jueves, 27 de junio de 2013

Palma y Riva-Agüero: calas a su amistad1
Oswaldo Holguín Callo
Pontificia Universidad Católica del Perú
En memoria de C. Norman Guice, Ph. D., buen amigo del Perú.
Diorama liminar

Trazar los lazos que unieron y los accidentes que separaron a dos grandes del Perú, mientras ambos tuvieron vida y, más tarde, cuando sólo el menor, Riva-Agüero, la siguió disfrutando, es tarea que exige contactos con innúmeros y dispersos testimonios debidos a propios y extraños. Este artículo constituye sólo una aproximación al asunto que debe contemplar necesariamente los diversos perfiles sociales, políticos, culturales, psicológicos, en fin, que entraña de por sí cualquier relación amical, más aún si los seres comprometidos están dotados de un intelecto superior y se admiran mutuamente.
Ricardo Palma (1833-1919) y José de la Riva-Agüero y Osma (1885-1944) pertenecieron a generaciones distintas y, por cierto, disfrutaron o padecieron momentos diversos de nuestra existencia republicana. Sus vidas coincidieron sin embargo a lo largo de treinta y cuatro años, los primeros de Riva-Agüero y los últimos de Palma, vale decir entre 1885 y 1919. Palma, inmerso en el agitado siglo XIX peruano, llegó a sus últimos años dueño de un prestigio literario envidiable, si bien no libre de críticas, como las muy duras de Manuel González Prada y sus epígonos. Riva-Agüero, en cambio, vio desarrollarse su niñez y adolescencia a paso sosegado mas no libre de inquietudes, como las que la guerra civil de 1894-1895 de seguro produjo en su espíritu atento al acontecer patrio. Y en su horizonte surgió muy pronto la figura del Director de la Biblioteca Nacional, entrado en años pero lejos aún de la senectud, pues sus populares Tradiciones peruanas constituían lectura que deleitaba a chicos y grandes del país y del universo hispanohablante. No tardó en producirse el acercamiento personal, como veremos, ni la inexcusable visita a la Biblioteca, cuyas salas eran frecuentadas por toda clase de lectores, entre los cuales no faltaban los ganados por la pasión investigadora y la curiosidad intelectual. Riva-Agüero fue un alumno brillante de la Recoleta y, ya universitario, un estudiante destacadísimo de San Marcos, donde en 1905 y 1910 se graduó de Bachiller y de Doctor en Letras con sendas tesis que advirtieron la vastedad de sus conocimientos y la altura de su pensamiento (Carácter de la literatura del Perú independiente y La Historia en el Perú, respectivamente). Y mientras ello ocurría, el restaurador de la Biblioteca Nacional entraba en la ancianidad sin renunciar todavía al ejercicio de escritor. Al cumplir veinticinco abriles Riva-Agüero, Palma contaba ya setenta y siete intensamente vividos, y por cierto se sentía cansado. Pero cuando en 1912 fuera obligado a dejar la Biblioteca, lo que daría pie a su retiro miraflorino y declinar memorialista y valetudinario, un grupo de brillantes jóvenes ganosos de hacer política, entre los que estaba Riva-Agüero, le rindió público homenaje en acto que no escatimó censuras al Gobierno autor de la separación. En 1917, en fin, Palma dirigió el resurgimiento de la Academia Peruana Correspondiente de la Real Española de la Lengua, y a su iniciativa tanto como a su valía debió su joven amigo y sincero admirador contarse entre sus flamantes miembros, todos ellos propuestos por el patriarca de las letras nacionales. Pero al llegar el 6 de octubre de 1919, vale decir el definitivo ocaso del tradicionista, Riva-Agüero se hallaba lejos de la patria, lo que no le impidió expresar, a través de sentidas páginas enviadas desde Biarritz, su admiración al hombre que le había enseñado a querer más al Perú. Después, no le faltaron ocasiones para adherirse a su memoria, como cuando el centenario palmino, ni para descubrir en su obra una y más facetas en respaldo y fundamento de su devoción.
Esta fecunda peripecia da sustento a los siguientes apartados:
Primeros contactos
Antes que la persona de Palma, el niño Riva-Agüero debió de conocer sus populares tradiciones pues siendo aún muy tierno adquirió verdadera pasión por la lectura. Francisco García Calderón, su condiscípulo, confirma esto último:
«Había leído mucho a [sic] Riva Agüero, no sé cómo ni cuándo. Se le podía aplicar lo que escribió Clarín de Menéndez y Pelayo, que así algunos duermen mientras leen, otros leen cuando duermen. Tal debió ser el caso de este muchacho que sabía de memoria páginas enteras de César Cantú, historiador italiano entonces en boga, que había leído a Michelet, repetía versos de Leopardi y se complacía en desentrañar complicadas genealogías de familias peruanas».
(Cf. García Calderón, 1949: 8).
