miércoles, 27 de junio de 2012

El lenguaje coloquial y el humor en las Tradiciones en salsa verde de Ricardo Palma

Flor María Rodríguez-Arenas

University of Southern Colorado

Estados Unidos

Le mando mis Tradiciones en salsa verde, confiando en que tendrá usted la discreción gente mojigata, que se escandaliza no con las acciones malas sino con las palabras crudas. La moral no reside en la epidermis.

La colección de Tradiciones de Palma reunidas bajo el título Tradiciones en salsa verde11 (1901) se diferencia de las series conocidas, que el autor peruano publicara, por poseer una característica diferenciadora: el empleo de palabras y dichos procaces como aspecto —70→ sobresaliente de los relatos. La lectura de estos textos suscitó una reacción fuerte de Enrique Anderson Imbert (1953), quien además de calificarlos negativamente: «Ninguna de las Tradiciones en salsa verde es artísticamente valiosa [...]? La mayoría de ellas están construidas sobre meros juegos de palabrotas o con viles anécdotas. Sus héroes son de monstruosa anatomía: sólo existen de la cintura para abajo» (271); condenó con severidad al Palma que realizó esta labor escritural: «el anciano se hunde en la pornografía como un niño que chapalea en el fango» (271).

Ante esta reacción, Daniel R. Reedy (1966), después de analizar brevemente los textos y demostrar cada uno de los aspectos en que ellos se relacionan con la obra general del «Tradicionista», disiente: «no encontramos suficiente fundamento en las Tradiciones en salsa verde para justificar esa crítica adversa del profesor Anderson Imbert. Sin embargo, compartimos su juicio de que no se pueden condenar estas obras solamente porque sus rasgos más salientes sean el humorismo grosero e imágenes escabrosas» (75).

El juicio de Reedy es acertado, las Tradiciones en salsa verde, marcadas por la zafiedad y la inverecundia, explicitan la manera en que Palma, como ya lo dijimos en otra ocasión (Rodríguez-Arenas 1996): «se sirvió tanto de la historia oficial escrita como de la historia popular de la gente común: el refrán, el chisme, los hechos cotidianos» (394) y, por tanto, del habla coloquial para realizar su producción escritural. «La labor de estudiar la obra de un escritor decimonónico latinoamericano de esta envergadura, no es la de reducir sus textos a un sentido unidimensional, sino la de identificar los rasgos que le confieren su dinamismo y productividad peculiares» (395).

La obra general de Palma caracterizada por la sátira, la ironía, la burla, las insinuaciones es heredera de una práctica escritural, cuyos representantes más notables en el Perú colonial fueron: Rosas de Oquendo, Valle Caviedes y Terralla y Landa. Además, el empleo de chistes obscenos, gracias procaces y la utilización de recursos de agudeza de doble sentido son de larga tradición en la literatura peninsular; en el Siglo de Oro sólo hay que recordar el humor escatológico expresado por Quevedo en diversas obras como: Epístolas del caballero de la Tenaza, Gracias y desgracias del ojo del culo o Carta de un cornudo a otro intitulada El siglo del cuerno. Con estos antecedentes, es extraño que por razones algo ridículas de pudor erudito se excluya de la vasta producción palmista o se deje de lado el análisis de esta colección de —71→ textos; ya que en ellos se representa la inverecundia que caracteriza tanto al lenguaje coloquial como la actuación de la gente, lo que contribuye a captar mejor el espíritu de una época y un lugar.

Ahora, el humor es a menudo una forma de juego que libera de las presiones de la vida diaria; de ahí que al intercambiar chistes la gente eluda las represiones culturales a que se halla sometida (Strean 1993, 4). Normalmente, mediante este tipo de enunciados lingüísticos se alivian pensamientos y fantasías sexuales, agresividades y prohibiciones, sin temor de que haya represalias sociales (Strean 1993, XII). Pero para que se entienda este humor, para que se produzca lo cómico que conduce a la risa, se necesita que quienes se hallan involucrados en esta clase de comunicación compartan el mismo trasfondo lingüístico, la misma historia cultural y entiendan la manera de interpretar la experiencia de quien emite esos mensajes (Nash 1987, 9).

Los buenos humoristas gustan de los juegos de palabras; puesto que las palabras ofrecen muchas oportunidades de diversión y una manera de entretenerse con las palabras es mediante los chistes. Generalmente, éstos son narraciones breves (Freud 1960, 10), marcados por la ironía y por la sorpresa repentina; asimismo, muchas veces emplean en su comunicación palabras procaces o de doble sentido que al comprenderse originan el humor. Normalmente, éste se produce como un estímulo que mueve resortes intelectuales y que requiere de cierta complicidad entre los involucrados en esa comunicación; al interpretarse esta situación surge una respuesta esperada y esterotipada: la risa.

De la misma forma, el lenguaje caracterizado por la procacidad, por lo general tiene como función el burlarse o reírse de alguien a quien se considera superior o diferente o a quien se detesta o se odia, pero al que abiertamente no se le dice o no se le puede decir lo que se siente. Esta animosidad se manifiesta en los relatos, cuyo humor es producto del sarcasmo o la irrisión que se hace de alguien. Freud explica que este tipo de humor no es inocente, tiene uno de dos propósitos: la hostilidad (cuyo objetivo es la agresión, la sátira o la defensa) o la obscenidad (que sirve para exponer a alguien o algo públicamente) (1960, 114-115).

