miércoles, 27 de febrero de 2013

El imaginario popular en un clásico americano: las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma
Eva María Valero Juan
Quizá la forma más adecuada para esbozar un primer acercamiento a la figura de Ricardo Palma, sea justificar la elección de este autor atendiendo a la temática del Congreso. «La lengua, la academia, lo popular, los clásicos...»; este título me sugirió la necesidad de recordar al infatigable intelectual peruano que demostró su pasión por el mundo de las letras desde los más diversos escenarios intelectuales: escritor, Correspondiente de la Real Academia Española y Director de la Academia Peruana de la Lengua, lexicógrafo, editor, director de la Biblioteca Nacional de Perú..., es un abanico lo suficientemente amplio para darnos una idea global de la trascendencia de Ricardo Palma en el ámbito cultural latinoamericano de finales del siglo XIX.
Pero, ¿qué lugar ocupa «lo popular» entre todas las facetas filológicas que acabo de enumerar? Precisamente, la recuperación de las leyendas populares es uno de los ingredientes principales de la obra de Ricardo Palma; recuperación que le permitió cumplir un objetivo para él fundamental: afirmar literariamente una identidad nacional. A la función que desempeña el imaginario popular en esta literatura dedico buena parte de mi exposición, que trataré de completar con algunas notas sobre el trabajo lexicográfico desempeñado por el polígrafo peruano. Como veremos, el anhelo de distinción y originalidad que se desprende de la obra principal de Palma -las Tradiciones peruanas- está íntimamente relacionado con su preocupación por el idioma y la defensa de las voces americanas que trató de incluir en el Diccionario de la Real Academia Española.
Para profundizar en ese imaginario popular que surge de las Tradiciones Peruanas, es necesario recordar que a Ricardo Palma, desde finales del siglo XIX, se le otorgó el título simbólico de primer fundador de la Lima literaria o de cronista clásico de la Lima del pasado; en definitiva, se le consideró el creador de esa dimensión mítica que la literatura confiere a las ciudades.
Desde los primeros tiempos de la Colonia, la llamada Ciudad de los Reyes había comenzado a adquirir presencia en los escritos de los poetas que residían en la capital y que plasmaron en sus versos la epopeya de su fundación y los fastos que en ella se celebraban. Sin embargo, no será hasta la aparición de las Tradiciones Peruanas, en la segunda mitad del siglo XIX, cuando la ciudad adquiera esa especie de «plusvalía literaria»1 que la transforma en un espacio mítico2. Las Tradiciones constituyen un corpus narrativo prolífico y consistente, publicado en seis volúmenes (entre 1872, 1883, y 1911), que, como ha señalado Enrique Pupo-Walker, significan en la literatura del Perú el nacimiento del cuento como género de profunda raigambre nacional, en el que por primera vez -anticipándose a la novela-, se mitifica la historia peruana3.
En este sentido, creo conveniente recordar las siguientes palabras de Julio Ramón Ribeyro, sucesor de Palma en el siglo XX en lo que se refiere a la literatura urbana limeña. En ellas encontramos la clave para entender la ficcionalización del imaginario popular en las Tradiciones:
La literatura sobre las ciudades las dota de una segunda realidad y las convierte en ciudades míticas.
Que estas representaciones sean fidedignas no tiene mucha importancia. Si lo son, poseen a parte de su valor estético uno documental [...] Pero pueden ser también representaciones equivocadas, tendenciosas o fantasistas. La Habana de Lezama Lima puede ser delirante, la Praga de Kafka onírica y el Bagdad de Las Mil y una Noches fabuloso. Pero es gracias a estos autores o libros que dichos espacios dejan de ser espacios geográficos para convertirse en espacios espirituales, santuarios que sirven de peregrinación y de referencia a la fantasía universal4.
La obra del tradicionista es un ejemplo emblemático de esa literatura que utiliza la recuperación de la tradición popular para crear un discurso que se acomoda en los lindes difusos entre la historia y la literatura, entre la realidad y la ficción. Ribeyro consideró que la historia y la memoria de los limeños pervivió gracias a la obra de Ricardo Palma, quien, en las siguientes palabras, nos da la mejor definición de ese género original que es «la tradición»: El tradicionista tiene que ser poeta y soñador; el historiador es el hombre del raciocinio y de las prosaicas realidades.
El sentido de esta originalidad de las Tradiciones se encuentra en la creación del viaje irrepetible hacia el pasado, a través de una conjunción que nadie antes había cultivado: la fundación literaria de la historia -preferentemente colonial, pero también incaica y republicana- y, como fiel discípulo del costumbrista Manuel Ascencio Segura, la visión criollista, popular y chispeante, de la literatura limeña. A esta última la enriqueció con la marca inconfundible de un estilo, al que la oralidad, unida al recuerdo, imprime su peculiaridad formal. En cualquiera de las nueve series que componen las Tradiciones peruanas se pueden encontrar múltiples ejemplos de esta recuperación de la memoria oral y de la lengua coloquial en la escritura:
¡Cómo! ¡Qué cosa! ¿No conoció usted á las Pantojas? ¡Chimbambolo! ¡Pues hombre, si las Pantojas han sido en Lima más conocidas que los agujeros de los oídos!5
Siempre he oído decir en mi tierra, tratándose de personas testarudas ó reacias para ceder en una disputa: «Déjele usted, que ese hombre es más terco que un camanejo»6.