Por lo mismo, no es aventurado proponer que Palma ejerció influencia en Riva-Agüero desde su precoz niñez, ávida de fantasía e historia bebidas en lecturas de diverso origen, más aún si contamos con testimonio ad hoc: «En las páginas de ambos [el Inca Garcilaso y Palma] se deleitó mi niñez [...]» (cf. Riva-Agüero, (1933a): 396). Muy temprano vino también el contacto personal, pues antes de cumplir los nueve años Riva-Agüero fue llevado por su abuelo materno -Ignacio de Osma y Ramírez de Arellano (1822-1893), ex Presidente de la Cámara de Diputados, Alcalde de Lima y Ministro de Gobierno del General Miguel Iglesias (cf. Varela Orbegoso, 1916: 149; y Swayne y Mendoza, 1951: 175-76), posiblemente amigo del escritor- a conocer a Palma «como a un monumento curioso»; en efecto, sería por la segunda mitad de 18932 cuando el niño sufrió una imborrable impresión:
«[...] y al oírle hablar con los míos, conjuntamente de personas familiares y de pretéritos sucesos, mi mente pueril adivinó en él un benigno brujo que convertía lo lejano en próximo, lo muerto en redivivo, y que nos hacía contemporáneos de lo pasado. Entonces se guardaban, en los salones de la Biblioteca, la galería de retratos de los gobernantes, y los cuadros de Lazo y de Merino. Aquel día D. Ricardo me los enseñó y explicó, respondiendo con indulgencia a las incesantes preguntas de mi vivacidad infantil. Desde esa tarde, para mí memorable, su imagen se me asoció de inseparable manera con las de los arcaicos personajes; las sangrientas escenas de nuestros lienzos románticos, como La venganza de Cornaro, ante la cual se detuvo un buen rato; y las pintorescas figuras de frailes y tapadas, que en dicho embrionario museo aparecían. Mi ingenua mirada de niño lo situó en su exacto medio espiritual, presintiendo de golpe la seria íntegra de sus Tradiciones».
(Cf. Riva-Agüero, (1933a): 396).
El testimonio revela bien la intensidad de ese feliz primer encuentro y cómo se inició entonces un vínculo amical de proyecciones psicológicas y espirituales en el aristocrático infante. Cabe recordar que por ese tiempo Palma ya estaba consagrado como tradicionista inigualable y restaurador patriota de la Biblioteca Nacional, cuya fama trascendía las fronteras nacionales. Quizá, sesentón experimentado, debió de advertir en aquel niño interrogador alguna señal de talento y amor al pasado semejante a las que él mismo mostrara en parecida edad.
La tesis «Carácter de la literatura del Perú independiente» (1905)
Más tarde, el universitario Riva-Agüero frecuentó a Palma con motivo de tal cual consulta de libros de la Biblioteca y, cómo no, de escucharle sabrosas remembranzas, lo que le permitió charlas cada vez más fluidas y amistosas:
«Bastantes años después, evoco nuestras charlas, cuando, estudiante universitario, acudía yo con igual solicitud a consultar los libros de la Biblioteca y las remembranzas del anciano Bibliotecario ilustre [...]»
y
«me parece que vuelvo a hablar con él; que le insto averiguándole recuerdos juveniles, de poesía o política, o por los disfrazados u omitidos protagonistas auténticos de alguna tradición [...]».
(Cf. ibid.: 396 y 421, respec.).
El joven estudiante se había propuesto como tema de tesis de bachiller en letras nada menos que la historia crítica de la literatura peruana republicana, tarea que lo llevaría al despacho de Palma para satisfacer inquietudes o despejar dudas. Lo cierto es que tales contactos estrecharon el aprecio mutuo, pero fue la obra resultante, Carácter de la literatura del Perú independiente, sustentada y publicada en 1905, el libro «que cimentó mi cariñosísima amistad con él» (cf. Riva-Agüero, (1919b): 381; y 1905a). En efecto, el valioso trabajo, que a su veinteañero autor le ganara inmediata reputación internacional de intelectual brillante, constituía el mejor estudio crítico de las letras peruanas del siglo XIX hasta entonces realizado. En él, la obra y la personalidad de Palma, «el más célebre de nuestros literatos», quedaban sumamente realzadas con conceptos tales como «Palma es el tipo del criollo culto, literario [...], es un Segura depurado y ennoblecido», «Palma es el representante más genuino del carácter peruano, es el escritor representativo de nuestros criollos», «príncipe de la literatura patria», o «nada ignorado revelaré si afirmo que Ricardo Palma, por el hecho de haber creado un nuevo género, por el número y la calidad de sus escritos y por la difusión de su fama, obscurece y eclipsa a casi todos los que hasta aquí llevo examinados» (cf. Riva-Agüero, (1905b): 175, 176, 177, 180 y 202). Ojo avizor, Riva-Agüero se permitía presagiar la pervivencia de las tradiciones:
«El puesto de Palma en la posteridad parece ya fijado. Representante del criollismo, y quizá por eso con un fondo español muy claro y definido, no es de los que quedarán relegados a la historia literaria. Todo induce a creer que nuestros nietos lo leerán con igual asiduidad y cariño que nosotros. Sus Tradiciones ganarán con la distancia: se harán más interesantes y poéticas, porque se referirán a costumbres cada vez más lejanas; y las generaciones que no alcancen ni una sombra del Perú antiguo, vendrán a aprender lo que fue de los labios de este conversador entretenido y sabrosísimo [...]»
(Cf. ibid.: 203).
Mas, fiel a su tiempo y al medio culto que lo rodeaba, no se libró Riva-Agüero de establecer un parangón entre Palma y González Prada, de seguro por las diferencias de estilo y talante que los separaban, amén de otros factores como su conocido enfrentamiento; así, precisó que Palma entretiene y divierte, deleita con sabrosas anécdotas y evoca donosamente los recuerdos de la Conquista o hace sentir el encanto de la Colonia, mientras que Prada
«es un prosista de combate. Ataca con valentía y rudeza, lucha cuerpo a cuerpo, despierta pasiones, suscita odios y rencores, se enardece en la refriega, fascina por sus metáforas atrevidas y plásticas y por la concisión y rapidez de su vibrante frase»3.
Sin embargo, es claro que sus simpatías eran por el «bibliotecario mendigo» y no por el radical crítico de Páginas libres, a quien, sin embargo de observar en sus excesos radicales y posturas iconoclastas, no dejaba de admirar en más de una faceta; por el contrario, a Palma era poco o nada lo que le demandaba.