La hostilidad que conlleva un chiste verde indica impulsos negativos hacia quien es objeto de la burla. Con ese tipo de lenguaje se disminuye a la persona, se la vuelve inferior, despreciable o cómica; este menoscabo produce el gozo, que satisface algunos de los impulsos negativos que originaron la emisión del lenguaje obsceno (véase Freud —72→ 1960, 123-124). Este tipo de humor es considerado sádico, porque el vencedor hiere, agrede triunfalmente a quien hace objeto de su mofa (Strean 1993, 31).

Normalmente, el lenguaje obsceno, «verde», se relaciona con temas sexuales y está dirigido a una persona particular por la que se siente algún tipo de atracción o repulsión12. Para que se acepte la indecencia con humor, debe presentarse como un chiste; de esta forma va marcada por la alusión, que al descifrarse y reconstruirse en la imaginación produce una obscenidad directa. El humor que origina este tipo de chiste satisface un instinto (bien lujurioso u hostil), ya que existe un obstáculo que se interpone en el camino; con ese lenguaje se supera la dificultad y se deriva placer de ese objeto o fuente inalcanzable. Cuando se manifiesta el rechazo abierto, la censura de la grosería no encubierta, se debe a la «represión» originada por la sociedad o a la alta educación (véase Freud 1960, 119-120).

Del mismo modo, para que el humor se entienda, deben tenerse en cuenta los siguientes aspectos:

1) «Las experiencias humorísticas se originan en la percepción de una incongruencia: ideas, imágenes o hechos que ordinariamente unidos no tienen sentido». 2) «El humor generalmente se aprecia en dos etapas: primero se percibe la incongruencia y luego se resuelve». 3) «El humor es una respuesta entretenida a una incongruencia». 4) «La percepción de la incongruencia es subjetiva. Se basa en el conocimiento, las expectativas, los valores y las normas del que la percibe». 5) Puesto que la presentación de una imagen particular o de una idea puede producir el humor y depende de la concepción de los valores que se tengan; la creación y el uso del humor son un ejercicio de poder: el humor es una fuerza controladora que moldea las respuestas y las actitudes de los otros».

(Lewis 1989, 14).

—73→

También, el lenguaje coloquial, la lengua viva conversacional, que llevó a Dámaso Alonso a afirmar al escribir unas palabras para la presentación del libro El español coloquial: «me revela un mundo que está dentro de mí, y que a la par me rodea. [...] esta maravilla diaria, el lenguaje, enraizado en nuestras vidas, nuestra marca de hombres» (en Beinhauer 1978, 7), son los giros, las expresiones que usa el hablante para asegurar la atención del interlocutor, para denunciar su simpatía o antipatía, para demostrar ironía, para injuriar o simplemente para evidenciar su sorpresa o su estado de ánimo. A esto debe agregarse que las expresiones obscenas «tratándose de gentes educadas, su uso presupone siempre una cierta intimidad» (Beinhauer 1978, 409).

Con estos postulados en mente, todos ellos, elementos estructuradores de las Tradiciones en salsa verde, se analizarán los relatos y la función que el lenguaje procaz posee en su estructura para producir el humor en los siguientes textos de la colección: «Otra improvisación del Ciego de la Merced», «La misa a escape», «¡Tajo o Tejo!», «Pato con arroz», «El clavel disciplinado», «Fatuidad humana» y «La moza del gobierno».

Estos textos poseen estructuras diferentes: «Otra improvisación del Ciego de la Merced» y «La misa a escape» son poemas. El tema común de los dos es la crítica al clero. El primero de ellos es una sátira a la disparidad irónica entre las ideas morales y la práctica de éstas que hacen los religiosos: «Señor, Dios, que nos dejaste / por patrimonio y herencia / la pobreza y la indigencia / cosas que tú tanto amaste / si era tan buena la cosa / allá a tu mansión gloriosa / do los ángeles se mueven / que no juegan, que no beben / ni fornican a una moza / ¿Por qué no te las llevaste?» (Palma 1973, 32)13.

El título del texto dice que es una nueva «improvisación del Ciego de la Merced». En la tradición «Un calembour», se identifica a éste como: «Fray Francisco de Castillo, más generalmente conocido como el Ciego de la Merced, fue un gran repentista o improvisador; su popularidad era grande en Lima, allá por los años de 1740 a 1770» (29).

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Reconocido por su habilidad de marcar la palabra con la chispa rápida y muchas veces inverecunda, pero fundamentada en la realidad, el texto presenta un supuesto reclamo del fraile a Dios sobre uno de los votos perpetuos que observan las comunidades religiosas: el de la «pobreza».

Este voto se presenta en el romance con la dualidad que se supone deben vivir en las comunidades religiosas: «pobreza e indigencia»: [pobreza] una disposición interior, una actitud del alma e [indigencia] una condición económica y social. No obstante, la hipotética queja del Ciego expresa y finalmente demanda lo opuesto a lo que la doctrina religiosa de esas instituciones explicita: los frailes son hombres, con necesidades corporales y deseos (bebida, diversión, sexo) como cualquier otro humano. Las imposiciones que se les hacen a través de los votos de «pobreza, castidad y obediencia» son para la «mansión gloriosa / do los ángeles se mueven» no para simples y míseros mortales como él y sus compañeros de comunidad.

La ironía que finalmente produce el humor se manifiesta en la serie de incongruencias que se hallan en la presuntamente ingenua pregunta que hace el hablante poético. En ella, se contrastan los ángeles (recursos del simbolismo religioso) vs. los hombres (religiosos); los primeros son espíritus sin cuerpo, su vida está exenta de condiciones terrenas: «Que no juegan, que no beben / ni fornican a una moza»; mientras los frailes con toda su humanidad sienten estas necesidades, estos deseos, pero muchas veces no los logran realizar por la penuria en que el voto de pobreza los mantiene sometidos. En los versos se oponen: espíritu vs. materia, para destacar la sustancia de que están hechos los hombres.

