lunes, 2 de diciembre de 2013

Refranes y tradiciones en la obra de Ricardo Palma
Isabelle Tauzin Castellanos
No hay refrán que no sea verdadero.
(Gonzalo Correas)

La labor de paremiólogo de Palma no ha suscitado muchos interrogantes, aparece como una evidencia al leer las Tradiciones peruanas, pues éstas presentan una profusión de dichos1. Esa afición sin embargo tiene una historia y, como se verá más adelante, no siempre coincide la realidad lingüística con la impresión producida por la lectura inmediata.
Desde los albores del romanticismo, refranes e idiotismos fueron estimados y rescatados por los estudiosos del folklore como reflejo de la idiosincrasia del pueblo, traducción genuina de lo autóctono, prueba fehaciente del genio de la lengua. La obra de recopilador de Palma se inscribió en esa tendencia investigadora del siglo pasado que tuvo por iniciadora en España a la novelista Fernán Caballero, interesada por proverbios y chascarrillos andaluces; luego en 1872 salió en Madrid el Libro de los Refranes y entre 1874 y 1878, José María Sbarbi editó un Refranero general español organizado en no menos de diez volúmenes; por otra parte la Real Academia había emprendido la recuperación del refranero de Correas (1611) culminando esa tarea en 1907.
Pese a la abundancia de materiales y a diferencia de los numerosos testimonios históricos citados en las Tradiciones, también a diferencia de la práctica de Juan de Arona, quien remitiera a una amplia bibliografía lexicográfica, Palma se abstuvo de indicar alguna fuente de paremiología hispánica, quedando como única referencia el diccionario de la Academia. Este detalle puede dar en creer que los dichos insertados en las Tradiciones son peruanos de pura cepa.
La edición Aguilar ofrece un recuento de 521 dichos, refranes y sentencias para el conjunto de las 453 tradiciones. Si bien aquel número no se ha de comparar con los miles de proverbios recopilados en refraneros y sólo arroja un saldo de un refrán por tradición, el estudio pormenorizado del aporte palmista exigiría un espacio mayor al que nos atenemos. Por eso procederemos por partes, limitando aquí el corpus a la punta visible de aquel iceberg, o sea a las tradiciones cuyos títulos son refranes y sentencias2. Se postergará para etapas posteriores el examen de los refranes interpolados y el caso de las tradiciones tituladas con modismos, aunque Palma usó la palabra «refrán» en un sentido amplio y escasísimas veces recurrió al término «dicho»3, considerando que éstos y aquéllos constituían un solo conjunto.
Para deslindar nuestro campo de investigación recordaremos por último qué características formales permiten la identificación de un refrán y de una sentencia4:
a diferencia de los modismos (p. e. «sabio como Chavarría»), el refrán y la sentencia gozan de autonomía verbal y presentan una estructura repetitiva con algunos rasgos fijos5;
a diferencia de las sentencias, sólo el refrán tiene un carácter metafórico o analógico con significado figurado;
tanto como las sentencias, el refrán incluye un mensaje moral.
Simetría, analogía y función normativa son los tres elementos que se han de recordar para identificar las paremias.
Determinados estos rasgos, vamos a proceder primero a un análisis cuantitativo de los títulos conformados por refranes y sentencias; luego, entre esos títulos de tradiciones peruanas, analizaremos qué vínculos existen con el refranero español y, en una tercera parte, terminaremos separando dónde está lo peruano y dónde radica la invención palmista, labor no siempre evidente dados el ingenio confabulador y el arte de fingir del tradicionista. Al fin y al cabo, el aporte de Palma será más significativo que el legado popular.
1. Los títulos de las tradiciones
En el conjunto de la obra palmista, el estudio de los títulos de las tradiciones es revelador de una evolución del escritor. La primera serie presenta una estructura uniforme con predominio aplastante de sintagmas nominales («Palla-Huarcuna», «Mujer y tigre», «El nazareno»...): la única excepción es la tradición titulada «¡Pues bonita soy yo, la Castellanos!», exclamativa cuyo significado aclara la tradición y que justamente está definida como un refrán.
En la segunda serie (1874) se observa ya una liberación del cepo de la nominación con tres títulos configurados por oraciones independientes («¡A Iglesia me llamo!», «¡A la cárcel todo Cristo!», «Nadie se muere hasta que Dios quiere»...), lo que dinamiza el conjunto en que se insertan. Ahora bien, un solo título corresponde a un refrán («Nadie se muere hasta que Dios quiere»6). Se trata de unos experimentos estilísticos que el escritor va haciendo con suma cautela.
Con la tercera serie publicada al año siguiente se acelera el proceso de diversificación y resaltan los títulos con forma aparente de refranes («Puesto en el burro... aguantar azotes», «Carta canta», «Después de Dios, Quiróz», «Cada uno manda en su casa», «Tras la tragedia el sainete»). El equilibrio rítmico es evidente en tales frases, así como parece serlo la existencia de un segundo significado aludido por analogía. El carácter elíptico alienta la lectura y sólo ésta corroborará o denegará la dimensión refranesca sugerida por la estructura del título.
Un ejemplo de anfibología es la fórmula «Después de Dios, Quiróz» que remite al mote de una familia de muy antigua nobleza, pero esa explicación sólo interviene al final después que se ha verificado la bondad sobrehumana del personaje llamado Quiróz, lo que ha favorecido una interpretación de tipo proverbial del título. Bajo la pluma de Palma, la forma elíptica a imitación de los refranes, es un pretexto a la invención literaria. Como poeta, amigo de rimas y ritmos, el tradicionista se complace creando paralelismos y sugiriendo vínculos luego desbaratados. Engañado por el juego de la rima, el lector confunde refrán y aviso publicitario («De esta capa nadie escapa»), refrán y estribillo («Cosas tiene el rey cristiano/ que parecen de pagano»), el quid pro quo sólo termina con el desenlace de la tradición. Esos malabarismos verbales consolidan dichas formulaciones pues por la simetría y la homofonía quedan grabadas en la mente del lector.
Después de 1883, Palma fue renunciando a la forma refranesca; disminuyeron las tradiciones tituladas con proverbios y acabaron siendo excluidas de las dos últimas series (9.ª y 10.ª) cuando el escritor ya había llegado a dominar los recursos más inasibles de la lengua popular. Aunque sólo unas veinte tradiciones se titulen con refranes y sentencias, en sí son para nosotros perfectas muestras de la variedad de la obra palmista, libre de moldes, paradigmas y demás ataduras.
2. El legado hispánico
Curiosamente el cotejo de los refranes que sirven de títulos da un saldo numérico favorable a la península, una verdadera contradicción cuando se recuerda que la obra palmista se denomina Tradiciones peruanas.
Expresiones como «No hay mal que por bien no venga», «Cada uno manda en su casa», «El que espera desespera», «El hábito no hace al monje», «Si te dieren hogaza, no pidas torta», «Comida acabada, amistad terminada» fueron recopiladas siglos atrás en España y son tan conocidas que su significado ha dejado de ser misterioso. En tales casos, como lo hiciera Erasmo, Palma proporciona un exemplum que ha de ilustrar el proverbio elegido como título y convencer al lector. El relato desempeña entonces un papel demostrativo exponiendo de modo concreto la validez o inadaptación de la paremia española en el Perú. La tradición con la moraleja que incluye entronca con el género de la parábola.