Riva-Agüero se empeña en descifrar la personalidad de Palma, en catarla tal cual es, por cierto con no poca carga sociológica y hasta psicológica. Acierta con sorprendente sagacidad en casi todo lo que somete a su juicio, y se permite profundas calas en la obra en verso y prosa de su personaje. Por supuesto, y como debía ser, son las tradiciones la materia que más y mejor analiza. Así, destaca sus méritos y les encuentra belleza intrínseca, pues no son mera imitación de autores extraños sino que aprovechan nuestros elementos originales y son lo más ameno que literariamente poseemos. No olvida presentar, por cierto, las influencias que cree reconocer en Palma -y, así, consigna que Palma es un Walter Scott en pequeño, aserto que ganaría más de una censura- ni a sus supuestos predecesores, lo que le da pie para vincular el género «tradicional» a la historia y hacer confesiones íntimas como ésta:
«Me imagino que leídas las Tradiciones fuera de Lima, deben perder muchos de sus méritos; y que leídas fuera del Perú, perderán la mitad por lo menos de sus hechizos. Pero para los que hemos nacido en este rincón del mundo y amamos con filial cariño los patrios recuerdos, poseen una magia indefinible»4.
Pasa también revista a su contenido y, al agrupar los relatos según su cronología, destaca cómo una buena parte de ellos evoca la colonia, constatación que lo lleva incluso a comparar el periodo no a un pantano, como al parecer alguien lo había hecho, sino a una «laguna silenciosa y dormida» (cf. Riva-Agüero, (1905b): 197), sin duda por comparación con las turbulencias republicanas y, cómo no, por sufrir aún la falta de suficientes estudios de historia social y económica que hoy nos dan una imagen del todo diferente de dichas centurias. Al fin de las treinta páginas del folleto consagradas a Palma, el autor más favorecido en extensión, Riva-Agüero ofrece una síntesis de las para él «condiciones características» de Palma, esto es de los rasgos más saltantes de su prosa y el estilo particular, singularísimo, que la informa (cf. Riva-Agüero, 1905a: 127-58).
El excelente trabajo de Riva-Agüero, donde alcanzaban relieve especial las páginas dedicadas a Palma y a González Prada, dio lugar a múltiples expresiones de admiración. Así, Carlos Germán Amézaga las consideró atinadísimas y justicieras, pues
«lo que dice usted de ambos tiene el valor de una honda psicología nacional. Sin proponérselo usted ha llegado a la altura de Macaulay estudiando a los dos más grandes prosadores que ha producido el Perú».
(Cf. Amézaga (1905));
y Pedro S. Zulen las mejores de toda la obra y «también las hechas con más arte y amor» (Cf. Zulen, 1911: 833).
Palma se brindó a Riva-Agüero para alcanzar ejemplares de la tesis a intelectuales hispanos de la fama de Marcelino Menéndez y Pelayo y Miguel de Unamuno, y lo alentó a escribirles y, a aquéllos, a contestarle «con algunas palabras de aliento»; las respuestas consignaron sendas felicitaciones por el brillante trabajo y dieron inicio a interesantes correspondencias con el joven intelectual5. Como es sabido, Unamuno le dedicó un notable estudio crítico donde opinó largo sobre la obra de Palma, a quien respetaba mucho, y, sobre todo, Prada, pero Riva-Agüero no permitió que se reeditara en el Perú porque contenía una dura mención del General Mariano Ignacio Prado, padre de su maestro el Doctor Javier Prado, no obstante el consejo contrario de Dn. Ricardo y de su hijo Clemente, periodista en ejercicio, quienes le propusieron publicarlo en Prisma o en El Ateneo «borrando la palabra Prado, que, según ellos, no alteraba el sentido»; especialmente el tradicionista se afanó «todo lo humanamente posible porque el artículo apareciera en los periódicos con la supresión consabida», pero Riva-Agüero se negó «resueltamente a consentirlo», lo que hizo reaccionar a Palma con alguna censura:
«Don Ricardo Palma, con la confusión de ideas propias [sic] de su edad, se ha enfadado conmigo, y atribuye mi conducta a falta de carácter. Creo que la falta de carácter y la deplorable debilidad hubieran consistido en publicar el artículo suprimiendo el nombre de Prado, como él se disponía a hacerlo. Me agrega don Ricardo que UD. se ha de ofender y que no volverá a escribir sobre jóvenes americanos; cosas que yo no puedo suponer de quien, como UD., es tipo de rectitud y pureza moral».
(Cf. Riva-Agüero, (1906a): 156).
Por cierto, no se confirmó el mal presagio de Palma y la amistad epistolar de Unamuno y Riva-Agüero continuó y se estrechó mucho más. Desde entonces, el egregio vasco aprovechó la cordial disposición del talentoso limeño para enviarle libros y saludos a Palma, en tanto Clemente comentaba aquéllos6.
Palma, testigo de la graduación de Riva-Agüero en la Facultad de Letras sanmarquina, se formó de su amigo un gran concepto -«inteligentísimo joven», «gran cerebro»7- que hizo público en 1909 cuando en un banquete realizado en el restaurante del Parque Zoológico expresó: «En el Perú actual brillan tres lumbreras: José de la Riva-Agüero, Francisco García Calderón y Julio C. Tello» (Cf. Mejía Xesspe, 1965: 79). Es pertinente recordar que García Calderón había publicado cinco años antes el que podría considerarse primer ensayo producido por la generación del Novecientos en torno a Palma -«La defensa pro domo de don Ricardo Palma. La obra del bibliotecario»- y que por entonces Palma brindaba todo su apoyo al joven Tello, otro promisor miembro de esa generación (cf. Holguín Callo, 1982, y Planas, 1994a). El ensayo rivagüerino de Doctor en Letras, La Historia en el Perú, cuya sustentación presenciara Palma en 1910, confirmó plenamente tan altos conceptos pues sólo así se explica el elogio superlativo que le dirigió en 1914 -«notabilísima tesis»- en su última tradición8. No obstante, con manifiesta independencia de criterio, el graduando no calló su desacuerdo con Palma en relación a los méritos de Pedro de Peralta (cf. Riva-Agüero, (1910): 285) y, lo más notorio, silenció los palminos Anales de la Inquisición de Lima, de seguro por estimarlos faltos de calidad historiográfica. Por cierto, ello fue causa de un reclamo que Riva-Agüero iba a recordar así: «D. Ricardo en una ocasión me reprochó, con afectuosas quejas, que yo hubiera dado a entender la tenuidad de este su libro, alabando exclusivamente el de José Toribio Medina», explicándose las limitaciones de la obra por «la índole artística de Palma, tan mesurada y fina», que no era para inspirarse en los brutales caracteres de ese tribunal ni para deleitarse en sus escenarios (cf. Riva-Agüero, (1919b): 375-76); no obstante, alguna vez se valió de los truculentos Anales... (cf. Riva-Agüero, (1906b): 46).