Al resolverse la incongruencia, entre lo que imponen los votos religiosos y lo que reclama el fraile, surge el humor de índole claramente anticlerical y se produce el fenómeno fisiológico que es la risa. El humor puede ser un arma o una trampa; puesto que contribuye a que el personaje representado se vea ridiculizado y menguado; así, al convertirlo en objeto de la burla, se disminuye su valor. Este empequeñecimiento es una reconvención social, que refuerza las nociones aceptadas de lo que es propio o normal.

La fuerza retórica que adquiere el humor empleado en el texto del Ciego de la Merced ayuda a expresar y a promover juicios de valor. El análisis de la incongruencia sugiere que el humor que produce el texto implica valores no únicamente en virtud de su contenido, sino como —75→ consecuencia de lo que se hace con ese contenido. Freud nota que una agudeza, con su invitación al placer, a la diversión, soborna al receptor a tomar algún partido sin analizar demasiado (véase 1960, 102). Detrás del nivel alerta de conciencia y funcionando como un recurso artificial y ampliamente seductivo, apoyado y refrendado sintácticamente por la rima de los versos, el humor ejerce influencia sobre la identificación que se haga con un grupo o una situación o con el apoyo que se le dé. Por eso, no es difícil aceptar la amoralidad que involucran las palabras del fraile; situación que puede cambiar, según sea la disposición del lector hacia el tema, al analizar con más profundidad el contenido; ya que se puede sonreír por la vergüenza que se siente al oír la insolencia o por conformidad ante las situaciones establecidas (véase Lafave 1996, 81).

El segundo poema: «La misa a escape» presenta ya en el título una locución adverbial (a todo correr) que califica la rapidez y la brevedad con que se celebra el rito: «De Bogotá era obispo / Monseñor Cuero / que fue un sabio y un santo / de cuerpo entero. / Su misa para el pueblo, / poco duraba, / pues en cinco minutos / la despachaba; / porque del Evangelio / nunca leía / sino un par de versículos, / y así decía: / Perdona, Evangelista, / si más no leo; / basta de pendejadas / de San Mateo» (57).

En «El carajo de Sucre», tradición de la misma colección, se menciona al mismo personaje: «Quizás tienen ustedes noticia del obispo Cuero, arzobispo de Bogotá y que murió en olor de santidad; pues su ilustrísima, cuando el Evangelio de la misa era muy largo, pasaba por alto algunos versículos, diciendo: Éstas son pendejadas del Evangelista y por eso no las leo» (16-17). La situación se reitera en los dos textos, en prosa y en verso, casi con iguales palabras. Sin embargo, en el texto en prosa, la rapidez se refiere a la lectura de los Evangelios, mientras que en el poema, es el ritual de la misa el que se abrevia.

Ambos escritos exponen la actuación pública de un clérigo de alta posición: obispo metropolitano, visto como un docto y venerable religioso, conocedor de los textos sagrados, a quien por sus actos en vida, la Iglesia le concede la calidad de soberanamente perfecto y lo considera uno de los elegidos para recibir premios eternos. Como pastor y guía su función primordial era la de servir de maestro y modelo para su grey; no obstante, la actitud que se presenta textualmente se opone por completo a lo que dicen de él los calificativos con que se lo denomina posteriormente; en los escritos, era un mal mensajero, que creaba una atmósfera no propicia para la difusión de las buenas nuevas del Evangelio, —76→ puesto que vulneraba el carácter divino y con esa actitud promovía la violación de la calidad sagrada de los mensajes.

El religioso reforzaba los hechos con palabras profanas muy comunes, que por el contexto de situación, por la codificación y la emisión explicitaban una actividad comunicativa intencional: «Basta de pendejadas / de San Mateo». El calificativo posee en el texto uno de los significados que por extensión ya tenía en el siglo XVI la acepción, proveniente de «pendejo14: estúpido, mal sujeto» (Corominas 1997, IV: 459). No obstante el traslado semántico, el calificativo emitido en ese momento específico del ritual era irreverente, degradaba el mensaje religioso y lo reducía a necedad.

El comienzo del poema explicita presuposiciones semánticas sobre la calidad de persona que se supone era y debía ser el arzobispo: «Que fue un sabio y un santo / de cuerpo entero»; supuestos que hasta ese momento el receptor acepta para salvar la normalidad del mensaje. La incongruencia se presenta con el contenido de la segunda parte; ya que éste muestra que la primera parte carece de verdad. En esta sección se ha deslizado una circunstancia pragmática que tiene consecuencias interesantes, porque destruye los presupuestos de normalidad que se habían establecido. Al proferir ese calificativo originariamente obsceno, al emitir ese acto de habla15, la esencia del que lo emite cambia16.

El humor se manifiesta cuando el fraile califica de esa manera los Evangelios, porque se produce una fuerte ironía entre el emisor, lo que emite y la calidad de lo que lee. Si la intención de engendrar humor falla, lo que se muestra es la ausencia de identificación con el personaje, surgiendo así la censura y el rechazo. El tipo de humor que se observa en este texto sirve para menoscabar y, al mismo tiempo, redefinir la relación entre los grupos sociales mencionados en el poema: los religiosos y el pueblo. En este mismo nivel, el poema expone, mediante la ironía, otra censura, esta vez de índole social, dirigida contra los bogotanos que veneraban a este clérigo elevándolo a una calidad completamente opuesta a la que demostraba con sus actos y con sus palabras.