Los personajes de esa clase de tradiciones son figuras del común, a menudo anónimas, enfrentadas a situaciones de la vida cotidiana (un zapatero obligado por el hambre a abandonar a su hijo, un sacerdote que compite con otro, un marqués con un corregidor...). En un solo caso el protagonista goza de una identidad precisa: se trata de las tradiciones7 que ponen en escena al conquistador Francisco de Carbajal y la diferencia es significativa pues el habla sentenciosa caracteriza al personaje, ser imprevisible y enigmático. La meta de las tradiciones con Carbajal no es la ilustración de los refranes sino la representación de una figura histórica. Amigo de los dichos pero parco de palabras, Carbajal no puede ser víctima de la manía cómica que aqueja a otros personajes y les hace ensartar refranes («Los pasquines del bachiller Pajalarga», «La gran querella de los barberos», «La victoria de las camaroneras»...). Inhumano, está por encima de esas debilidades sanchopancescas.
Dejada de lado esa excepción, la vaguedad de los refranes españoles seleccionados como títulos, cercanos a aforismos, está compensada por la anécdota situada con precisión en un marco peruano que no se limita a Lima sino que corresponde también a otras ciudades (Piura, Ica, Arequipa...). Unas cuantas palabras cuidadosamente puestas de relieve con bastardillas confirman la peruanidad de la anécdota8. Incluso puede darse un verdadero desfase entre la indeterminación del título y lo pormenorizado y localista de la tradición como por ejemplo en «Haz bien sin mirar a quién».
Esta expresión de la moral cristiana fue recopilada en el refranero de Correas bajo la forma «Haz bien y no mires a quién; haz mal y guárdate» y su uso está muy difundido. El marco de la tradición escrita por Ricardo Palma va a ser el súmmum de lo peruano ya que el punto de partida es una fiesta popular celebrada en Quequeña, en las afueras de Arequipa; los personajes están presentados con sus apodos en quechua que los identifican de modo inequívoco con tipos populares: ahí están «el Caroso», «el Chiro», «la Catiri» y «la Collota». Planteado ese decorado localista, se desarrolla una acción convencional y hasta folletinesca: ocurre un asesinato y el asesino es salvado por la madre del muerto. El marco deja de importar, varias peripecias corroboran la piedad de esa mujer y termina el relato con la redención moral del criminal y la perpetuación de su recuerdo. La forma imperativa de la sentencia («Haz bien») prepara el silenciamiento de la instancia narrativa. La sentencia puesta como título no reaparece en el texto que funciona como una leyenda cristiana en la que el narrador suspende su juicio crítico y adhiere a los sentimientos comunes de repulsa y admiración. A pesar de que no se repite el dicho en la tradición, tanto el título como los personajes elegidos y el género subyacente de leyenda cristiana fortalecen la dimensión popular de la tradición. Queda verificada la justeza del proverbio más allá de las fronteras españolas.
No siempre es ésta la meta buscada. Ocurre también que el escritor quiera mostrar la inadaptación de un refrán español a la realidad peruana:
«Háme dado hoy el naipe por probar, con el testimonio de sucesos tradicionales, que en el Perú tenemos refranes que expresan todo lo contrario de lo que sobre ellos reza el Diccionario de la Real Academia de la Lengua»9.
Entonces, como lo indica la cita, en lugar de disimularse, el narrador afirma su presencia e insiste en su aporte como filólogo hasta el final de la tradición10. La tradición que da un mentís está construida según las mismas pautas que en el caso anterior: se acumulan primero datos históricos y espaciales que enraízan la anécdota en el pasado del Perú. El relato de «El gozo en el pozo» pretende basarse en una crónica pero el autor de ésta queda sin nombrar, lo que autoriza todas las interpretaciones y abusos del cuentista.
En cuanto al significado mismo del refrán, la explicación proporcionada por la instancia narradora (un cronista anónimo sin duda invención de Palma) es muy elemental; estriba en el significado inmediato del dicho: «El gozo en el pozo» refiere la alegría de la población limeña al manar de nuevo el agua de un pozo después de tiempos de sequía.
El mismo esquema simplista se reproduce para el segundo «refrán mentiroso» en que un buey manso hace todo lo contrario de lo que dice el refrán («No hay cuidado, que no embiste») o sea embiste a un sinvergüenza. La eficacia de ambas anécdotas radica en la imagen que remata cada relato: el agua que surte de improviso y el hombre lanzado por un par de astas doradas. A la manera de los cuentos populares no interviene en absoluto la psicología; la explicación de los refranes sólo corresponde a una concatenación de sucesos con un punto común aquí: la referencia religiosa, lo cual no ha de extrañar tratándose de sucesos situados en los siglos XVI y XVII. El proverbio sirve de simple pretexto a la invención literaria y a la demostración del ingenio del tradicionista; se trata de sorprender al lector y conseguir que acepte lo inaceptable: la relación etimológica forjada por el escritor.
Ese proceso de manipulación con un pretexto filológico se repetirá en las últimas series, en especial en las tradiciones escuetamente tituladas «Refranero» y «Refranero limeño» que presentan un interés poético muy limitado por ser más bien esbozos que verdaderas tradiciones y contar historietas ya no situadas en América sino en España11 y hasta en Alemania12.
3. Una nacionalización a ultranza
De hecho las clasificaciones operadas por el escritor no dejan de sorprender. Algunas paremias son presentadas de inmediato como peninsulares o no llevan ninguna mención de su procedencia. Los refranes y sentencias que el escritor reivindica como peruanos son escasos e incluso muchas veces su uso también ha sido registrado en España. Así ocurre por ejemplo con «Puesto en el burro... aguantar los azotes»13. En la tradición que lleva ese título, desde la primera línea se hace hincapié en lo peruano del refrán:
«El padre Calancha y otros cronistas dan como acaecido en Potosí por los años de 1550 un suceso idéntico al que voy a referir; pero entre los cuzqueños hay tradición popular de que la ciudad del Sol sirvió de teatro al acontecimiento»14.
Más adelante el tradicionista reitera la afirmación del nacimiento en el virreinato asociando el dicho con otro evocado en el marco peruanísimo de la conquista del Cuzco. La filiación establecida entre ambos refranes a través de los dos supuestos inventores, padre e hijo, da más fuerza a la reivindicación nacional del proverbio y el mecanismo de asociación funciona como un argumento incontrovertible:
«Personaje de tanto fuste tuvo por querida nada menos que a una ñusta o princesa de la familia del Inca Huáscar; y de estas relaciones nacióle, entre otros, un hijo, cristianado con el nombre de Gabriel, al cual mancebo estaba reservado ser, como su padre, el creador de otro refrán»15.
Otra repetición de la misma idea cierra la tradición recalcando nuevamente la peruanidad del proverbio16. Así se opera un sutil proceso de apropiación. Lo mismo puede observarse en otras tradiciones como «Aceituna una»17 o «Carta canta»18:
«Leyendo anoche al jesuita Acosta díjeme: -Ya apareció aquello [...], cata el origen de la frasecilla en cuestión, para la cual voy a reclamar ante la Real Academia de la Lengua los honores del peruanismo».
De manera tajante se certifica el nacimiento del dicho en el Perú, prueba indiscutible de que el genio de la lengua también se manifiesta en el Perú.
Para confirmar el origen peruano de un refrán suele desempeñar un papel muy importante aunque discreto, la asociación metonímica: después del título elíptico el narrador desarrolla una reflexión metalingüística19 o bien acumula una sucesión de referencias al habla americana de manera que, por analogía, el lector está dispuesto a admitir lo peruano del dicho. Así ocurre en «Carta canta» donde las palabras «mitayo» y «encomendero» son definidas20 cuando tales aclaraciones no le hacen falta al lector limeño. La atribución de los refranes al cronista José de Acosta apuntala la ilusión de la realidad21.