El desagravio a Palma (1912)
El primer gobierno de Augusto B. Leguía (1908-1912) tuvo muy pronto a Riva-Agüero y a otros jóvenes de su generación en las filas contrarias. Un valeroso artículo suyo en favor de ciertos presos políticos pierolistas -«La amnistía y el Gobierno»- le hizo sufrir breve prisión, de la que salió convertido en una suerte de líder de los opositores más cultos y honestos del país. Palma, habitual informante epistolar de su hijo Ricardo, médico de la hacienda Cayaltí, siguió paso a paso el incidente; así, al producirse la detención escribió: «El 14 [de setiembre de 1911] vino la estúpida prisión de Riva-Agüero, y la copa de hiel se ha desbordado contra el Gobierno»; y, cuando se anunció un agasajo de grandes proporciones: «Para el domingo tendremos un banquete-almuerzo de 400 cubiertos ofrecido a Riva-Agüero», banquete del que dio abundante información en carta lamentablemente perdida donde debió de relevar su importante significación política (cf. Palma, 1969: 168, 170 y 175). Por cierto, el cálculo resultó corto pues asistieron más de ochocientas personas, entre ellas su hijo Clemente (cf. Planas, 1994b: 123 y ss.).
Poco después ocurrió la salida de Palma de la Biblioteca Nacional. Clemente Palma, combativo periodista de oposición, fue destituido y reemplazado sin la intervención de Palma no obstante la facultad que tenía de proponer a los nuevos servidores del reconstruido repositorio. Dn. Ricardo, que había retirado una primera renuncia, se vio obligado a insistir a fin de lograr su relevo, y fue sucedido nada menos que por su rival González Prada. Muchos vieron en Palma a una nueva víctima de la prepotencia del Gobierno, como ya lo era Riva-Agüero, y ello determinó la pronta organización de un acto de homenaje y desagravio por algunos jóvenes intelectuales con ganas no sólo de solidarizarse con el viejo escritor sino de unir sus voces contra la arbitrariedad leguiísta. El 6 de marzo de 1912 Palma dio cuenta de los planes a su homónimo hijo:
«Parece que un grupo de universitarios está preparando una velada de desagravio y de simpatía a mi persona en el Teatro Municipal para una de las primeras noches de la próxima semana, en la que hablarán como oradores Riva-Agüero, Felipe Barreda, Lavalle, el poeta Gálvez y otros jóvenes. Yo he consultado a la comisión que consultaré con mi médico Barton el asunto, pues ignoro si mi salud no sufrirá con las emociones naturales de la cariñosa manifestación».
(Cf. Palma, 1969: 182).
El permiso del galeno allanó el camino y ya nada impidió que, la noche del lunes 11 de marzo, tuviera lugar la apoteósica velada que congregó a numerosa concurrencia deseosa de manifestar su adhesión al tradicionista tanto como su condena al régimen. Riva-Agüero pronunció el discurso de ofrecimiento, breve pieza oratoria plena de sincero encomio y profundo afecto; Felipe Barreda Laos leyó un ensayo sobre la personalidad histórica y literaria de Palma; Juan Bautista de Lavalle, otro sobre su obra poética; Felipe Sassone dialogó con el público y elogió a Dn. Ricardo; el poeta José Gálvez recitó una inspirada composición que le había dedicado y se vio obligado a repetir; y finalmente Palma agradeció emocionado9. Es claro que no todos los jóvenes cultos admiraban a Palma, pues sin duda los había incluso críticos severos, pero no lo es menos que los que participaron en el acto, por su ya ganado prestigio, representaban tal vez a la parte más sensata.
Riva-Agüero no disimuló el carácter de la reunión:
«Señor don Ricardo Palma: Este rendido homenaje de admiración y cariño constituye el solemne desagravio que la sociedad de Lima y por su medio el Perú todo os ofrecen de las culpas de infieles representantes, y constituye también el cumplimiento de una obligación nacional, que las actuales circunstancias han hecho aún más imprescindible y urgente».
(Cf. Riva-Agüero, (1912a): 357),
ni anduvo corto en el elogio:
«Sois, señor, como nadie y antes que nadie, encarnación legítima del espíritu de nuestra patria, viva y sagrada voz de su pasado. En vuestra individualidad tomó cuerpo el alma gentil de la raza; y por vuestra pluma hemos gustado nosotros mismos plenamente y ha conocido el mundo entero, el encanto del criollismo refinado. En vuestras inmortales tradiciones, evocáis, con magia insuperable, las leyendas de nuestra tierra, las costumbres de nuestros abuelos, los recuerdos de nuestra historia, ya sangrienta y trágica, ya pacífica y blanda, sosegada y risueña. Con el primoroso engarce de vuestro estilo, nos habéis hecho amar doblemente nuestras cosas; las habéis enaltecido envolviéndolas en el luminoso manto de la fantasía; y al hacernos convertir la atención hacia ellas, al inspirarnos afecto y ternura por las peculiaridades nacionales, habéis fortalecido el patriotismo, que tiene siempre en lo tradicional su raíz y su sustento [...] Por todo ello, sin hipérbole alguna y pesando cuidadosamente las palabras, se os debe proclamar uno de los más principales y eficaces agentes en la formación del sentimiento de nuestra nacionalidad».