—77→

La tradición «¡Tajo o Tejo!» relata una discrepancia entre un comediante y el apuntador en un ensayo de una comedia del Siglo de Oro que se realizaba «por los años de 1680» en Lima. El primero dice el verso: «Alcázar que sobre el Tejo», pero el segundo lo corrige «-¡Tajo, Tajo!»; la situación se repite nuevamente, hasta que el actor finalmente accede a hacer el cambio, pero antes advierte: «sea como usted dice, pero ya verá lo que resulta». Así procede a declamar la siguiente redondilla: «Alcázar que sobre el Tajo / blandamente te reclinas / y en sus aguas cristalinas / te ves como en un espajo» (24-25).

Obviamente al oírse la composición en su totalidad, el apuntador hace referencia al Río Tajo17, donde se edificó el famoso Alcázar de Toledo; pero el nombre español del río no funciona dentro de la rima que debe poseer la redondilla; ya que tiene que existir equivalencia acústica entre los sonidos a partir de la vocal acentuada en las dos últimas palabras de los versos 1 (nombre del río) y 4 («espejo») para que se cumpla el propósito expresivo que posee en el poema; por eso, al obedecer al apuntador y trocar la vocal del nombre del río, el comediante debe modificar la vocal de «espejo», convirtiendo el vocablo en «espajo» para que se produzca el efecto poético que debe existir. Lo que el cómico y el consueta al parecer desconocen, es que la grafía del nombre del mismo río en portugués es «Tejo», vocablo empleado por el autor de la comedia para que rimara con «espejo» y así crear ese elemento característico de la realización poética.

Con la confusión en el nombre y la destrucción tanto de la rima como del significado de la estrofa, el actor reacciona: «¿Ya lo ve usted, so carajo, / como era Tejo y no Tajo?». Ante lo cual, aquél, sin darse por vencido, contesta: «Pues disparató el poeta. / ¡Puñeta!» (25). Hasta este momento, la tensión ha ido aumentando por la incertidumbre sobre la palabra que debía emplearse; posteriormente al verse el contexto del poema y resolverse la incongruencia, se pasa en seguida a la exclamación que articula el actor, la cual toma por sorpresa; puesto que no se espera esa fuerte reacción expletiva: «so18 carajo19»; obviamente como está en cuestión la rima de un poema, para que el dicterio sarcástico llegue con —78→ violencia al apuntador, también concuerdan en semejanza de sonido a partir de la última vocal acentuada los dos vocablos, el del insulto: «carajo» y el de la confusión: «Tajo». El humor se refuerza con la nueva sorpresa producida por la rapidez con que el apuntador sin capitular le responde al actor con otra rima, seguida de una nueva procacidad con la que contesta la agresión: «Pues disparató el poeta. / ¡Puñeta!20»; así con picardía y, a la vez, con hostilidad le regresa con mayor ímpetu el insulto al cómico. Este intercambio de improperios expone las expectativas y los valores de los involucrados en ese tipo de comunicación; pero requiere que los oyentes participen de las mismas expectativas, valores y normas para que se entienda y se produzca el humor.

El actor denigra doblemente al apuntador con la función injuriosa de «so» y la invectiva sexual con que lo moteja. Por lo cual no es complicado entender la hostilidad con que retorna el ataque el segundo hombre, cuyo objetivo además de la agresión es la defensa (véase Freud 1960, 123-124). El apuntador al verse agredido doblemente y reducido a un órgano sexual, con gran presteza y habilidad devuelve el dicterio diminuyendo sádicamente al otro al mostrarlo despreciable por la acción que implican sus palabras.

El humor manifestado con el lenguaje frecuentemente se presenta mediante capas o niveles, para así producir efecto al combinar sonidos, vocabulario y sintaxis, como sucede en esta «tradición». En el relato, la tensión surge al insinuarse una posible confusión sexual con el cambio de vocal en «espajo»; posteriormente al entenderse la incongruencia, el campo léxico se incrementa con rapidez hasta llevar a un intercambio verbal en que los dos personajes se liberan de la agresividad al demostrar su resentimiento, sin ningún riesgo a ser sancionados; esta reciprocidad les proporciona un mecanismo social que evita tanto la violencia y a la vez les facilita ventilar el enfado. El sonido y el léxico tienen un efecto retórico al aumentar el suspenso, que lleva a la reacción de la risa al entenderse el sagaz ingenio con que responde el agredido.

Ahora, en la tradición «Pato con arroz», la voz narrativa presenta al barbero don Macario, a Chomba (Gerónima), la esposa y a Manonga (Manuela), la hija; sobre ésta explicita: «era una chica de muy buen mirar, vista de proa, y de mucho culebreo de cintura y nalgas, vista de popa» —79→ (46); mientras que del padre dice: «sin ser un borracho habitual, nunca hizo ascos a una copa de moscorrofio [...], aunque pobre, era obsequioso para los amigos que su domicilio honraban, condenaba a muerte una gallina o un pavo del corral y entre la madre y la hija, improvisaban una sabrosa merienda o cuchipanda» (46).

Una noche, Macario sorprende a su hija escapándose de la casa con un hombre. Al enfrentar al agresor, «después de las exclamaciones, gritos y barullo del caso», el padre lo amenaza con una golpiza si no se casa con Manuela; pero el mozo le contesta con un rotundo «no». Ante esto, el progenitor blandiendo un leño le espeta: «-¡Cómo que no quiere casarse, so canalla! [...] es decir que se proponía usted culear a la muchacha, así... de bóbilis, bóbilis... de cuenta de buen mozo y después... ahí queda el queso para que se lo coman los ratones? No señor, no me venga con cumbiangas, porque o se casa usted, o lo hago charquicán» (47).