Como contradiciendo la afirmación de un tesoro lexicográfico por descubrir y rescatar, no deja sin embargo de asombrar la escasa variedad temática de los refranes supuestamente peruanos seleccionados por Palma como títulos. Sólo otros dos títulos cumplen con los requisitos de equilibrio rítmico, significado analógico y trasfondo moral propios de los proverbios22: se trata de «¡Ijurra! ¡No hay que apurar la burra!» y «¡Arre, borrico. Quién nació para pobre no ha de ser rico!». En realidad son simples variantes de «Puesto en el burro... aguantar los azotes», en las que la rima interna llama la atención del lector. «¡Ijurra! ¡No hay que apurar la mula!» puede ser comparada con «No hay quien no corra su mula» recopilado en refraneros españoles (Gonzalo Correas). Quitando el «¡Arre borrico!», «¡Quién nació para pobre no ha de ser rico!» no contiene ningún misterio y se reduce a una frase sentenciosa. Los refranes de las tradiciones peruanas son palmistas antes que peruanos, ni la flora ni la fauna americana enriquecen ese caudal paremiológico.
El escritor denomina refranes lo que a él le conviene y escoge asimismo los títulos. Tal arbitrariedad se puede observar con las formulaciones «¡Pues, bonita soy yo la Castellanos!» y «¡Que repiquen en Yauli!». Recordemos cómo insiste el cuentista en la naturaleza refranesca de ambas oraciones:
«A un viejo que alcanzó los buenos tiempos del virrey Amat, se me pasaban las horas muertas oyéndole referir historias de la Marujita y él me contó la del refrán que sirve de título a este artículo».
«Y tanto dio en repetir el estribillo que se convirtió en refrán popular, y como tal ha llegado hasta la generación presente»23.
«Voy a contar, con el auxilio de documentos oficiales que a la vista tengo, el origen del refrán contemporáneo ¡qué repiquen en Yauli!»
«Desde ese día nació la tan popular frase ¡Que repiquen en Yauli!»24.
Lo que de entrada se presupone es que ambas tradiciones van a remontar a los orígenes del refrán o sea al momento preciso en que fuera pronunciada por primera vez la frase proverbial. Esta recuperación etimológica contradice de por sí la naturaleza refranesca del dicho ya que la indeterminación del enunciador es una de las características de los refranes y sentencias: forman parte de la tradición popular y se desconoce la fecha de su aparición. Las tradiciones «¡Pues, bonita soy yo la Castellanos!» y «¡Que repiquen en Yauli!» remiten al contrario a unas circunstancias precisas y señalan a un individuo como creador del dicho: el general Miller, héroe de la Independencia, sería el autor de «¡Que repiquen en Yauli!», María Castellanos, personaje de identidad discutible, habría puesto de moda «¡Pues bonita soy yo la Castellanos!». Así hubiera ocurrido también con «Pico con pico, ala con ala» pronunciado por San Martín.
En realidad a lo que nos enfrentamos aquí es a un abuso de autoridad de parte del escritor quien confunde frase histórica y refrán. En otras tradiciones no se producirá tal quid pro quo si bien toda la tradición se encaminará hacia la exposición de una frase presentada como histórica25 es decir pronunciada por un personaje histórico. Las expresiones «¡Pues, bonita soy yo la Castellanos!» y «¡Que repiquen en Yauli!» carecen además de un equilibrio rítmico que facilite la memorización. Su misma precisión con los nombres propios «Castellanos» y «Yauli» contrasta con la imprecisión léxica propia de los refranes. Podemos interrogarnos sobre el porqué de estas fallas: ¿Debilidad del escritor, muy capaz por otro lado de inventar fórmulas refranescas perfectamente simétricas?26 A esta imperfección no hallamos respuesta.
* * *
En el fondo, lo que importa no es la práctica lingüística ni el uso de tal o cual refrán sino la ingeniosidad en hilvanar una anécdota en torno de una frase. Las tradiciones con refranes como títulos son ejemplares de las modalidades de composición del género. De entrada el título encierra un enigma, el desarrollo va a acumular indicios de manera que al final quedará resuelta la adivinanza planteada. La elección de la forma proverbial implica un vínculo con la cultura y la sabiduría popular, vínculo que el escritor crea al diseñar personajes típicos del pueblo. Gracias a ellos la historieta tiene un final feliz o cómico; sólo en el caso poco frecuente de héroes nobles, puede darse un desenlace trágico27. De todas maneras cualquier identificación del lector con los protagonistas de esas tradiciones resulta imposible: la distancia social e histórica, y la ausencia de una profundización psicológica que los humanice evita una posible confusión.
Con la tradición Ricardo Palma procura alcanzar una síntesis de la literatura culta y de la creación popular, mezclando sistemáticamente rasgos de ambas. Lo que terminará recordando el lector, será el título y la imagen que lo explica todo al final. Las tradiciones peruanas sólo aparentan acumular refranes28 pero finalmente, ni lo son todos los que están ni están29 todos los que lo son30.
Anexo
Más vale maña que fuerza
El hombre propone y Dios dispone
Comida acabada, amistad terminada
Nadie sabe para quien trabaja
Del agua mansa me libre Dios que de la brava me libro yo
Un clavo saca otro clavo
Nunca faltó un roto para un descosido
Más vale un tomo que dos te daré
Muchas manos en la masa mal amasan
Nunca falta quien dé un duro para un apuro
Tras de [cornamenta] palos
Haz bien sin mirar a quién
Piensa mal y acertarás
Donde menos se piensa salta la liebre
El hábito no hace al monje
Las cuentas claras y el chocolate espeso
A [fullero, fullero] y medio
Lo valiente no quita lo cortés
En la boca del horno se quema [la torta mejor amasada]
Camarón que se duerme se lo lleva la corriente
La sangre no llega al río
Donde hubo fuego siempre quedan las cenizas
Quien [con fe] busca, siempre encuentra
Dime con quién andas y te diré quién eres
La letra con sangre entra
A quien Dios se la dio, San Pedro se la bendiga
Con su pan se las coma
Mal de muchos, consuelo de [bobos]
Quien tal hace, que tal pague
Cada gallo canta en su corral
Estar a tres dobles y un repique
Víspera de mucha y día de nada

miércoles, 27 de noviembre de 2013

«Museo de limeñadas», libro de costumbres y prefiguración de las «Tradiciones peruanas»
Roy L. Tanner

Ramón Rojas y Cañas (1830-1881) publicó su primer libro, Museo de limeñadas, en 1853 en Lima, donde vivía y trabajaba como periodista y escritor junto con su amigo Ricardo Palma y otros de los llamados «bohemios» referidos por éste en «La bohemia de mi tiempo»1. En 1854 dirigió El Correo de Lima, «periódico de oposición razonada» (Romero de Valle 277). Al año siguiente, mientras realizaba tareas de crítica teatral en unión de Palma y otros camaradas, «devino redactor de la opositora hoja La Voz del Pueblo», que se oponía al gobierno de Echenique. Siguió con la crítica teatral en 1857 como miembro de una sociedad de nueve personas, siendo una de ellas Palma (Holguín Callo 573)2. Más tarde en su vida sacó otras dos obras -Vicios y virtudes del gran Mariscal Castilla (1874) y La guerra del Pacífico (1880). Sin embargo, lo recordamos sobre todo por su primer libro.