(Cf. ibid.: 359);
y, con talento zahorí, acertó a descubrir la honda ligazón de la vida de Palma con la historia del Perú republicano, y a relevar su esforzada obra en la Biblioteca Nacional,
«en cuyo grave recinto os hemos contemplado como la viviente imagen de la tradición y el saber antiguo, y que dejáis dando lección tan noble de entereza; y para que en todo os toque parte de las vicisitudes prósperas y adversas de la patria, permite la suerte que lleguen hasta turbar vuestra serena vejez las tristezas del momento presente»10,
clara alusión al malestar político que reinaba.
Por cierto, al menos para Riva-Agüero, solidarizarse con Palma no significó en modo alguno censurar a Prada, a quien él y otros jóvenes «arielistas» aún apreciaban11.
El primer viaje de Riva-Agüero a Europa (1913-1914) dio a Palma ocasión de presentarlo a amigos peninsulares de la estatura de Emilia Pardo Bazán, Benito Pérez Galdós y Enrique de Saavedra, Duque de Rivas, siempre sin escatimarle elogios, v. gr. en carta al célebre autor de los Episodios nacionales:
«Mi muy querido amigo el joven doctor D. José de la Riva-Agüero va hoy para España, y le encargo que haga a usted en mi nombre una visita personal. Riva-Agüero es un distinguido escritor y estoy seguro de que le será a usted grato departir con él»12.
Cabe añadir que no faltó el intercambio epistolar a raíz del temporal alejamiento: el 23 de noviembre de 1913, desde París, Riva-Agüero informó a Palma que en el teatro de Vichy había conocido al académico costarricense Marqués de Peralta, Ministro plenipotenciario de su país en Europa, quien concurriera, como Palma, a las fiestas peninsulares por el IV Centenario colombino, y que un joven francés amigo suyo, Mr. Juge, periodista talentoso y admirador del tradicionista, deseaba colocar en la biblioteca de la Sorbona la colección de las Tradiciones peruanas, por lo cual se la solicitaba; y el 15 de julio siguiente, desde la misma capital, lo felicitó por haber sido nombrado Director honorario de la Biblioteca Nacional, acto que consideró
«reparación de la irritante injusticia cometida con UD. hace dos años [...], al cabo en nuestro país la razón y la gratitud se abren paso y colocan o restablecen a cada cual en el lugar que le corresponde en el aprecio público»13.
La resurrecta Academia Peruana (1917)
En los siguientes años siguió estrechándose la relación que unía al viejo y valetudinario Dn. Ricardo con el joven y animoso Riva-Agüero. En 1915 el español Rafael Calzada, escritor y diputado republicano a las Cortes residente en Buenos Aires, solicitó a Palma un autógrafo y otros de los más notables escritores peruanos para el álbum de su esposa que él se proponía reproducir fotolitográficamente y presentar a los requeridos como tarjeta de saludo del nuevo año 1917. Palma le ofreció, entre otros, uno de Riva-Agüero, a quien instó a facturarlo mediante irónica misiva:
«Mi amigo Calzada aspira nada menos que a la presidencia de la futura República y cuenta con que tanto usted como Clemente [Palma] y como yo tenemos que ayudarlo enviándole una piedrecita para cimiento del presidencial palacio. Ya he mandado yo mi piedrecita. Al grano»14.
Como era de esperar, el pedido no cayó en saco roto pues Riva-Agüero redactó una página que el satisfecho Palma envió como de quien «es actualmente la pluma más prestigiosa de la nueva generación»15. Por aquellos días, Riva-Agüero llevó al ya notable escritor mexicano José Vasconcellos a visitar a Palma, convertido en reliquia viva que muchos extranjeros ansiaban conocer a su paso por Lima16.
El tricentenario de la muerte del Inca Garcilaso de la Vega, recordado en 1916, fue nueva oportunidad para que Riva-Agüero manifestara su admiración por la obra de Palma. En efecto, en el notable discurso que pronunció en San Marcos el 22 de abril, advirtió el carácter precursor del Inca en relación a Palma:
«Al lado de la emoción profunda y contenida, luce siempre su fina sonrisa. Menudea y multiplica las anécdotas, los dichos graciosos, los detalles de costumbres, con una vena de amenidad, desenfado y donaire que presagia en todo las Tradiciones de Palma, de quien es indudable y principalísimo antecesor. Fue el cabal tradicionista de la primera generación criolla»,
al tiempo que, en unión de Felipe Pardo, los hacía a todos tres «nuestros literatos más neta y significativamente nacionales» al par que clásicos «por la mesura y el delicado equilibrio» (cf. Riva-Agüero, (1916): 57). Palma, advertido por Riva-Agüero de lo que de él decía en el esperado discurso, le pidió suprimir tal mención:
«Son las diez de la noche y acabo de terminar la lectura de su interesantísimo trabajo. Perdóneme usted que le pida un servicio: suprima la cita que de mi nombre hace en una de las últimas páginas de su magnífico trabajo»17,
mas nada obtuvo pues seguramente Riva-Agüero se las arregló para convencerlo de la justeza de la cita. Y no fue la única vez que el Inca y Palma quedaron hermanados por su notable admirador18.