Frente a esos denuestos, el birlador, intenta tranquilizarlo con la siguiente explicación: «-Hombre no sea súpito21, don Macario, ni se suba tanto al cerezo; óigame usted, con flema pero en secreto. [...] Sepa usted, y no lo cuente a nadie, que no puedo casarme, porque... soy capón22; pregúntele al doctor Alcarraz, si no es cierto que, hace dos años, para curarme de una purgación de garrotillo23, tuvo que sacarme el huevo izquierdo, dejándome en condición de eunuco» (47).

Cediendo un poco en su enojo, el padre pregunta entonces por la causa del rapto; a lo cual, la respuesta del hombre no se hace esperar: «-¡Hombre, maestrito! Yo me la llevaba para cocinera, porque las veces que he comido en casa de usted, me han probado que Manonga hace un arroz con pato delicioso y de chuparse los dedos» (48).

La lectura deja ver campos semánticos de palabras que en su sentido literal aluden a aves, movimiento y comida; asimismo, cuando el narrador describe a las mujeres con los sobrenombres: Chonga, Manonga, y pasa luego a comparar el físico de la muchacha con un navío y a mencionar directamente las «nalgas» de la joven, anticipa la manera —80→ en que se va a producir el humor y cuál va a ser la causa de la intriga. El empleo de ese léxico sitúa socialmente a la familia, de ahí que no haya sorpresa por el vocabulario que emplea Macario cuando atrapa a los dos jóvenes en el acto de escabullirse.

El padre, basándose en el concepto del honor, ordena el matrimonio entre la pareja para vengar y recuperar la reputación perdida. Ante la situación comprometedora en que se halla el hombre, se produce una incongruencia, porque sorprende su negativa rotunda a ejecutar la orden. Macario encolerizado en extremo y ejerciendo su autoridad de hombre mancillado en su honra, con lenguaje insultante y cómico bajo la amenaza de castigos o de muerte -acción que finalmente resarcía el agravio-, pide explicaciones antes de pasar de las palabras a los actos. La incongruencia de la negativa se resuelve cuando el mozo engaña al padre con una historia tan inconcebible, como la de que sacaba a la hija no para seducirla sino para que cocinara.

Al conocerse este final, la historia completa tiene sentido; desarrolla el tópico de la decepción tan inherente a los seres humanos. El engaño en la «tradición» se produce por etapas cuando surgen discrepancias entre la apariencia y la realidad de la conducta del hombre. Para entender estas divergencias debe considerarse la naturaleza simple del padre, quien por un trago de alcohol barato se despojaba de su hacienda y sometía a su familia al servicio de los que lo abusaban, todo en nombre de la amistad, del honor y del buen nombre. Con este comportamiento, Macario expresa errores de percepción al desprenderse de la comida y del patrimonio que podría proteger a los suyos, creyendo ilusamente obtener con sus acciones el respeto y la amistad de quienes iban a su casa.

Desafortunadamente, ese comportamiento ofrecía un potencial de información a los vividores siempre dispuestos al fraude, quienes conocedores de la simpleza y de la ignorancia del barbero y de la confusión que vivía, magnificada por el alcohol, decidieron ir por Manonga, que como dice el adagio popular, era la «presa más apetitosa». Es decir, el hombre era un individuo que conscientemente cometía el acto intencional de robarse a la muchacha para que fuera su «moza»; porque las veces que había frecuentado la casa del barbero, se había dado cuenta de la estulticia que lo caracterizaba.

El proceso del engaño se presenta gradualmente; primero el hombre al ser atrapado se niega a acatar la orden del padre; ante este —81→ rechazo, el atiborramiento de palabras que lanza el progenitor hacen más evidente su ignorancia y su simplicidad; esto lo aprovecha rápidamente el taimado hombre para crear una superchería mayor. En este momento del relato, la tensión se halla en su punto más alto, tanto por la sorpresa de la negativa como por la sagacidad del embaucador, quien descifra el enigma mediante el empleo de palabras oscuras que indican lo contrario de lo que el padre entiende: «súpito», «capón», «garrotillo», para convencer al incauto, bobalicón e ignorante barbero.

Lo que el progenitor sospechaba: el sexo, según el bribón, no podía suceder porque: «hace dos años, para curarme de una purgación de garrotillo, tuvo que sacarme el huevo izquierdo, dejándome en condición de eunuco». Esta inusual revelación desarma al padre y se completa el engaño; así, la mentira y la apariencia representan instancias de disimulo que sirven para embaucar al rústico y simplón Macario. Para éste, en su tosquedad, es inconcebible que algún hombre niegue su hombría, su valor, al afirmar ser castrado. El humor se produce cuando la incongruencia se resuelve en el momento en que el hombre explica que se llevaba a la muchacha porque sabía preparar «un arroz con pato delicioso y de chuparse los dedos». La bribonería del uno y la bobería del otro permiten que el proceso de decepción se realice. «En su momento más bajo las incongruencias son incomprensibles, en el punto más alto, se percibe una falta de orden o significado. Entre estos dos extremos, la incongruencia hace surgir una fuerza que hace reconsiderar las formas habituales de pensar» (Lewis 1989, 19).

