vena gruesa.

Toleró, mordiéndose los labios, que el sacerdote consumiese la Hostia sin pedirle la licencia que a su juicio era de rito cuando se celebraba ante el monarca; pero al ver que el oficiante iba a consumir el sanguis con el mismo desacato y con tanto menoscabo de las regalías del patrono, arrebató el cáliz al padre Virrueta, y dándole con él tan tremendo golpe en la cabeza que casi se la partió en dos, le gritó furioso:

-¡Esa no te la aguanto, fraile mal criado! Te dejé consumir la Hostia sin mi venia, creyendo que por distracción no me la pediste; pero reincides maliciosamente y te castigo como debo. ¡Chupa, fraile mastuerzo!

Y como el loco se hallaba dominado por la furia, quiso seguir menudeando golpes al pobre fraile, que no tuvo más escapatoria que echar a correr. Afortunadamente para él, enredoso su perseguidor en la cadeneta de la campanilla de un altar y cayó al suelo, circunstancia que aprovecharon los asistentes para atar codo con codo a Su Majestad camaneja.

Como era natural, el suceso causó gran alboroto en Arequipa, no sólo por la cabeza rota del mercenario, sino por la irregularidad en que quedó la iglesia por haberse derramado en su pavimento el sanguis. Mientras teólogos y canonistas se ponían de acuerdo con la autoridad eclesiástica para —176→ la rehabilitación del templo, permaneció éste cerrado por algunos meses.

Después de los consiguientes asperges, latinazos y canto llano, dobles y repiques, se dio por nulo y sin valor todo lo sucedido y por limpio y purificado el pavimento de la polluta iglesia.

Terminadas las fiestas de rehabilitación, en las que el padre Virrueta fue el protagonista, acordó la comunidad, por voto unánime, hacer pintar un cuadro que conmemorase el suceso y colocarlo cerca del altar. Pero el padre Virrueta tomó por el susodicho cuadro más ojeriza que Sancho por la manta, y mandó que se le trasladase a la sacristía, donde es probable que permanezca mucho tiempo todavía; porque el cuadrito ha resistido ya más de medio siglo sin sufrir desperfecto por terremotos, incendios y aguaceros. Hasta la polilla y los ratones le tienen miedo y no le hincan diente.

II

Como es de suponer, la locura de Rosel obligó a la familia a adoptar medidas, no sólo para evitar conflictos posteriores, sino también para curarlo, si posibilidad de ello había en los recursos de la ciencia. Pero a pesar de galenos, el loco iba de mal en peor; y poniéndose cada día más furioso, era peligro permanente para vecinos y deudos. Sólo su hija Regina, que no era ninguna señoritinga asustadiza, ejercía algún dominio sobre él.

Se acordó definitivamente por la familia conducir a don Pedro Pablo a una casita de campo, que en el pago de San Isidro, a una milla de la ciudad, poseía el alienado; pero como Regina no quiso consentir en que la traslación se hiciera encerrando a su padre en una jaula, hubieron de confabularse autoridad, deudos y médicos para arbitrar expediente en que la violencia, el rigor o la camiseta de fuerza quedaran excluidos.

Una mañana llegó a casa de Rosel un alférez de carabineros reales con seis soldados lujosamente cabalgados y equipadas, el que haciendo genuflexiones y cortesías dijo:

-Majestad, vengo enviado por vuestros leales vasallos de Camaná para poner en vuestro augusto conocimiento que el trono está vacante, y que todos gimen y suspiran porque os presentéis cuanto antes y libertéis a la patria de ambiciosos y usurpadores que se disputan la corona. Si fuera vuestra sacra y real voluntad poneros en camino ahora mismo, brava y lucida escolta os ofrezco.

El rey, dando a besar su mano al emisario, contestó:

-Levántate, marqués de la Buena Nueva, que hacerte merced quiero por tu fidelidad pura con tu soberano. Mi reino me llama, y a su llamamiento —177→ acudiré con presteza. Nos pondremos en marcha después de refocilar el estómago. Regina, el almuerzo.

En la mesa no anduvo corto el flamante marqués en pintar el entusiasmo de los camanejos por su monarca, pintura que escuchó éste con aire de eso y mucho más me merezco.