Museo de limeñadas es una obra satírica de vena costumbrista que abre una ventana sobre la sociedad limeña de mediados del XIX. Al servirse de las flaquezas de la metrópoli como tema de esa sátira, perpetúa una tradición ya bien establecida en la Ciudad de los Reyes por Mateo Rosas de Oquendo, Juan del Valle y Caviedes, Alonso Carrió de la Vandera y Terralla y Landa. A la vez continúa la temática y técnica de las obras costumbristas peruanas (Felipe Pardo y Aliaga y Manuel Ascencio Segura) así como españolas, principalmente las de Larra, donde el cuadro de costumbres se vuelve arma de invectiva y combate al enfocar atrasos y abusos sociales. Tanto Rojas como Palma gozaban de las obras del escritor español, las cuales, junto con las de Mesonero Romanos y otros costumbristas españoles, aparecían con frecuencia en los periódicos de Lima (Watson-Espener 53, 94). En el Museo se refiere a Larra en dos ocasiones (10, 21)3.
El Museo también nos hace pensar en Palma mismo. A menudo uno que otro aspecto del libro de Rojas nos recuerda las famosas Tradiciones peruanas (todavía no escritas). Parece un reflejo del Palma que habría después y del Palma periodista que Rojas ya conocía. Es como ha dicho Ventura García Calderón: «Sin que alcance este escritor la gracia de Palma, puede considerársele, sin embargo, como su precursor en el análisis minucioso y socarrón de la realidad limeña a mediados del siglo XIX» (Romero de Valle 277).
Los dos escritores compartían «muchos valores y aspiraciones». Juntos redactaban artículos para el periódico, componían crítica teatral, asistían a tertulias y comentaban la movediza escena limeña. La segunda comedia de Palma, «Criollos y afrancesados» (1857), parece hacer eco al cuadro del Museo titulado «El limeño criollo y el afrancesado». Ambos jóvenes aspiraban a conseguir un cargo o destino en el Estado y hasta se veían con derecho a tal puesto (82)4. Pero a diferencia de Palma, Rojas y Cañas evitó «pisar por la espinosa senda de la política» (116) en sus escritos (al menos en el Museo). Tras la muerte de Rojas, don Ricardo apuntó que «fue periodista y escritor de costumbres. Su estilo, un tanto desaliñado, era chispeante y con frecuencia cáustico. El más notable de sus opúsculos es el Museo de limeñadas» (TPC 1306).
Lo que nos proponemos en este artículo es, en primer lugar, analizar al autor del Museo en su papel de observador agudo de lo limeño y, en segundo lugar, ir considerando la interesante hipótesis de que el Museo hubiera servido de factor influyente en algún aspecto del desarrollo de las Tradiciones peruanas.
Lo que primero llama la atención en el Museo es la postura del narrador, la cual evoca la falta de pretensión social o literaria tan característica de los costumbristas españoles (Watson-Espener 31). Al principio establece una fingida modestia retraída que se sigue sosteniendo -«mi modesta publicación» (3), «No tengo, pues, estilo» (9). Tal actitud contribuye al tono humorístico que se mantiene a lo largo de la obra y también logra que descuellen aun más las torpezas designadas por el autor. En varias partes articula su propósito en escribir, a saber, que haya más pureza en las ceremonias cristianas, que la sociedad se depure de todos sus «ribetes de necedad y de ridiculés» (42) y que, quitándose el vendón, reconozca y se purgue «de mil lunares que la desfiguran» (67). En efecto, no pinta costumbres a fin de preservarlas para la posteridad sino para que se corrijan, aproximándose en este sentido más al tono de Pardo y Aliaga y Manuel A. Fuentes. Las únicas buenas que retrata aparecen sólo para servir de contrapunto o cuando lamenta la pérdida de ellas5. Pero junto con tan elevadas metas confiesa que también quisiera «procurar[se] algún dinero sin recurrir a los infames recursos de petardearlo» (4) y por eso les insta a sus «benévolos compatriotas» que compren el libro y no se lo presten a nadie (102-104). Vale notar que en todo lo que escribe le guían las creencias liberales tan típicas de los románticos bohemios limeños.
Con frecuencia el discurso del Museo se vuelve meta-costumbrismo al analizarse a sí mismo, la naturaleza de su estilo y actitud y el atemorizante desafío que era componer artículos de costumbres en una Lima tan aficionada «a la punzante crítica» (7) y tan ajena al encomio (124-125). Rojas entendía claramente la teoría que gobernaba los libros de costumbres. Comenta el cuidado que el escritor tiene que tener «si se le antoja pisar los arenosos terrenos de la alusión determinada» (55), si procura enmendar los vicios de su ambiente o si enfrenta «la amarga realidad de lo que pasa en Lima» (81). Dedica muchos renglones a la cuestión de escribir de costumbres o abusos en Lima siendo limeño o peruano. Según él, existía una predisposición de rechazar cualquier cosa fraguada por «un hijo del país» (8), de tachar a tal persona de escritorzuelo de costumbres (110) y de escarnecerlo «tornándolo en una víctima injusta de la más brutal reprobación» (7) mientras se sigue estimando al extranjero. En «Las tías y el sobrinito» el autor analiza la cuestión:
Hasta hoy, ninguno ha querido tomar sobre su responsabilidad la faena tan espinosa de calcar nuestras costumbres, no tanto porque se hallen esentas de abusos y de fases risibles, ni tampoco por falta de un lenguaje adecuado; sino por no contar con el suficiente descaro para desdeñar las invectivas y el anónimo granizo, con que la parte necia, conociéndose retratada, piensa saldar la deuda de venganza con el criticastro.
(96)
El anónimo a que se refiere, junto con comunicados de pseudónimo, eran en verdad armas de venganza y de crítica sumamente populares en Lima y esgrimidas casi siempre en los periódicos6. Este resentimiento hacia los limeños que apreciaban más los escritos de los extranjeros que los de los peruanos emerge en el «Vice-prólogo» en una velada queja-crítica sobre la novela El inquisidor mayor o historia de unos amores del chileno Manuel Bilbao, obra «anticlerical de costumbres limeñas», que Palma había atacado desde El Mensagero (sic) en 1852 (Holguín Callo 448-450).
Rojas siempre está muy consciente de su audiencia limeña. Como Palma, entabla diálogo-monólogo con ella, le hace preguntas, reacciona, le pide que sea benévolo para con su obra y prevé y replica posibles acusaciones de parte de su público. Con tono pesimista lamenta que su pueblo nunca quisiera aceptar «hermosas verdades» aunque él fuese capaz de concebirlas (108-109).
La estructura del Museo es algo creativa en cuanto al prólogo. A fin de evitar que los lectores perezosos dejasen de leer su prólogo en su totalidad, inventó la patraña de dividirlo en cuatro partes -Prólogo, Vice-prólogo, Sub-prólogo y Contra-prólogo-, lo que sí aumenta la probabilidad de que los lectores lo recorran «hasta el final» mientras añade una nota más de jocosidad al tono de la obra. Los cuadros mismos son breves, variando entre dos y ocho páginas impresas. Los más cortos están agrupados bajo el arbitrario título de «Ranfañote».
Otro aspecto estructural de interés son las introducciones de muchos de los bocetos. El costumbrista los emplea no sólo para suscitar interés en el asunto, encaminar al lector a él y satirizar tal cual usanza sino también para tornar al meta-costumbrismo, o sea, para discurrir sobre lo problemático que es dar a luz artículos de costumbres en el ambiente limeño. Además, el libro tiene siete láminas o grabados recordativos de Pancho Fierro aunque Rojas los adscribe a su hermano. Se burla de la manía de muchos de juzgar un tomo por la cantidad de dibujos que contiene. Los diferentes cuadros se componen de párrafos de variada extensión, ninguno demasiado largo. Las frases tienden a alargarse pero sin perjudicar la fácil comprensión de la lectura. Algo frecuentes son oraciones largas consistentes en una serie de cláusulas anafóricas y las preguntas retóricas que el autor emplea para atraer al lector y obligarlo a pensar más en lo que se va elaborando.