El ladrón de la hija desarrolla una metáfora culinaria para terminar de confundir al progenitor. Esta analogía entre el sexo y la comida (ambas perpetúan la vida, ambas pueden causar gozo) se ha desarrollado por etapas en el relato, al mostrar al barbero repartiendo las aves entre los comensales que lo visitan para emborracharlo y para abusar de su hospitalidad, aprovechando a las mujeres para que prepararen la «sabrosa merienda o cuchipanda». Más adelante, el barbero agrega al juego conceptual al amenazar al hombre con volverlo «charquicán»24. Por último, el momento culminante del humor lo encierra la metáfora final del bellaco que reproduce la imagen de la mujer como carne, afirmando simbólicamente su estatus en relación con él; ella es apenas —82→ una presa que el cazador ha capturado. Con esta relación, el carácter del raptor se explicita, ya no sólo es un vividor sino un ave de rapiña.

La lectura de Reedy, sobre las Tradiciones en salsa verde, generalmente acertada, se desvía totalmente al afirmar que en esta «tradición» existe un «humor suave» (1966, 74). Al llegar a esta conclusión, no sólo olvidó la gradación de las palabras obscenas que se encuentran en el relato y las acciones insinuadas, sino que mostró ser partidario o, tal vez, ciego a la dicotomía fundamental que se observa en el campo semántico que equipara a la mujer con la carne.

En «El clavel disciplinado» se relatan hechos de la época colonial entre el virrey Amat y su mayordomo, Jaime, a quien le obsequia la Quinta del Rincón que había construido para su residencia: «[p]odría [...] ese edificio competir con muchos de los más aristocráticos de España» (27), cuando abandona Lima. El servidor del virrey era conocido en la ciudad por sus mañas y latrocinios, pero sus actos serviles de «correveidile o intermediario de su Excelencia en todo negocio nada limpio» (27) lo protegían de cualquier reclamo. Como lo odiaban, una noche lo atraparon dos embozados, lo llevaron a una casucha aislada y allí «a calzón quitado, le aplicaron veinticinco azotes con látigo de dos ramales, y así con rabo bien caliente» (28) lo regresaron a la plaza central.

Al día siguiente, circulaba por Lima un pasquín que decía: «Don Jaime te han azotado / y por si esto te desvela / a Amat dile que te huela / el clavel disciplinado» (28). Cuando el virrey leyó la sátira y lo que el anónimo escrito le decretaba realizar, con desagrado rebatió: «Que le huela... que le huela... / que se lo huela su abuela» (28).

Esta tradición construye el humor al recrear el disgusto, la repugnancia que expresa el virrey cuando entiende lo que indirectamente se le manda a hacer: oler «el clavel disciplinado», metáfora eufemística para designar las nalgas azotadas de su secuaz servidor. Esta parte del cuerpo, considerada tabú, además de su obvia relación con los excrementos, se asociaba con olores nauseabundos, por tanto causantes de enfermedades y capaces de contaminar. Estas ideas produjeron una fuerte respuesta emocional que causó el rechazo que llevó al virrey a pronunciar con asco: «Que le huela... que le huela... / que se lo huela su abuela», porque el oler consiste no sólo de las sensaciones de los olores mismos, sino de las experiencias y emociones que se asocian con ellos.

En tiempos pasados, los olores se consideraban como esencias intrínsecas que revelaban una verdad interna; a través del olfato se entraba —83→ en relación con el interior de seres y de cosas (véase Classen, et al., 1994, 4); de ahí que, al mandar al virrey a oler la parte trasera de su cercano servidor, se le estaba diciendo que como era el siervo, era el amo: «quien ofende al can, ofende al rabadán» (26); el hedor que despedían sus traseros indicaba cómo tenían el interior, cómo eran en la realidad: depravados y podridos.

Estas insinuaciones se hacen concretas cuando el mandatario expresa disgusto al rechazar la orden anónima. El humor se produce cuando se entiende el asco que causa el eufemismo y la orden y la reacción que se expresa mediante la duplicación de la anáfora: «Que le huela... que le huela... / que se lo huela...» y la similicadencia que surge de la repetición de los fonemas finales: «uela», que manifiesta una simetría de sonidos señalada por accidentes perceptibles al oído. La agudeza que surge de estos juegos rítmicos y retóricos «es un juicio que produce un contraste cómico» (Freud 1960, 6).

La tradición «Fatuidad humana» relata las aventuras del rey don Juan de Portugal, quien «fue muy braguetero»; uno de sus lances, lo sostuvo con Patrocinio «la más linda mulatita de Río de Janeiro, relaciones pecaminosas que, a la larga, dieron por fruto un muchacho [...] ¡Esos polvos traen esos lodos!» (36). Pero él no era el único hombre en la vida de la mujer: «era tan puta como cualquier chuchumeca de Atenas»; un día cuando el rey la sorprendió traicionándolo, «la encerró, por un año, en la prisión de prostitutas, y mandó al chico al Seminario de Lisboa, corriendo los tiempos lo hizo arzobispo de Coimbra» (37).

Después de varios años, Patrocinio le envía una carta al hijo para pedirle un favor para su confesor. Éste es muy bien recibido y atendido en Portugal; cuando regresa, lleva una carta del hijo para la madre que dice: «Señora [...] no vuelva usted a escribirme, y menos tratándome como cosa suya, porque os filhos naturales do rey non tenhem madre. Dios la guarde» (38). La madre, que no era «de esas que lloran a lágrimas de hormiga viuda, ni habría ido a Roma a consultar al Padre Santo la respuesta que cabría dar a la fatuidad del arzobispillo», le responde: «Señor mió: Agradeciendo las atenciones que a mi confesor ha dispensado, cúmpleme decirle que os filhos de puta non tenhem padre. Dios le guarde» (38).