-Ya veremos cómo hacer felices a esos pobres diablos -parecía decir la sonrisa bonachona de Su Majestad don Pedro Pablo I de Cumaná.

Al salir al patio, uno de los soldados, hincando una rodilla en tierra, le presentó un caballo soberbiamente enjaezado. El monarca, poniendo la regia planta en el estribo, le preguntó:

-¿Cómo te llamas?

-Marcos Quispe Condorí, taitai -contestó el soldado, que era un indio rudo de la Puna.

-Pues algo ha de tocarte en la distribución de mis reales mercedes, Marcos Quispe Condorí. Te hago desde hoy caballero de espuela dorado, libre de todo pecho y anata.

-Dios te lo pague, taitai.

Y la comitiva emprendió el camino de la Amargura en dirección al Calvario.

Faltaba una cuadra para llegar a la casita de campo, cuando se presentaron de improviso hasta veinte hombres arrasados de escopetas y sables mohosos, gritando «¡muera el rey!».

El marqués de la buena Nueva y sus seis jinetes, al grito de «¡viva el rey!» arremetieron sobre los sediciosos, y éstos contestaron a escopetazos. La zinguizarra no parecía de mentirijillas.

¿Qué creerán ustedes que hizo Su majestad? Pues, señores, tuvo el buen sentido y la grandeza de ánimo (que los caudillos cuerdos nunca tuvieron) de sacar su pañuelo blanco, y con voz alterada por una gran emoción, gritó:

-Me rindo, hijos míos, y que no se derrame sangre por mi causa.

Decididamente, sólo un loco es capaz de abnegación tamaña.

Los vencedores se apoderaron de don Pedro Pablo y lo encerraron en un cuarto, remachándole antes al pie izquierdo una cadena sujeta por aro de fierro a la pared.

Regina acompañó a su pobre padre en el cautiverio. Probablemente la pérdida de la batalla (y con ella el destronamiento y la prisión) influyeron favorablemente en el sistema nervioso de Rosel; pues lo abandonó todo arrebato de furia, volviendo a su locura inofensiva de erigir que se le tratase con la consideración debida a un rey en desgracia. Algo más: sentado en un sillón de baqueta de Cochabamba, recibía a sus arrendatarios, con quienes después de arreglar cuentas, hablaba juiciosamente sobre —178→ el regadío y la sementera. También sus amigos los ex ministros iban a visitarlo en ratos perdidos, maravilla de que no podrá alabarse ningún poderoso caído: «En tiempo de higos, abundan los amigos; pero en tiempo agreste, nos huyen como de la peste».

Sólo el padre Virrueta le guardó al loco, que casi lo descalabra, perpetra inquina. Su paternidad era durillo de entrañas.

En su última enfermedad, creyose que Rosel había recobrado toda la lucidez de la razón; pues rechazó el tratamiento de majestad, protestando de semejante locura. El médico y el confesor, persuadidos de que el moribundo gozaba de cabal juicio, convinieron en que se le administrase el Viático, sacramento que don Pedro Pablo pedía con instancia.

Trajeron, pues, al Santísimo con acompañamiento de medio Arequipa, que Rosel fue vecino servicial, honrado y muy querido. Pero al oír música y la campanilla, preguntó el enfermo qué ruido era ese: contestándole el confesor que era la Majestad Divina que venía a despedirlo para la eternidad, quedose Rosel un rato pensativo, y con voz que apagaba ya la muerte, murmuró como hablando consigo mismo:

-¡Bien! Que pase... Se juntarán dos Majestades.

Con tan clara prueba de que la locura era persistente, supondrá el lector que el cura regresó sin administrar el Viático.

Como en 1823 no existía aún El Comercio ni diario alguno noticioso, no he podido averiguar si el rey de los camanejos mereció o no honores fúnebres de sus súbditos.

—[173]→

El rey de los camanejos

(A José María Zuviría, en Buenos Aires)

La sacristía de la iglesia de la Merced en Arequipa se compone de dos salas, una donde se revisten los frailes para ir al templo a celebrar, y que como tal sacristía en poco o nada se diferencia de la de cualquier convento de la cristiandad; y la otra, que podría llamarse antesacristía, es el pasadizo obligado entre la iglesia y el claustro.