Consideremos ahora el tono y el estilo para luego pasar a una categorización de los vicios que más le llamaron la atención a nuestro casi desconocido costumbrista peruano.
Mayormente el tono del libro en cuestión viene informado por la sátira, la cual a menudo se ve asociada con el humorismo y la ironía. En varias ocasiones el autor también recurre al sarcasmo y con alguna frecuencia se expresa simplemente con buen humor. En ciertos momentos, cuando siente la necesidad de desahogarse, opta por la pura invectiva. Su técnica es o satirizar algún uso y luego asentar con claridad lo que ha querido decir o ir en orden contrario.
En el Museo el tono y el estilo quedan vinculados, el uno determinando al otro. Rojas emplea varios vehículos estilísticos para dar voz a su perspectiva satírica. Los de mayor resonancia en el libro son la parodia y la caricatura, las cuales siempre andan cogidas de la mano. Hablando de la parodia Gilbert Highet ha opinado acertadamente que es «una de las formas más encantadoras de la sátira», una que «brota del corazón mismo de nuestro sentido de la comedia, el cual es la feliz percepción de la incongruencia» (67). Básicamente en cada cuadro del Museo la práctica o limeñada destacada viene ridiculizada mediante un diálogo o monólogo que parodia el modo de hablar de las personas involucradas en la usanza indicada. Por ejemplo, capta así la reacción de los limeños que «en son de burla» expresan su menosprecio por el pobre costumbrista que se atreve a señalar vicios y abusos: «¡Gua! miren pues a ño Fulano! ¿Pues no se ha vuelto un simplón, un oyetonaso? Sí; véanlo criticando a su mesmo país» (18-19). No es infrecuente esta mímica burlesca de la pronunciación de cierto grupo social. La ignorancia de los que defienden por el prójimo sin saber toda la verdad se acentúa en la siguiente exclamación: «¡Imposible! ¡No lo creo; no es capaz! ¿Ella que comulga, que ayuna y que está recién salida de ejercicios? ¡Ay! Ave María... ¡digo que ña Chabelita no es capaz de semejente [sic] cosa!» (22-23)7. La parodia escarnece al sujeto mofándose de él al escenificar su corrupción o punto flaco. Tal ocurre en el caso de los medicastros de Lima, a quienes Rojas capta engañando con soliloquios de entremés (47).
A veces esta constante parodia en el Museo viene acompañada de una descripción ridiculizante de ciertos gestos, posturas u otras acciones. De nuevo el objetivo es hacer resaltar algún tipo o uso dignos de befar, según el criterio del escritor. Los entes así señalados quedan grabados en la imaginación por ser tan plástica la imagen que se crea. Por ejemplo, como Palma haría después de él, Rojas y Cañas produce mucho humor satírico de la representación de viejas captadas en una posición o actitud no tan favorable. Considérese este retrato de la sección «¡El desnaturalizado!»:
Salta luego la abuelita, y sorviendo su narigada de rapé colorado con el índice y pulgar de la izquierda, y su chupetón de cigarro largo con la derecha, esclama echando como un locomotor, sendas columas [sic] de humo por una chimenea que con el nombre de nariz tiene en la cara [...]
(19)
Vinculados con la caricatura se notan también enfoques en la ropa y ciertas preferencias. Como es sabido, la ropa «ha servido históricamente para crear la imagen del individuo» (Meléndez 411). La ropa era un signo social y Rojas hizo uso de ella y su significación temática y asociativa en sus cuadros para puntualizar cierta mentalidad e identidad cultural y social y a fin de subrayar faltas como la vanidad de Fulano, quien, luciendo «traje de terciopelo y otros discantes», se desvive por llamar sobre sí la atención del «resto de la población» (66).
Varias otras tendencias estilísticas funcionan en la obra de Rojas y Cañas para transmitir una visión satírica. A veces usa analogías. En otras ocasiones se vale de los sobrenombres, como después haría Palma. A menudo saca provecho del acuñar palabras nuevas e insertar peruanismos, también a la futura manera de su amigo Palma así como a la de otros costumbristas peruanos. Considérese «adefesiero» (33), palabra defendida por Palma en su «Neologismos y americanismos» (1384), o «mercachifleo» (108), «articulizar» (110), «carterismo» (112) y «femeniniazar» (121). También juega con los nombres al retratar, por ejemplo, a los médicos, como Lizardi en el Periquillo: «el dotor Sinapismo» (46).
El Museo está salpicado de peruanismos. Su creador, consciente de dirigirse a los limeños criollos de la naciente clase media, echó mano al «lenguaje peculiar [...] de la jeneralidad de ellos» (85) al forjar sus bocetos. Utiliza tales vocablos para establecer un contacto íntimo con sus lectores, para caracterizar y parodiar y para crear un ambiente totalmente limeño a manera de Palma.
El estilo de Rojas y Cañas se asemeja mucho al futuro estilo de las Tradiciones peruanas en el uso para fines satíricos de una técnica sumamente difundida en el Museo -el circunloquio. Prefigurando los escritos de Palma, recurre a expresiones eufemísticas a lo largo de su obra para ridiculizar, para contribuir al tono juguetón y humorístico que rige los cuadros, para agregar mayor variedad a la expresión, para añadir una nota de color cultural y a fin de aumentar el impacto visual de lo que describe. A menudo la circunlocución encarna una metáfora o la personificación. Inevitablemente pensamos en Palma cuando Rojas habla de la muerte y satiriza a los acreedores:
R&C: El asunto es, que cuando Zarapico llegó ya el tonto de Melchor había cometido la última zandez que todos hemos de cometer: había chancelado [sic] con todos sus acreedores, emigrando al único lugar donde ellos no van voluntarios a presentar el documento.
(50-51)
Palma: [...] cometió la tontuna de morirse.
(TPC 240)
También prefigura a Palma con las locuciones perifrásticas que designan a las prostitutas o las viejas. Compárense:
R&C: «pecatrices de la noche, puras vestales de las tinieblas».
(37)
Palma: «gentualla de vergüenza traspapelada»; «niñas [...] del honor desgraciado»
(322; 1077)
Pedro M. Benvenutto Murrieta en su libro El lenguage peruano arguye que «la forma diminutiva tiene en el país una especialísima importancia, y la elocución familiar, tanto como la literaria, muestran muy a las claras la insistente preferencia» (133). Museo de limeñadas confirma lo dicho. El autor esparce en sus cuadros una amplia dosis de diminutivos, los cuales casi siempre le sirven de una manera u otra para reforzar la sátira con que enmarca e ilumina las odiosas inclinaciones en cuestión. Con frecuencia se aplican a los nombres -Ricardita, Carmensita, Pascualita- creando así un tono paternalista que destaca fallas personales como la vanidad, ingenuidad, tontería, superficialidad, estupidez, etc. En «Porquerías y adefecios» Rojas anticipa al estilo y tono de las tradiciones de Palma tanto en el uso ridiculizante de los diminutivos como en dirigirse a las lectoras en forma jocosa:
Estilísticamente hablando, Rojas y Cañas también se parece a Palma en el abundante uso del lenguaje figurativo, sobre todo el símil. En el Museo, como en toda literatura buena, el empleo de términos figurativos «enfatiza y afila el encanto», ayudando así «al lector a ejercer su propia facultad para crear imágenes» (Elwood 101-102). Como su «compinche» Palma, Rojas estaba consciente de las ventajas que se conseguían mediante la sabiamente situada amplificación del significado básico de una palabra. En su obra echa mano al símil y a la metáfora como vehículos del humor, particularmente el humor de la sátira, para realzar la descripción de los tipos, para enganchar más al lector, para sacar a colación soslayadamente ciertas costumbres y para remachar el punto que desea comunicar.