La acumulación de vocablos para definir a la «moza», «chuchumeca», «bagaza [que] era caliente y alborotada de rabadilla», y —84→ además de «pécora», era «coima», indica la reprimenda implicada en el humor, con que se atacan las desviaciones de las normas sociales. En este sentido, el humor se usa para agredir tanto a las mujeres de esta clase, como al soberano, quien era «muy braguetero» y que usaba su poder desvergonzadamente para sojuzgar y castigar a otros que actuaban en la misma forma en que él lo hacía; pero que mostraba todo el rigor de su autoridad con la parte más débil, la prostituta que lo retaba al no someterse a su control absoluto.

Con el tiempo, el arzobispo, creyéndose doblemente superior, por ser hijo del rey y por ocupar una alta posición en la Iglesia, expresa un abierto prejuicio al rechazar a Patrocinio, por la vida que ella ha llevado. En el repudio, se declara hijo natural del monarca, pero aceptado, por la protección que éste le ha dispensado durante su vida. Con esta autovaloración personal y con los altos rangos que ha alcanzado, se resiente de que alguien como Patrocinio solicite algo directamente de él. Los valores personales que cree que le son inherentes por las relaciones que posee con los que lo rodean, lo llevan a afirmar y a defender sus títulos y su propia estimación, sin pensar en que la vanidad que expresa se opone a la humildad que como guía espiritual debe poseer y predicar; al fiarse de su propio juicio se muestra irrazonable y omnipotente y se encumbra vanagloriándose como hombre justipreciado y santo sobre la mujer despreciable. Con este proceder muestra ser digno hijo del rey, avasalla y se enseñorea sobre el débil cuando desdeña y desconoce a su propia madre.

Patrocinio, mulata acostumbrada a sobrevivir, con una fuerte personalidad, cimentada no en la pasividad sino en su derecho a ser alguien y poseedora de voz propia, evidencia una gran fortaleza, adquirida a fuerza de golpes sufridos por la violencia y la opresión; ella no era «de esas que lloran a lágrimas de hormiga viuda», sino que era de las que empleaba el humor para distanciarse de lo que la mortificaba y la hacía sufrir; del mismo modo, lo usaba como arma ofensiva. De ahí que, afirme su gran independencia al responder con gran astucia al enfatuado y orgulloso arzobispo: «os filhos de puta non tenhem padre. Dios le guarde».

El ingenio conque Patrocinio emite la agudeza es una celebración del poder que posee desde su escasa altura y, al mismo tiempo, una manera —85→ de lidiar con la falta de reconocimiento y valor y con el intento de superarla. Se han reído de ella tan a menudo, que ha aprendido a usar esa risa rebajándose ella misma para responder con violencia al agresor. No en vano: «¡Esos polvos traen esos lodos!»25. Este mensaje es una forma extrema de ironía, cuyo objetivo es rebajar y poner en su sitio al arrogante «arzobispillo» al recordarle que por ser ella su madre, él no es quien se imagina ser. El sarcasmo que señalan estas palabras, dirigido a herir al religioso produce el humor en el lector, a la vez que indica la incongruencia entre la actitud del hijo hacia la madre y el valor que él otorga a la apariencia de las convenciones sociales; todo lo cual contrasta con la verdadera moralidad que su dignidad eclesiástica predica.

La ironía alcanza el punto culminante con el deseo conque Patrocinio cierra la misiva: «Dios le guarde». Con esto recuerda al religioso que la falta de humildad que posee no será bien vista por Aquél a quien él representa y de quien es mensajero en este mundo; de esta manera, despoja al presuntuoso clérigo de la seguridad que cree que su jerarquía y ascendencia le otorga. El humor en este sentido ayuda a construir imágenes públicas, pero no apoya la diversión después de que se descubre la fachada que esconde la realidad.

«La moza del gobierno» habla del que fuera presidente del Perú, Ramón Castilla, quien ya setentón además de sostener relaciones clandestinas con Carolina L. «guapa hembra», «cuidaba del boato de la dama» (49). Pero ella de muchísima menor edad, aceptó también a Víctor Proaño, ecuatoriano que «residía en Lima en la condición de proscrito» para que le registrara «bien los riñones de la concha, [o] cucaracha»26 (49); con lo cual «no fue para él asco de iglesia la conquista de Carolina» (49). Cuando el mandatario supo que después de que salía de efectuar la visita nocturna, era reemplazado por el ecuatoriano, «que no, iría por cierto, a rezar vísperas sino completas con Carolina» (50), dictó su expulsión del país; pero siguió las relaciones con la mujer; aunque «acaso en sus adentros murmuraba: "Me dices que eres honrada, / así lo son las gallinas / que cacarean, no quiero... / Y tienen al gallo encima"» (50).

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Convencionalmente se presume que como presidente, jefe constitucional, se debe poseer una gran variedad de atributos además de la autoridad legal y política del rango gubernamental, tales como: sabiduría, conocimiento de los asuntos del estado, una devoción a los principios del orden, un sentido de justicia, etc., cualidades que este anciano mandatario deja de lado, por problemas de ego, para portarse como un necio ante la conquista y la posesión de una mujer joven, que lo aprovecha para mantener una vida cómoda.

Esas expectativas iniciales puramente convencionales son cruciales para crear el humor en el relato. El poder del presidente se ve menoscabado por las acciones de la mujer, quien no duda en tener junto a ella a un «mozo gallardo y emprendedor y con pujanza para metérselo a un loro por el pico» (49). Disminuida su autoestima, el presidente abusa de su poder expatriando al extranjero; pero es incapaz de olvidar el capricho que siente por Carolina, de ahí que acepte de mala gana y con dudas seguir con ella.