La Academia Española quiso reanimar a sus Correspondientes americanas que atravesaban un estado de letargo y al efecto se dirigió a sus directores y decanos con el fin de instarlos a reorganizarlas mediante la propuesta de nuevos miembros; por lo que toca al Perú, Palma fue el comisionado. En la primera de las muchas cartas que sobre este tema cursó a Emilio Cotarelo y Mori, Secretario Perpetuo de aquella institución, mencionó a Riva-Agüero como «la intelectualidad peruana más notable del presente», añadiendo que «por su prestigio literario y condiciones personales, es el llamado a organizar la nueva Academia peruana»19. Un año después, en epístola destinada a recordar a los académicos existentes y a presentar a los candidatos que proponía -Riva-Agüero, Oscar Miró Quesada y Javier Prado-, concedió Palma varios párrafos a Riva-Agüero -«hijo único y bastante rico»- así como a su bisabuelo el homónimo Gran Mariscal:
«Nuestro joven literato, que hoy cuenta treinta y un años de edad, disfruta de grandísimo prestigio entre la juventud. Acaso en la Academia haya quienes posean ejemplares de la tesis que él presentó para graduarse en la Facultad de Letras. Entiendo que el autor les envió al Conde de Cheste, a Menéndez y Pelayo, a su pariente el Conde de Casa Valencia y al Duque de Rivas. Hay del joven Riva-Agüero varios opúsculos históricos que le han merecido que la Real Academia de la Historia le expidiese en 1914 el diploma de académico correspondiente»20.
Sin embargo, en esta oportunidad Palma estimó que Javier Prado, el reputado Rector de San Marcos, debía ser quien lo reemplazara como Director de la Academia Peruana. En cartas posteriores añadió a su propuesta original los nombres de Juan Bautista de Lavalle, Víctor Andrés Belaunde y José María de la Jara y Ureta, «a quien reputo como hablista y pensador al nivel de Riva-Agüero, de quien es íntimo amigo», José Gálvez Barrenechea, los cuatro jóvenes, así como el del ya entrado en años Alejandro Deustua (cf. Palma, 1949, I: 556 y 559). El 11 de abril de 1917 la Academia Española aceptó a los ocho propuestos por Palma y el 12 de agosto los académicos celebraron junta en su casa, en la cual, por aclamación, fue nombrado Director. La sesión solemne de inauguración, con la presencia del Presidente de la República José Pardo, tuvo lugar en la Universidad de San Marcos el 8 de diciembre y en ella Belaunde leyó el discurso de Palma, que no asistió por su mala salud, en el cual manifestó su
«inmensa satisfacción de ver por segunda vez el establecimiento de una institución de alta cultura, constituida por un personal selecto que, por su índole mental, servirá para desvanecer el erróneo concepto que siempre se ha tenido sobre el espíritu esencialmente conservador de las Academias».
(Cf. Palma, 1918: 9-10).
Digno es de notar que entre los ocho flamantes académicos escogidos por Palma, cinco pertenecían a la misma generación, la del Novecientos: Riva-Agüero, Belaunde, Miró Quesada, Lavalle y Gálvez, y uno -La Jara y Ureta- se hallaba muy cerca de ella21; algo lejos en cambio estaban Deustua y Prado. Palma devino pues su padrino y promotor al nivel más alto de la cultura literaria nacional. El hecho reflejaba su apertura a los valores nuevos, de los cuales lo separaba una media centuria, cuyos méritos intelectuales ciertamente reconocía, aunque también pensaba que los flamantes académicos eran «hombres de política en su mayoría», lo que era verdad pues seis de ellos, los menores, se contaban entre los fundadores y dirigentes del recientemente creado Partido Nacional Democrático, Prado era un civilista destacado y Deustua exhibía larga trayectoria pública22. Cabe recordar que por entonces el mundo intelectual no rechazaba el trajín político.
La primera gran biografía palmina (1919)
Riva-Agüero recibió la mala nueva de la muerte de Palma (Miraflores, 6 de octubre de 1919) a poco de iniciar su largo autoexilio europeo a raíz del segundo ascenso de Leguía al poder: «Las noticias de su tranquilo apagarse de octogenario y de sus espléndidos funerales, fueron en 1919 a reanimar en el extranjero mis memorias y mis nostalgias» (Cf. Riva-Agüero, (1933a): 397). Quizá la lejanía le impidió participar en el número especial con que la revista Mercurio Peruano homenajeó al difunto escritor, pero en el inmediato siguiente apareció su «D. Ricardo Palma», necrología suscrita en Biarritz en noviembre de 1919 y el mayor esbozo biográfico palmino realizado a partir de los recuerdos vertidos oralmente por su protagonista23. En efecto, Riva-Agüero se valió de las variopintas memorias que escuchara de Dn. Ricardo a lo largo de muchas sesiones de palique, vulgo conversación, como diría éste, para reconstruir los capítulos más importantes de su vida. Por ello el conjunto ofrece aquí y allá huellas clarísimas del testimonio personal que lo sustenta, de anécdotas y ocurrencias que a menudo sólo mediante la confesión directa se transmiten. De ese modo, Riva-Agüero plasma casi una autobiografía, pues son tantos y tan sustantivos los fundamentos orales de la reconstrucción que nos parece escuchar al propio Dn. Ricardo a través del más fiel de sus admiradores modernos, inmejorable intérprete por su vocación historicista, su amor al personaje y su insuperable dominio del escenario limeño.