Como todo el edificio, la sacristía está construida de calicanto. En el centro de su bóveda hay una claraboya, idéntica a la que se ve en la Penitenciaría de San Pedro en Lima, y cerca de ella un agujero por el que pasa la soga de la campana con que se llama a misa a los fieles.

Los muebles apenas si son dignos de atención; pues se limitan a una rústica banca de madera y a dos confesonarios de la misma estirpe.

Colgados en las paredes hay varios lienzos pintados al óleo; pero de tal antigüedad y tan mal conservados, que ya tendría tarea el que se propusiese descubrir lo que representan.

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Uno de estos cuadros, que se halla sobre la puerta que cae al convento y el único medianamente cuidado, representa a un fraile revestido con los ornamentos de decir misa, con los brazos abiertos y en actitud de pedir auxilio. En la coronilla tiene una herida de la que brota sangre, viéndose manchas de ella en la casulla y el pavimento. Parece que la escena empezó en un altar que se distingue a la derecha, y en el que se notan misal abierto sobre atril, patena, corporal y palmatoria, que indican haber estado el fraile celebrando el Santo Sacrificio cuando fue atacado por otro personaje que se ve a corta distancia en situación de repartir porrazos con un cáliz que en la mano tiene. Este personaje es un caballero vestido con calzón a media pierna, medias de acuchillado, zapatos con virillas de acero y capa flotante de paño veintidoseno de Segovia.

Poniendo punto a este preámbulo indispensable, vamos a la tradición explicatoria del emblemático lienzo. ¡A la mar, agua!

I

Hasta 1823 comía pan en la ciudad del Misti un hidalgo llamado don Pedro Pablo Rosel, nacido en Arequipa e hijo de español empingorotado y de arequipeña aristocrática.

Este sujeto, que había recibido la más esmerada educación que por aquellos tiempos diérase a mozo de buen solar, y que sobre todo tema disertaba con recto criterio, habría pasado hasta por hombre de esclarecido talento y de buen seso, si de vez en cuando no se le escapara este despapucho:

-Yo no soy un cualquiera, ¿estamos?

-¿Quién lo duda, señor Rosel? -le contestaba alguno de sus tertulios.

-Sépase usted, mi amigo -continuaba don Pablo-, que está usted hablando nada menos que con el príncipe heredero del trono de Camaná; pero estos pícaros zambos de los Roseles (que así calificaba a su parentela) me robaron chiquito de palacio, sobornando a las damas de honor, azafatas y meninas de mi madre la reina, y me trajeron a Arequipa.

-¿Y cómo ha llegado Vuestra Majestad a descubrir tamaña villanía?

-Por revelación del Arcángel San Miguel, que en tres ocasiones se me ha aparecido y referídome las cosas de pe a pa. Pero pronto arrojaré del trono al usurpador, y esos zambos de los Roseles verán dónde les da el agua.

Hemos dicho que fuera del tema de su locura, en todo lo demás procedía don Pedro Pablo con juicio que le envidiaran los cuerdos; pues como agricultor y comerciante lo acompañaba el acierto, progresando su hacienda de maravillosa manera.

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Para no encallarse, rozándose con todo el mundo, con mengua de su dignidad de príncipe real, don Pedro Pablo se dejaba ver rara vez por las calles de Arequipa. En su casa y en su intimidad sólo recibía media docena de amigos, a los que tenía apalabrados para futuros ministros del reino, y a fray Francisco Virrueta, del orden de la Merced, arzobispo presunto de Camaná. Todos ellos llevaban el amén al loco manso, discurrían con él sobre un plan de hacienda, en virtud del cual las aceitunas de Camaná valdrían su peso en plata, y disparataban ni más ni menos que si estuvieran en Congreso aderezando proyectos de ley o en Consejo de ministros a la de veras.

Regina, que así se llamaba la hija única de don Pedro Pablo, y que era una muchacha tan seria y formalota que parecía tener una vieja adentro, agasajaba a los tertulies nocturnos de Su Majestad camaneja con una suculenta jícara de chocolate acompañada de bollos. La princesita sabía hacer los honores palaciegos.