Era como refrán en Lima, allá en los días de mi mocedad, el decir por toda solterona en quien disminuían las probabilidades de que la leyese el cura la epístola de San Pablo: «¿Si le habrá caído á ésta la maldición del general Miller?»7.
Pero la plasmación del habla popular dista mucho de generar un estilo descuidado en su escritura. Tal y como Palma recuerda en diversos escritos, la esencia de la «tradición» estaba en la elaboración formal y no tanto en el fondo de lo narrado, pues en ella se revela el pretendido espíritu popular de esta literatura:
A mis ojos la tradición no es un trabajo que se hace a la ligera: es una obra de arte. Tengo una paciencia de benedictino para limar y pulir mi frase. Es la forma más que el fondo lo que las hace populares (carta a Vicente Barrantes)8.
El fruto de esta hibridez entre el criollismo popular y la predilección por el pasado, que combina y reformula las características inherentes a las corrientes costumbrista y romántica, fue un género fundacional por lo novedoso y original9.
Diversos críticos han abordado la dificultosa tarea de definir este nuevo género, del que siempre se destaca la heterogeneidad literaria y la fusión entre aspectos dispares. Así, por ejemplo, José Miguel Oviedo define la «tradición» como
un género híbrido [...] Es un cruce de raro equilibrio, el fruto de un mestizaje literario que funde alegremente lo vernáculo y lo clásico, lo limeño y lo hispánico, la historia y el cuento10.
En este mismo sentido de hibridez literaria incide la definición de Raúl Porras Barrenechea:
[Es un] producto genuino limeño y criollo. No es historia, novela, ni cuento, ni leyenda romántica. De la historia recoge sus argumentos y el ambiente, pero le falta la exactitud y el cuidado documental. Palma no concibe la historia sin un algo de poesía y de ficción...
La «tradición» es, pues, un pequeño relato que recoge un episodio histórico significativo, anécdota jovial, lance de amor o de honra, conflicto amoroso o político en que se vislumbra repentinamente el alma o las preocupaciones de una época o se recoge intuitivamente, por el arte sintético del narrador, una imborrable impresión histórica. [...] Es la gran historia realizada con la técnica fragmentaria y liviana del pintor de azulejos. [...] Es la historia popular contada, según lo dijo él mismo, como la cuentan las viejas y el vulgo...11
La reelaboración escrita de la tradición oral está en la base de la invención del mito urbano. Y la imprecisión histórica, uno de los rasgos característicos de la memoria oral, se convierte en el mejor instrumento para crear una Lima inventada, pero henchida de esa verdad proverbial que se desprende de la historia popular12. Ahora bien, Palma, a pesar de conferir veracidad a los hechos que narra, no pretendió en ningún momento hacer historia, tal y como manifiesta explícitamente en más de un fragmento:
Menos pañito y más chocolate. Basta de guaraguas y á la Conga. Pero como no me propongo hacer historia contemporánea [...] escribiré sólo lo pertinente á mi tema13.
No sé precisamente en qué año del pasado siglo vino de España á esta ciudad de los reyes un mercenario [...] con el título de Visitador general de la Orden: Lo de la fecha importa un pepino; pues no porque me halle en conflicto para apuntarla con exactitud, deja de ser auténtico mi relato. Y casi me alegro de ignorarla14.
A través de la fusión entre la oralidad, el recuerdo y la fantasía, Palma creó la Lima del imaginario popular, se negó al ser el hombre del raciocinio y las prosaicas realidades, infundió aliento a la historia, y recorrió en su imaginación tanto «la ciudad silenciosa de la conquista»15 -monótona, apacible y pueblerina-, como la ciudad en que vivió, entristecida y pobre tras el embrollado proceso republicano; aldea silenciosa como en la colonia, pero ahora con tonalidades y matices decadentes. En suma, construyó una Lima poética a través de la anécdota colorista, y sustituyó la provecta veracidad histórica por el pintoresquismo de la leyenda popular, que le permitió dotar a la ciudad del embrujo de su alma graciosa y singular.
Luis Alberto Sánchez, en el libro que dedica a la ciudad creada por Palma, acierta en utilizar en el último capítulo el «Símbolo de Gulliver» para el análisis de esa Lima imaginaria pintada con sonrisas y excesos: «para la pequeñez del asunto, sus ojos tuvieron exageraciones macroscópicas. [...] trató de revivir la época, valiéndose de anécdotas y leves aventuras, agigantadas por su imaginación»16.