Riva-Agüero no oculta la fuente de su saber y en varios pasajes confiesa que es el mismo Dn. Ricardo, v. gr. a propósito del fervoroso ¡viva Santa Cruz! pronunciado en el balcón de la vivienda de los Palma cuando su único vástago era un niño de seis años, o de los motivos de su desengaño como seguidor del caudillo Manuel Ignacio de Vivanco, o de sus conversaciones en Paita con el obsesivo caudillo ecuatoriano García Moreno. Dada la excelencia del testimonio, no le faltan episodios que no repite ninguna otra biografía, en especial la filial de Angélica Palma, como el temprano desempeño de amanuense en una oficina pública y el incidente que lo indispuso con el alto funcionario y político Manuel Ferreyros, quien habría insistido que en el mensaje presidencial se dijera «los falsos alarmas». Sin embargo, no todo, ni mucho menos, se corresponde con la realidad, pues el biógrafo peca de inexacto unas veces por su excesiva fidelidad a la fuente -sabido es que Palma doró más de un capítulo de su agitada trayectoria-, como al situarlo en el desembarco peruano en Guayaquil de 1859, y otras por confusión de hechos y circunstancias o superficial conocimiento, v. gr. cuando traslada a Palma a Europa hacia 1858. Téngase en cuenta en su descargo que gran parte del escrito fue producto de la memoria antes que de la consulta bibliográfica, la cual era poco menos que imposible al no existir biografías de Palma munidas de semejante detalle y deleite. Pero llama la atención que le falte el cuadro austero de la Dirección de la Biblioteca Nacional, donde Riva-Agüero niño conoció a Palma, así como el de la función consultora de éste, con que a tantos lectores e investigadores nacionales y extranjeros favoreciera a fuer de experto en materias históricas. Tal vez el mal carácter que lo distinguía inhibió en este extremo al retratista. En cambio, contiene la pintura de su retiro miraflorino, al cual muchas veces acudiera Riva-Agüero con gesto reverente y espíritu de arqueólogo:
«A la salita de su modesto rancho, pieza que le servía a la vez de recibimiento, escritorio y biblioteca, acudían en peregrinación todos los viajeros cultos que pasaban por Lima. Era, en efecto, D. Ricardo la mejor reliquia de la vieja ciudad virreynal, la imagen de lo pasado, la personificación del Perú histórico. Delgado, con la cara completamente afeitada, la boca burlona, y los ojos risueños a pesar de la senectud y la extrema miopía, se parecía ahora muchísimo a su amado Voltaire, cuyas obras completas y cuyo irónico busto le hacían siempre compañía, colocados, a manera de altar, en un estante frontero a su sillón de anciano valetudinario. Lo rodeaban sus hijas ejemplares, la mayor de las cuales, Angélica, distinguidísima literata, le servía de lectora y secretaria».
(Cf. Riva-Agüero, (1919b): 381).
Algo más. Riva-Agüero no consignó en su ensayo todos sus recuerdos palminos. Calló muchos por respeto y discreción, lo que se comprende bien tanto por razones obvias como por la funeral oportunidad. Así, alguna vez Porras le escuchó mentar a la aristócrata dama que protegiera a Palma niño, revelación del viejo memorialista que alcanzara a conocer (cf. Porras Barrenechea, 1949: XV).
El centenario de Palma (1933)
Riva-Agüero facturó su mayor ensayo dedicado a Palma con motivo de su centenario natal recordado en 1933. En efecto, su «Elogio de don Ricardo Palma» leído en la femenina sociedad Entre Nous, ante un numeroso público, contiene expresiones de sincera devoción, el recuento de su trato personal con el tradicionista a través de confesiones cargadas de sentimiento -v. gr. «con cuya amistad merecidamente me ufanaba»- y sinceridad, como las causas de amigables desacuerdos, en nada relevantes pues «por encima de nuestras discrepancias, instintivas o razonadas, nos unía intensamente el vivo sentimiento de la peruanidad»24, pero sobre todo su visión madura y reflexiva de la obra palmina, verso y prosa, que una vez más trata de explicar e interpretar. Es particularmente notable su estudio de la tradición, con profusión de datos tocantes a sus antecedentes, influencias, coincidencias, semejanzas, parentesco, evolución, estilo, definición, sociología, geografía, arquetipos, cronología, etc. Sin duda, una lectura atenta y soledosa de las tradiciones le hizo ver mejor sus aciertos y excesos, la perfección y la imperfección de sus relatos, los muchos rostros que poseen; pero aunque Riva-Agüero marca los lunares, bien pronto cede a la comprensión y explica, por ejemplo, cómo Palma no podía tratar en serio ni los episodios trágicos. No faltan por cierto la expresión justa ni la valoración reiterada -«Ricardo Palma fue único e inconfundible [...] nadie ha expresado con más fidelidad y cariño el alma y los sentimientos de nuestra capital y nuestra patria. Se ha hecho con razón el símbolo del Perú»- ni la certeza de que, como él, también Palma estimó más feliz el Virreinato y enalteció y ensalzó «el Perú íntegro y total en el espacio y en el tiempo», sin exclusiones ni antagonismos (cf. Riva-Agüero, (1933a): 419 y 420).
Aún al colocarse la primera piedra del monumento a Palma en 1935, Riva-Agüero volvió a ocuparse de su obra con agudo sentido interpretador25.
Un paralelo forzado
«Los hombres de la generación de Riva-Agüero, con él a la cabeza como lo señalan con noble generosidad García Calderón y Belaunde, buscaron sus maestros de evocación histórica y literaria en Palma; y de reforma política, en Piérola»,
dice Pacheco Vélez, estudioso de estos episodios (cf. Pacheco Vélez, 1984-1985: 179). En efecto, para esos peruanos Palma no sólo fue el genio recreador del pasado en sus tradiciones, obra literaria sustentada por la historia, pero también el mago que extraía de ésta sus más íntimos secretos, a los cuales, producto de su carácter, presentaba con la sencillez y el encanto del maestro que todo lo sabe. Pienso que los Mendiburu, Lorente y Paz Soldán andaron en desventaja, respecto de Palma, en su mensaje historicista, en función de cierta generación de peruanos a quienes el tiempo de la Reconstrucción, con sus miserias y estrecheces, hizo buscar refugio en lecturas más gratas para el sentimiento nacional. Por cierto, no se les ocultaría que las tradiciones eran ante todo literatura, pero también debieron ver en ellas la imagen viva de un tiempo mejor cuya recreación mental podía contribuir a levantar el ánimo. La colonia, con su dorado fulgor, materia preferida de las tradiciones, pasaría a convertirse en un reto a igualar o superar, en un tiempo no por pasado menos magnífico, en una experiencia intelectual capaz de cimentar el necesario espíritu nacionalista. Y Riva-Agüero, quizá como el que más, se aficionó profundamente a su estilo y, por cierto, a su mensaje:
«Aquel anciano amaba el Perú con vehemencia y hondura indecibles. Toda su labor artística consistió en el encumbramiento y la glorificación del nacionalismo. En él se había concentrado la vida multisecular de la tierra peruana».