Acostumbraba el padre Virrueta decir misa a las cinco de la mañana en la iglesia de la Merced, y entre los pocos asistentes a ella encontrábase con frecuencia don Pedro Pablo, que en varias ocasiones se brindó a servir de ayudante; que era Su Majestad camaneja hombre devoto y respetuoso con la Iglesia, si bien, como Luis XI y Felipe II, sostenía que los monarcas acatando mucho al Pontífice, no deben cederle un palmo en asuntos temporales de patronato.

Una de esas mañanas amaneció el loco manso con la vena gruesa.

Toleró, mordiéndose los labios, que el sacerdote consumiese la Hostia sin pedirle la licencia que a su juicio era de rito cuando se celebraba ante el monarca; pero al ver que el oficiante iba a consumir el sanguis con el mismo desacato y con tanto menoscabo de las regalías del patrono, arrebató el cáliz al padre Virrueta, y dándole con él tan tremendo golpe en la cabeza que casi se la partió en dos, le gritó furioso:

-¡Esa no te la aguanto, fraile mal criado! Te dejé consumir la Hostia sin mi venia, creyendo que por distracción no me la pediste; pero reincides maliciosamente y te castigo como debo. ¡Chupa, fraile mastuerzo!

Y como el loco se hallaba dominado por la furia, quiso seguir menudeando golpes al pobre fraile, que no tuvo más escapatoria que echar a correr. Afortunadamente para él, enredoso su perseguidor en la cadeneta de la campanilla de un altar y cayó al suelo, circunstancia que aprovecharon los asistentes para atar codo con codo a Su Majestad camaneja.

Como era natural, el suceso causó gran alboroto en Arequipa, no sólo por la cabeza rota del mercenario, sino por la irregularidad en que quedó la iglesia por haberse derramado en su pavimento el sanguis. Mientras teólogos y canonistas se ponían de acuerdo con la autoridad eclesiástica para —176→ la rehabilitación del templo, permaneció éste cerrado por algunos meses.

Después de los consiguientes asperges, latinazos y canto llano, dobles y repiques, se dio por nulo y sin valor todo lo sucedido y por limpio y purificado el pavimento de la polluta iglesia.

Terminadas las fiestas de rehabilitación, en las que el padre Virrueta fue el protagonista, acordó la comunidad, por voto unánime, hacer pintar un cuadro que conmemorase el suceso y colocarlo cerca del altar. Pero el padre Virrueta tomó por el susodicho cuadro más ojeriza que Sancho por la manta, y mandó que se le trasladase a la sacristía, donde es probable que permanezca mucho tiempo todavía; porque el cuadrito ha resistido ya más de medio siglo sin sufrir desperfecto por terremotos, incendios y aguaceros. Hasta la polilla y los ratones le tienen miedo y no le hincan diente.

II

Como es de suponer, la locura de Rosel obligó a la familia a adoptar medidas, no sólo para evitar conflictos posteriores, sino también para curarlo, si posibilidad de ello había en los recursos de la ciencia. Pero a pesar de galenos, el loco iba de mal en peor; y poniéndose cada día más furioso, era peligro permanente para vecinos y deudos. Sólo su hija Regina, que no era ninguna señoritinga asustadiza, ejercía algún dominio sobre él.

Se acordó definitivamente por la familia conducir a don Pedro Pablo a una casita de campo, que en el pago de San Isidro, a una milla de la ciudad, poseía el alienado; pero como Regina no quiso consentir en que la traslación se hiciera encerrando a su padre en una jaula, hubieron de confabularse autoridad, deudos y médicos para arbitrar expediente en que la violencia, el rigor o la camiseta de fuerza quedaran excluidos.

Una mañana llegó a casa de Rosel un alférez de carabineros reales con seis soldados lujosamente cabalgados y equipadas, el que haciendo genuflexiones y cortesías dijo:

-Majestad, vengo enviado por vuestros leales vasallos de Camaná para poner en vuestro augusto conocimiento que el trono está vacante, y que todos gimen y suspiran porque os presentéis cuanto antes y libertéis a la patria de ambiciosos y usurpadores que se disputan la corona. Si fuera vuestra sacra y real voluntad poneros en camino ahora mismo, brava y lucida escolta os ofrezco.