En cuanto a la sátira, se encuentra tanto en el comparante o primer término de la comparación como en el vehículo o segundo término, como Palma haría después. Burlándose de las nuevas modas, Rojas se refiere a la nueva «capota que simula un apagador de vela» (127). Se ríe de ciertas señoritas presuntuosas que, al recibir un saludo, se quedan «tan fruncidas y estirada[s] como las que llevan a sepultar» (69). Como iba a pasar en las tradiciones, las comparaciones que satirizan a ciertos tipos en el vehículo son particularmente humorísticos y se compaginan con la bien conocida lisura peruana así como con la herencia hispánica (Cervantes, Quevedo, etc.). Es interesante yuxtaponer citas del Museo donde se befa de ciertas tendencias frailunas con otras correspondientes de las Tradiciones peruanas.
R&C: [...] pero, ya que la ocasión se ha presentado, como fraile llamado con campanilla de comedor,
(45)
Palma: Por supuesto que el galán se apareció con más oportunidad que fraile llamado a refectorio.
(TPC 802)
Sus metáforas, aunque no tan numerosas, a veces también nos encaminan a don Ricardo.
Íntimamente relacionados con tales fuentes del humor son los juegos de palabras que enriquecen el estilo y el tono de Rojas y Cañas y que Palma llevaría a la perfección en sus escritos posteriores. Normalmente Rojas los emplea con fines satíricos y humorísticos, como cuando alude a los afrancesados limeños -«Paréceme que, para dar una idea de l[o]s jóvenes Emparisados (que de puro necio [...] merecerían hallarse empalisados) [...]». (90).
Ahora bien. Como ya notado, la ironía también funciona en el Museo, a menudo en compañía de la sátira o el sarcasmo. Aunque no puede compararse en cantidad y versatilidad con la ironía de Palma, «el primer ironista de la lengua castellana» [Unamuno] (Rumichaca 194), su uso, junto con el sarcasmo, resulta eficaz en la realización de los fines mofantes del costumbrista. Su inicial postura de humildad constituye un caso de ironía ya que se colige por toda la obra un orgullo subyacente de parte del autor por lo que va realizando. A veces puede concernir la fingida omisión de algo que luego se menciona o alguna contradicción. Cuando el narrador se llama «hereje indigno» o «ateo nefando» (120), sabemos que reina una gran ironía sarcástica por la condenación contundente que acaba de asestar a la carrera eclesiástica. Paralelamente desciframos la ironía sarcástica en «¡Tiene doce años la preciosura!» (15) sabiendo que el autor abomina de la actitud de la niña para con los libros.
Esta ironía satírica rige buena cantidad de alusiones en el Museo. Puede operar sobre un título, una palabra, una frase o todo un párrafo. Puede divertir empleando una ligera porción de sátira o respaldar un ataque feroz. A menudo evoca el tono palmiano de las tradiciones cuando los dos autores coinciden en el uso de cierto tipo de ironía. Nótese, por ejemplo, el empleo irónico de la fingida omisión de la censura en las siguientes citas:
R&C: [...] podría enumerar a ciertos capellanes, que el día de Todos Santos, en el panteón, hacen su feria [...] de responsos a tres por dos reales como las paltas cuando están caras; pero como esto sería un faltamiento a los señores sacerdotes, me abstengo de proferir tales palabras.
(105-106)8
Palma: Eso de que la barraca fue cloaca donde pescaban, sin caña, anchoas y tiburones las sacerdotisas de Venus [...] téngolo por chismografía y calumnia de pulperos. ¿No te parece, lector?
(TPC 741)
También coinciden en el uso de la ironía cuando el muy involucrado narrador articula expresiones antitéticas de no tomar partido, lo que he llamado en otro lugar «a feigned middle-of-the-road attitude» o cuando se deshacen de un asunto como Pilatos (Tanner, Humor 27):
R&C: ¿Me preguntan si es copiado este carácter? Ni puedo decir que sí ni puedo decir que no! Búsquenlo, y acaso encuentren muchos parecidos, en Lima.
(59)
Palma: Yo no lo niego ni lo afirmo. Puede que sí y puede que no. Tratándose de maravillas, no gasto tinta en defenderlas ni en refutarlas. (TPC 27)
Lo dicho sarcásticamente a menudo viene desmentido por los hechos presentes en el cuadro. Como veremos más adelante, el sarcasmo de Rojas es particularmente fuerte cuando se aplica a los curas y los médicos.
Claramente el tono de Rojas abarca la sátira, la ironía, el sarcasmo y la invectiva. Muchas veces los primeros tres van acompañados de alguna porción de humorismo, a veces más a veces menos. Rojas afirma que escribe para purificar las costumbres de Lima, pero también había cogido la pluma para entretener, como se hace patente en las muchas escenas o comentarios evocadores de la risa. Lo que he apuntado en otro lugar caracteriza bien la interrelación presente en el Museo: «Humor, satire, and irony together pounce on human folly as their common prey», «intermixing and cross-pollinating» en muchas variaciones y grados (Tanner, Humor 9,10). Una de las escenas más chistosas captadas por Rojas tiene que ver con Ricarda, una joven vana sentada en el balcón del palco teatral, quien, mediante un sinfín de gestos, intenta lucirse y ostentarse: «ya se mira el pecho ya se mira los hombros [...] ya tuerce la mirada», etc. Tras señalar todos sus movimientos, el costumbrista echa esta pullita: «¿A esta niña la dan de comer azogue?» (63).
Ramón Rojas y Cañas manifiesta un destacado propósito moralizante. Su temática gira en torno a las relaciones entre personas y las fallas personales que afectan tales relaciones. Bajo esa rúbrica sus consideraciones se extienden desde problemas fundamentales de la sociedad hasta mediocres costumbres personales, sociales y lingüísticas. Varias de las «limeñadas» eran en verdad universales, comunes entre todos los seres humanos, pero algunas atañían sólo a la sociedad limeña.
Tocante a las relaciones personales el costumbrista designa varias tendencias que encierran la insensibilidad o falta de bondad hacia los demás. En «¡Es un aplanador! -¡Es un ocioso!» Rojas examina la arraigada propensión a juzgar al prójimo y medir el grado de su virtud a base de un criterio deficiente, es decir, por la cantidad de misas y ayunos en que participa o la labor visible que lleva a cabo (22-24).
El costumbrista peruano escribe bajo una poderosa influencia romántica y republicana. Por ende, aboga inteligible y fuertemente por la libertad, igualdad y fraternidad para todos. Condena el esnobismo de ciertos aristócratas rancios, quienes se enfurecen al ver a alguien «un poquito más trigueño que» ellos en los bailes de palacio (29-30)29. Como su amigo Palma haría después por medio de la sátira y la ironía, Rojas denuncia la estupidez de observar en tiempos republicanos las «quijoterías» de la colonia, «de esos tiempos de dominación y vasallaje» (29).
La insensitividad también se manifiesta de otras maneras. En el Museo se desprecia a aquellos que no saludan o que sienten la necesidad de saludar demasiado o de siempre detener al prójimo con alguna plática a pesar de la obvia prisa de éste. Se advierte contra el prestar libros porque «un libro, nunca vuelve [caso de volver] en el estado mismo en que fue prestado» (102). En «Los apodos» hace resaltar la lastimosa inclinación limeña a murmurar o chismear «acerca de las bagatelas» de los otros y a engrilletarlos con sobrenombres inapropiados u ofensivos por cualquier adelanto que realizan. Hasta confiesa el autor haber contemplado la probabilidad de tener que cambiar su nombre a Ño Museo después de publicar su libro. Palma, en vena más humorística y burlona, se vale intensivamente de los motes a lo largo de sus tradiciones (Tanner, «Art» 81-92; Bazán Montenegro 98-105).