(Cf. Riva-Agüero, (1933a): 421).
Es discutible, sin embargo, que Palma sintiera verdadero apego al Virreinato, como afirma Riva-Agüero, bien que en la senectud tal vez ése fuera el sentido de su conversación. El asunto, polémico de suyo y sobre el cual han caído juicios divergentes, merece un desarrollo ad hoc.
Plantear comparaciones no siempre es recurso atinado y pertinente, pero son tantos los planos en que las personalidades de Palma y Riva-Agüero se cruzan que resulta forzoso marcar sus puntos de contacto tanto como de separación. Por cierto, no soy el primero que echa mano al recurso pues, hace ya muchos años, el chileno Miguel Luis Amunátegui Reyes le dijo a Riva-Agüero que sus escritos recogidos en el primer tomo de Por la verdad, la tradición y la patria le recordaban los atractivos de las producciones de Palma (cf. Amunátegui, (1937): 394), semejanza fundada sin duda en la riqueza de sus respectivos estilos. En épocas menos lejanas, Alberto Wagner de Reyna y José A. de la Puente Candamo también lo han practicado. Ante todo, como Palma y Riva-Agüero fueron hombres de tan distintas generaciones, saltan a la vista muchísimos elementos si no de oposición al menos de evidente distancia, tanto en sus valores culturales cuanto en sus actitudes, formación y sentido vital, sin atender a las peculiaridades del carácter y a los sustratos sociales de tan definitivo influjo. Wagner de Reyna ha destacado con acierto cómo vieron en distinta forma el pasado: Palma para extraerle lo anecdótico y risueño, Riva-Agüero para estudiarlo con seriedad y hondura; aquél para divertir y divertirse a su costa, éste para buscar sus enseñanzas. «Si Palma compuso la brillante zarzuela de nuestro pasado, se aplicó Riva-Agüero a referir el drama histórico de nuestra existencia nacional» (cf. Wagner, 1945: 193). Sin embargo, recuerda el analista, ambos trabajaron por la misma causa y, aunque diferentes, se completan; no nos explica, en cambio, que el uno anduvo por los terrenos literarios, de suyo tan liberales y azarosos, y que el otro se consideró siempre un fiel discípulo de Clío. Las diferencias se tornan pues explicables, como entender que el casi religioso amor al pasado nacional fue pasión que convocó a ambos.
De la Puente Candamo, que advierte el fervoroso palmismo de Riva-Agüero -«Tal vez a ningún hombre como a Ricardo Palma le dedica Riva-Agüero estudios tan minuciosos, reflexiones tan cordiales, y análisis y planteamientos más cálidos» (cf. De la Puente, 1971: XXXIV)- subraya cómo a ambos unió el cariño a Lima o «limeñismo», el culto del idioma, la vocación ligera y graciosa por nuestras cosas, pero separó la visión religiosa del mundo y de la cultura, así como la actitud ante el pasado, en lo cual su análisis se aproxima al anterior. Precisa también cómo el autor de La Historia en el Perú halló en el tradicionista por antonomasia «fuente, apoyo, hermandad» (cf. ibid.: XXXV). Acierto hay sin duda en esta cabal percepción de los vínculos que aproximan a tan desemejantes escritores, y sólo le falta recordar la plena y generosa comprensión que siempre manifestó Riva-Agüero hacia las convicciones más radicales de su admirado paisano.
Quiero terminar estas calas con la mención de ciertas circunstancias vitales que alguna parte tuvieron en la cordialísima relación que las motiva. Palma y Riva-Agüero no sólo compartieron nación y patria, espíritu criollo y valores vernáculos, y se ligaron en vida por creencias liberales y hasta anticlericales (pienso en Riva-Agüero joven), sino que también les afectó la condición de no tener hermanos y la circunstancia de nacer en febrero y morir en octubre. Son casualidades, sin duda, pero debo aludirlas, como hay mucho, mucho más. Ambos fueron apasionados de la Historia y tuvieron en el más alto concepto sus verdades y enseñanzas26, lo que fue causa de que salieran en su defensa aun a costa de romper lanzas -Palma en acalorada réplica al jesuita Cappa (1886), Riva-Agüero a propósito de una comisión oficial para revisar los textos escolares de Historia del Perú y de Economía Política (1935) (cf. Palma, (1886); y Riva-Agüero, 1935b)- y renunciar por dignidad el encargo, como lo hizo Riva-Agüero. Asimismo, cabe proponer que no poco de la imagen que éste se forjó de la colonia y de sus instituciones simbólicas, v. gr. la Inquisición, se nutrió de elementos que bullen en las tradiciones; por cierto, el punto es controversial y merece mayor estudio, entre otras razones por la conocida evolución que experimentó Riva-Agüero en sus años de madurez, aunque por lo que toca a su juventud el aserto parece comprobado27.
De esta suerte, visto el panorama a vuelo de pájaro, parecen más y fundamentales las coincidencias que las discrepancias, como no admite duda la clara y reiterada adhesión de Riva-Agüero a Palma, cuyo patriótico magisterio queda por estudiar en el permanente devenir de las generaciones peruanas.
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