El rey, dando a besar su mano al emisario, contestó:

-Levántate, marqués de la Buena Nueva, que hacerte merced quiero por tu fidelidad pura con tu soberano. Mi reino me llama, y a su llamamiento —177→ acudiré con presteza. Nos pondremos en marcha después de refocilar el estómago. Regina, el almuerzo.

En la mesa no anduvo corto el flamante marqués en pintar el entusiasmo de los camanejos por su monarca, pintura que escuchó éste con aire de eso y mucho más me merezco.

-Ya veremos cómo hacer felices a esos pobres diablos -parecía decir la sonrisa bonachona de Su Majestad don Pedro Pablo I de Cumaná.

Al salir al patio, uno de los soldados, hincando una rodilla en tierra, le presentó un caballo soberbiamente enjaezado. El monarca, poniendo la regia planta en el estribo, le preguntó:

-¿Cómo te llamas?

-Marcos Quispe Condorí, taitai -contestó el soldado, que era un indio rudo de la Puna.

-Pues algo ha de tocarte en la distribución de mis reales mercedes, Marcos Quispe Condorí. Te hago desde hoy caballero de espuela dorado, libre de todo pecho y anata.

-Dios te lo pague, taitai.

Y la comitiva emprendió el camino de la Amargura en dirección al Calvario.

Faltaba una cuadra para llegar a la casita de campo, cuando se presentaron de improviso hasta veinte hombres arrasados de escopetas y sables mohosos, gritando «¡muera el rey!».

El marqués de la buena Nueva y sus seis jinetes, al grito de «¡viva el rey!» arremetieron sobre los sediciosos, y éstos contestaron a escopetazos. La zinguizarra no parecía de mentirijillas.

¿Qué creerán ustedes que hizo Su majestad? Pues, señores, tuvo el buen sentido y la grandeza de ánimo (que los caudillos cuerdos nunca tuvieron) de sacar su pañuelo blanco, y con voz alterada por una gran emoción, gritó:

-Me rindo, hijos míos, y que no se derrame sangre por mi causa.

Decididamente, sólo un loco es capaz de abnegación tamaña.

Los vencedores se apoderaron de don Pedro Pablo y lo encerraron en un cuarto, remachándole antes al pie izquierdo una cadena sujeta por aro de fierro a la pared.

Regina acompañó a su pobre padre en el cautiverio. Probablemente la pérdida de la batalla (y con ella el destronamiento y la prisión) influyeron favorablemente en el sistema nervioso de Rosel; pues lo abandonó todo arrebato de furia, volviendo a su locura inofensiva de erigir que se le tratase con la consideración debida a un rey en desgracia. Algo más: sentado en un sillón de baqueta de Cochabamba, recibía a sus arrendatarios, con quienes después de arreglar cuentas, hablaba juiciosamente sobre —178→ el regadío y la sementera. También sus amigos los ex ministros iban a visitarlo en ratos perdidos, maravilla de que no podrá alabarse ningún poderoso caído: «En tiempo de higos, abundan los amigos; pero en tiempo agreste, nos huyen como de la peste».

Sólo el padre Virrueta le guardó al loco, que casi lo descalabra, perpetra inquina. Su paternidad era durillo de entrañas.

En su última enfermedad, creyose que Rosel había recobrado toda la lucidez de la razón; pues rechazó el tratamiento de majestad, protestando de semejante locura. El médico y el confesor, persuadidos de que el moribundo gozaba de cabal juicio, convinieron en que se le administrase el Viático, sacramento que don Pedro Pablo pedía con instancia.

Trajeron, pues, al Santísimo con acompañamiento de medio Arequipa, que Rosel fue vecino servicial, honrado y muy querido. Pero al oír música y la campanilla, preguntó el enfermo qué ruido era ese: contestándole el confesor que era la Majestad Divina que venía a despedirlo para la eternidad, quedose Rosel un rato pensativo, y con voz que apagaba ya la muerte, murmuró como hablando consigo mismo:

-¡Bien! Que pase... Se juntarán dos Majestades.

Con tan clara prueba de que la locura era persistente, supondrá el lector que el cura regresó sin administrar el Viático.

Como en 1823 no existía aún El Comercio ni diario alguno noticioso, no he podido averiguar si el rey de los camanejos mereció o no honores fúnebres de sus súbditos.