También cabe bajo esta categoría la tendencia en Lima a befar a cualquier persona que se preste para ello (113) y especialmente la de atacar maliciosamente con invecticas y anónimos al pobre costumbrista que se atreve a revelar los adefesios y abusos contemporáneos (96). Rojas y Cañas dedica todo un cuadro a «Los preguntones», o sea, personas tan insensibles que abruman a uno con sus preguntas incesantes (122, 123).
Las relaciones personales y familiares son afectadas poderosamente por rasgos tales como la vanidad, hipocresía, arrogancia, jactancia, ingratitud, envidia y egotismo. En forma de costumbres amaneradas todos éstos atrajeron el ojo avizor del costumbrista peruano. En especial le llamó la atención la vanidad en sus múltiples manifestaciones. Por ejemplo, en el cuadro (irónico) «El jovencito de 80 años» singulariza al viejo que se afana por parecer joven. Este «verduzco sujeto» queda ridiculizado al revelar su afición por los peluquines y su propensión a «ataviarse, perfumarse y estar entre las mocitas». Al final Rojas resume la caricatura afirmando que «hay vejestorios que sudan la gota gorda por echarla de jovencitos» (56, 57).
El autor percibe en Lima una exagerada sed o «fiebre de notabilidad» que fomenta la vanagloria y el fuerte deseo de «ser reparados por el resto de la población» (66). Dedica varias cuartillas al fenómeno mofándose mediante la parodia y la caricatura de los que «desprecian la sociedad de sus paisanos» (86). Critica esta nueva dependencia mientras escarnece a los que se han hecho esclavos de la moda extranjera, sintiendo singularmente la consecuente pérdida de la «única Limeñada que debía conservarse» (126), es decir, la saya y manto.
A mediados del XIX este atuendo de las célebres tapadas, comentado hasta por el visitador en El lazarillo de ciegos caminantes (458; Melléndez 429), iba cediendo el paso al traje afrancesado. Los bohemios, inspirados por el espíritu romántico, defendieron la prenda tradicional en varios de sus escritos. En una de sus primeras tradiciones, «Lida», escrita en el mismo año 1853 en que salió el Museo, Ricardo Palma las retrató como «lindas hijas del Rímac, vaporosos serafines del amor que con sólo una mirada llena de voluptuosidad y vida, encienden una hoguera en el corazón» (36)10. Su amigo y cotertuliano Rojas y Cañas compartía los mismos sentimientos, argumentando que «la saya y manto, es, una limeñada perfecta» que debería respetarse como traje «característico del país» y distintivamente limeño (126). Curiosamente Manuel Fuentes, perspicaz observador de la sociedad limeña, abrigaba sentimientos contrarios: «ya sea que nosotros tengamos mal gusto, o que no hayamos podido descubrir las bellezas de la saya, no lamentamos su total estirpación» (101)11.
En «Le daré de patadas» Rojas señala otro «lunar» que afeaba a su sociedad, a saber, la costumbre de pronunciar, «por lo regular delante de mujeres» (60), baladronadas o bravatas que jamás llegan a cumplirse en la carne. Nada más común que escuchar a alguien ofrecer «dar bofetadas al mismo Cid Campeador, y sin embargo, nada hay tan escaso en Lima, como las polémicas de obra» (61). Una cercana falla de personalidad, la envidia, también viene zaherida así como la hipocresía, otro vicio cotidiano. Todo esto parece vinculado a la hipótesis de Rojas de que «el instinto más predominante en toda la cristiandad, es el del egoísmo» (101).
Ciertas profesiones merecieron un estudio especial en el Museo. Siguiendo la senda ya abierta por Valle y Caviedes y la que poco después sería extendida y cultivada por Palma, Rojas y Cañas «arremete sin misericordia contra corrompidos galenos y clérigos materialistas y frívolos» (Watson-Espener 114) que abusaban de su posición en la sociedad. A los «medicastros» o «ignorantes mercachifles de la salud» (44) los pone en ridículo puntualizando una serie de escenas o «peti-piezas» en las que por medio de la parodia se subraya sus mil pataratas y su total carencia de caridad, compasión y ética profesional. Los capta recetando remedios que no sirven (baños de afrecho), cobrando a los tristes deudos del difunto sin haber hecho nada o pasando a otro médico al enfermo grave para que no se desacrediten al morir su paciente. Sin embargo y a pesar de tales condenaciones, el autor se esfuerza por ofrecer una visión balanceada en el cuadro. Reconoce la presencia de muchos médicos decentes en Lima y, siempre preocupado por la opinión de su audiencia, jura bajo «palabra de honor, que [su] propósito no es tocar en lo menor, el personal respetable de [...] facultativos» (43; 43-53).
Su descripción y enjuiciamiento de ciertos aspectos de la religión católica es contundente por su franqueza y mordacidad. Condena el materialismo del clero sin misericordia afirmando que «el culto y la limosna sagrada, son una mina tan inagotable, como fácil de explotar, a todo aquel minero que se tome el trabajo de armar un altarejo, con un santo chapucero» (107), metáfora que repite en otro cuadro, «Sotanas en Lima». Ve las mesas de santo en Lima como una especulación, «un mercachifleo de relijión», y al Vaticano como una posible casa de comercio (108). Reconoce que hay clérigos virtuosos y sabios en la ciudad de Lima a quienes acata «con ánimo sereno» (120) pero sobre el reverso de la medalla deja caer una fuerte reprobación -«sacerdotes venales, clérigos egoístas, frailes inclinados al vicio y a la orjía, monjes concupiscentes y pendencieros» (119). Denigra a los curas que inspiran una «humillante veneración hacia sus personas, las cuales, casi divinizadas, «ni humanizadas merecerían estar» (118). Huelga decir que con tal tono y perspectiva presagia el vigoroso anticlericalismo que habría de caracterizar las Tradiciones peruanas de su amigo Palma, otro joven sólidamente liberal y romántico y testigo ocular de tales vicios.
Rojas y Cañas censura un amplio espectro de debilidades humanas a lo largo del Museo. Siguiendo la senda ya abierta por Pardo12, ironiza en particular a Lima, la ciudad supuestamente ilustrada, culta y progresista, por su espíritu provincial y rutinario de miras estrechas que no le permite apreciar lo que es verdaderamente de valor. Regaña a sus paisanos por actuar como una madre para con «todos los Monsieurs» (80) mientras, como madrastras, reprenden a los pobres escritores limeños a quienes acusan de simplones siendo los acusadores mismos del más destacado aldeanismo y vulgaridad.