Un día, el ministro de gobierno, quien había recibido del presidente el mote de «casa de tres pisos», porque «el piso de abajo, corazón y barriga estaban siempre bien ocupados, pero el piso alto, el cerebro, era, a veces, habitación vacía» (50-51), le reclamó a Castilla sus actos arbitrarios contra Proaño; ante lo cual, el mandatario contestó: «-¡Vaya unos escrúpulos de Fray Gargajo, los que tiene usted, señor ministro! Ni un colegial se queda tan fresco, cuando otro le birla su hembra... Soy ya gallo de mucha estaca...» (51). Como el funcionario hace una nueva objeción, el mandatario continúa: «-Nada, nada, señor don Manuel... este es asunto hasta de dignidad nacional. Este hombre va bien desterrado, porque siendo extranjero, ha tenido la insolencia de quitarle la moza al gobierno del Perú... Y sépalo, señor ministro, el Gobierno no quiere aguantar cuernos» (51).

Al final del relato, cuando un tercero interviene y reclama el despotismo que despliega, el mandatario se ve a sí mismo como «gallo»: estimado, orgulloso y valiente; de ahí que se describa como: «Soy ya gallo de mucha estaca»: expresión que además de ser una alusión fálica, que indica tanto el placer sexual como el poder que siente; muestra la imagen agigantada que tiene de sí mismo: además de haber alcanzado el —87→ mando total político (un gran logro), tiene a sus años una mujer muy joven a su lado (otro gran logro), pero también ha conseguido mucha experiencia en esos asuntos de sexo donde «otro le birla la hembra»; es decir, según el refrán, ya posee «mucho espolón»27 en esas materias.

Asimismo, exhibe un claro ejemplo de narcisismo28 donde, sin que tenga nada que ver la realidad, la posición gubernamental que detenta y el amor propio lo llevan al extremo de que para él los intereses personales son lo más importante. Se piensa digno de gran admiración, respeto y acatamiento; de ahí que en su grandiosidad equipare su bienestar propio con el del país; la ofensa que le hace el ecuatoriano es un ataque al Perú: «es un asunto de dignidad nacional» (51), porque el «extranjero ha tenido la insolencia de quitarle la moza al Gobierno del Perú» (51). Pero patológicamente la grandiosidad que siente es paralela a una falta de autoestima, porque es incapaz de salir del problema librándose de Carolina; por eso se ampara detrás del «gobierno» para no «aguantar cuernos». Las implicaciones de lo que dice, son incompatibles con la realidad: él no es el Perú, ni Carolina puede ser la moza del gobierno, ni éste sufre infidelidades sexuales: «cuernos»; estos enunciados expresan una serie de absurdos, exponentes de un problema de visión personal.

Estas incoherencias producen el humor, cuyo propósito es dar una reprimenda social, que fortalezca las nociones de justicia y moralidad normales. Asimismo, con ellos se combinan la creación artística en un proceso mental, que permite percibir lo ridículo de la actitud y de la conducta del mandatario; ya que las aseveraciones que dice al final son una serie de premisas falsas con inferencias equivocadas, que explicitan una caótica situación social. Mediante las incongruencias que se descifran se ridiculiza para exponer formas de comportamiento incongruentes y bizarras; este humor combate el despotismo gubernamental por medio de una serie de absurdos que al entenderse producen el fenómeno fisiológico que es la risa. El humor en este sentido es un arma que contribuye a que el personaje representado se vea ridiculizado y menguado para disminuir su valor.

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Palma no tenía pensado publicar estas «tradiciones», algunas de ellas no están completamente pulidas, como lo hizo con sus textos más conocidos; quería únicamente que se difundieran entre en grupo muy selecto que no fuera «gente mojigata, que se escandaliza no con las acciones malas sino con las palabras crudas. La moral no reside en la epidermis». Son textos lúdicos con un bien definido objetivo: la crítica a personas, entidades y situaciones sociales. De esta forma, la función de la actitud comunicativa tiene un sentido pesimista (la ironía o el sarcasmo), cuya finalidad es producir estímulos que muevan resortes intelectuales; estos, a su vez, deben hacer reconsiderar las formas habituales de pensar; pero, para que esto ocurra, se requiere de una complicidad afectiva entre los comunicantes; de esta manera, los mensajes se pueden entender y surge humor.

Estos textos, caracterizados por el empleo de giros y expresiones de uso diario, tienen todas las características que se observan en muchas de las «tradiciones» de las series publicadas y autorizadas por Palma. En ellas existen las voces narrativas omniscientes irónicas, satíricas y sarcásticas que transcriben discursos orales en los que se expresa un abierto anticlericalismo, una severa crítica a miembros de los diferentes estratos sociales o al despotismo de mandatarios o de militares. No obstante, en ellos se cumple la fórmula que Palma propusiera en época temprana de su producción:

Debe narrarse como se narran los cuentos. La pluma debe correr ligera y ser sobria en detalles. Las apreciaciones deben ser rápidas. La filosofía del cuento o consejo ha de desprenderse por sí sola, sin que el autor la diga.

(Carta a José M. Gutiérrez, julio 5 de 1875).

A pesar de que aquí únicamente se estudiaron siete de los dieciocho textos de la colección, las conclusiones generales aplican a todos. El lenguaje procaz que los caracteriza, la lengua viva conversacional de uso diario, expresa tanto la hostilidad, como la obscenidad, pero produce el humor con una definida función social que, según diversos sicólogos, alivia de las presiones de la vida diaria y permite experimentar fantasías sin que haya temor de represalias sociales. Esta peculiaridad, además de identificar otros rasgos que le confieren a las Tradiciones en salsa verde su dinamismo particular, permite agregar un elemento más de singularidad a la vasta e importante labor escritural del «tradicionista».

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