En su estudio de los costumbristas peruanos del XIX Maida Watson-Espener nota que de entre Felipe Pardo y Aliaga, Manuel Ascencio Segura y Ramón Rojas y Cañas sólo el último «usa el lenguaje no sólo para lograr efectos de caracterización y de colorido local, sino que éste deviene asunto principal y foco de interés en sus cuadros» (117)13, característica que lo acerca aun más a Palma. Una buena muestra es el cuadro consagrado a «Los disfuerzos», palabra netamente peruana que, pese a no figurar en los diccionarios (aún hoy), ocupaba un lugar corriente en la expresión limeña y peruana. El disfuerzo quiere decir una «negación de la naturalidad y entraña, por tanto, un esfuerzo para llamar la atención» (Hildebrandt 150). Juan de Arona lo llama «peruanismo formidable» (183). En ese artículo el autor suministra varios ejemplos anecdóticos del uso del término en sus diferentes formas morfológicas y luego, con socarronería pero a la vez con cierto orgullo de limeño, lanza lo siguiente:
Se dicen comúnmente las amigas. -Sal a fuera niña, ¡no te disfuerces! -Come niña; ¡Ay Jesús! ¡qué disforzada! -¿A qué viene ese disfuerzo? -Por el más leve motivo, viene al canto la palabra disfuerzos, como San Agustín, su Sermón y como Manjar-blanco en boda. -¿Si uno se ríe? es disfuerzo. -¿Si está serio? es disforzado, porque dizque está haciendo el Don Quijote. -Si uno dice una jocosidad? es un disforzado. -¿Qué hacer? -Todo en Lima es un disfuerzo [...] [T]odos en jeneral, hacen un consumo estraordinario de la palabra criolla Disfuerzo.
(78-79)
Hasta parodia a las jóvenes de rango inferior que pronuncian «dijuerso»: «-¡Gua con el dijorsao! - Ave María con tanto dijuerzo» (79).
Otro cuadro semejante se titula «Porquerías y adefecios». Allí, tras confirmar que los peruanos se precian de hablar el castellano con más perfección que en casi cualquier otra parte de Hispanoamérica, confiesa que ciertos vocablos se han arraigado en el país con acepciones distintas a las que se les solía dar, incluso las palabras del título. Con gran ironía y humor recordativos de Palma declara que todo «es en Lima porquería», dando luego una serie de ejemplos del uso de ambas palabras: «-¿Qué tal es el "Museo de Limeñadas"? -¡Una porquería cabal!» (34). En otra nota enfoca el «¡Ay!» limeño que, como dice él, «es más prolongado mientras más admirativo» - «Aaaayyy» (75)14.
La contemplación de la sociedad limeña por Rojas y Cañas también incluye el frecuente escarnio de la gente ingenua y molestosa subrayando sus «despropósitos y majaderías» (40). Un blanco especial para sus dardos son los que tienen «la simplicidad de reconocerse» en los cuadros de costumbres generales, quienes después acosan al pobre redactor y «rematan su ridiculez, dándose por agraviados» (94)15. Como ya hemos indicado, señala como despreciable vicio la falta de franqueza y honestidad en las relaciones entre personas. Bajo el irónico título de «No es menester comprar sombreros en las sombrererías» analiza en forma burlona el peligro que corre uno en las tertulias y los bailes de perder su sombrero. Según esta moda reinante, los primeros en salir de tales funciones sociales se creen autorizados a llevarse el mejor sombrero disponible dejando «en reemplazo el suyo viejísimo y mantecoso» (64-65). Nuestro autor también percibe con pena la inoportuna pérdida de la inocencia entre los niños junto con el demasiado temprano comienzo de la sofisticación y la corrupción. También deplora la superstición (108, 118).
A lo largo de este recorrido por el Museo hemos aludido a la afinidad estilística, tonal y (en parte) temática entre el Museo y las Tradiciones peruanas. Resulta interesante resumir estas semejanzas y mirarlas un poco más de cerca para así entender mejor el Museo de limeñadas como libro costumbrista y en su papel precursorio con relación a las tradiciones. Los dos autores y amigos eran románticos y liberales y observadores penetrantes del ambiente limeño. Ambos apreciaban las buenas tradiciones y costumbres del ambiente limeño, las cuales preservarían por la palabra escrita, mientras hacían resaltar mediante su sátira e ironía las limeñadas dignas de ser minadas y burladas. Cultivaron bien el humorismo. Los dos manifiestan en sus obras un amplio conocimiento y manejo del castellano limeño y su potencialidad así como un interés significativo en el uso y desarrollo del lenguaje mismo. Tocante al estilo Rojas parece anticipar a Palma en el hábil empleo del circunloquio, el lenguaje figurativo, el inserto de vocablos latinos y referencias autobiográficas, la alusión literaria (don Quijote, Larra, etc.), los juegos de palabra, los refranes y los diminutivos, aunque siempre en escala menor en comparación con la maestría de su amigo. La postura narrativa también los enlaza ya que los dos se esfuerzan por establecer una presencia muy palpable y abierta. Dialogan y chancean con los lectores mientras presentan una fachada de humildad irónica. Ambos escritores manifiestan en su propia escritura una viva conciencia de las posibles recepciones de sus escritos de parte del público, sea desconocido o familiar. Sabiendo las «quisquillosas susceptabilidades» (TPC 566) de los lectores, Rojas se mantiene dentro «de los dominios del libro de costumbres» (55) evitando así nombrar a personas específicas mientras que el tradicionista, tras haber escarmentado con «La emplazada», desbautiza prójimos a troche y moche para no dejar abierto un «resquicio a críticos de calderilla y de escaleras abajo» (TPC 1063). Estando Rojas tan seguro del rencoroso rechazo que esperaba su libro, satirizó vehementemente a sus futuros lectores que iban a cometer tal injusticia (18). En una mezcla de broma y lamentación exclama: «¡Oh! quien pudiera ser estranjero [...]. El estranjerismo es en Lima el único preservativo contra la feroz crítica» (8), aludiendo a la (para él) asquerosa costumbre limeña de sólo aceptar corrección si viene de voz extranjera (82-83).
Toda esta consanguinidad estilística parece deberse al hecho de ser ambos escritores del medio limeño, de compartir genios chispeantes semejantes y de haber sentido los dos la influencia de los costumbristas peruanos y españoles así como de todos los grandes autores castellanos. También tendría algo que ver con el constante chancear e intercambio entre sí en el trabajo y en las tertulias. Parece lógico que discutiesen y compartiesen sus creaciones literarias quizás haciéndose sugerencias sobre ellas. De todos modos, Rojas y Cañas pudo sacar a luz una obra que parecía reflejar, aunque parcialmente, en su estilo, tono y temática las renombradas historietas de su camarada Ricardo Palma, las que en aquel momento todavía quedaban en el tintero. Hasta qué punto influyó en ellas no es factible decir, pero no parece aventurado sugerir una posible influencia recíproca en esos primeros años. Lo que sí se puede sacar en limpio es que ambos desarrollaron un estilo jocoso e hiriente para sus artículos periodísticos, el cual Palma encaminó después al fértil terreno de la historia colonial y republicana mientras que su amigo, no hallando una temática que le permitiese desarrollar más sus dotes, se contentó con publicar para la prensa y componer una que otra obra miscelánea. Enrique Pupo Walker lo enfoca así: «[E]n el marco equívoco del costumbrismo, el peruano Ricardo Palma (1833-1919) fue quizá el único escritor hispanoamericano que logró transformar aquella literatura ocasional y pintoresca en relatos de indiscutible vitalidad imaginativa» (citado en Watson-Espener 143).
A comienzos de la segunda mitad del XIX Ramón Rojas y Cañas vivía en una Lima que para él constituía «un vasto almacén [...] de costumbres sociales» que se prestaba perfectamente «para la edificación de un libro de costumbres raras y chocantes» (94). Valiéndose de su don de expresión desarrollada en el periodismo, se puso a producir tal libro. Tal vez bajo la influencia de Palma y otros amigos bohemios y sin duda bajo la de los costumbristas anteriores y coetáneos, escribió una serie de cuadros de costumbres que acertaron a captar y comentar en forma burlona y a veces hiriente una multiplicidad de usos propios de sus conciudadanos así como, en varios casos, de la generalidad de los seres humanos. Tal tomo, tras siglo y medio de relativa obscuridad, vuelve a la luz crítica que su autor tanto anhelaba y temía.
Obras citadas
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