Palma rescata las imágenes inveteradas de la ciudad, aúna una visión intrahistórica con su aguda inventiva, de forma que la ciudad colonial adquiere vida propia en el relato, ya no como mera imagen poética, o como objeto de análisis de un libro de viajes, sino como escenario y ambiente y, sobre todo, como ciudad anímica, es decir, como espacio en el que sus moradores obtienen todo el protagonismo e imprimen a la ciudad sus formas, sus anhelos e ilusiones, su carácter propio, en definitiva, su idiosincrasia. Surge así en las «tradiciones» la identificación entre la ciudad y sus habitantes, cuyo sesgo común se unifica en esa característica definitoria de lo urbano limeño que en esta literatura es el criollismo.
En las Tradiciones, los limeños contemporáneos a Palma, saturados de historia entre real e inventada, podían adivinar en cada calle de su ciudad una anécdota del tradicionista, de forma que el hortus clausum virreinal se impregna de historia y de leyenda y se integra decididamente en la conciencia republicana de mediados de siglo. Y de esa integración surge una revalorización de lo genuinamente limeño, que se encuentra adherido en su más auténtica expresión a las clases medias de la sociedad virreinal. Palma, divertido y socarrón, se entusiasma con estos agudos personajes que hacen alarde de ingenio, e insiste en el realce de lo propio y autóctono, llevado a la exageración y a la caricatura. Tanto es así, que Porras Barrenechea le ha denominado «el más grande forjador de peruanidad»17.
Un buen ejemplo de la utilización de lo popular como medio para la afirmación de la identidad a través de la literatura podría ser «La tradición de la saya y el manto», más cercana a la crónica de costumbres que al relato. Aquí, el discurso pretende hacer memoria de esta moda femenina, remontándose al año 1560 hasta llegar al siglo XIX, para darnos el testimonio directo de su desaparición. Pero lo más interesante para lo que estoy tratando de plantear es la manera en que Palma describe dicha moda como una de las características exclusivas que identifican, diferencian y confieren personalidad propia a la Lima de la Colonia:
Tratándose de la saya y el manto, no figuró jamás en la indumentaria de provincia alguna de España ni en ninguno de los reinos europeos. Brotó en Lima tan espontáneamente como los hongos en un jardín.
[...] Nadie disputa a Lima la primacía, o mejor dicho la exclusiva, en moda que no cundió en el resto de América...
En el Perú mismo, la saya y el manto fue tan exclusiva de Lima, que nunca salió del radio de la ciudad. Ni siquiera se la antojó ir de paseo al Callao, puerto que dista dos leguas castellanas de la capital18.
En este ejemplo comprobamos el afán de Palma por la captación de lo autóctono limeño. El anhelo de distinción es equiparable a la esencia de la «tradición», que se instaura como género propio y como una literatura diferente. Al igual que la saya y el manto, la «tradición» «nunca figuró en provincia alguna de España ni en ninguno de los reinos europeos», y realzó el carácter de una literatura nacional19.
En suma, en las Tradiciones peruanas el escritor utiliza la recuperación del imaginario popular como medio para la definición literaria de esa identidad nacional que el momento independentista no había logrado impulsar, dado que la literatura costumbrista que se escribió en aquel momento privilegió los valores del presente e impuso un olvido del pasado. «La tradición de la saya y el manto» quizá es uno de los mejores ejemplos de esa reivindicación identitaria, que repercute en varios niveles: la recuperación de las tradiciones populares propias y exclusivas, y su plasmación en un género literario original (y no imitativo de modelos europeos).
Desde esta perspectiva, considero fundamental conectar dicha significación principal de las Tradiciones con la faceta de Palma como lexicógrafo, Miembro Correspondiente de la Real Academia Española desde 1878, y Director de la Academia Peruana de la Lengua desde 1914 hasta el año de su muerte en 1919.
En 1892, Ricardo Palma viajó a España para asistir al IV Centenario del Descubrimiento de América en calidad de Ministro residente y el cargo de Delegado del Perú a los Congresos Americanista, Literario y Geográfico. Este viaje le permitió hacer realidad un encuentro entrañable con sus admirados escritores españoles, pero también supuso una gran decepción cuando hubo de enfrentarse a la intransigencia de la Real Academia Española. Palma había traído a España el fruto de muchos años de trabajo lexicográfico: en concreto, varios centenares de voces americanas como butaca, andino, refranero, rifle, solucionar..., atestiguadas en la tradición oral y en la escrita; voces que, a pesar de todo, no fueron admitidas por la Academia, aunque el tiempo se encargaría de darles entrada en el Diccionario de la Lengua Española de la RAE.
Como recuerda don Alonso Zamora Vicente en su Historia de la Real Academia Española: «La insistencia de Palma en defensa de sus propuestas se [estrelló] ante la escasa receptibilidad de los académicos españoles»20.
Sin embargo, el pretendido purismo de la Academia -opuesto a su idea vitalista del lenguaje21- no desalentó el afán por preservar todas aquellas voces americanas que vieron la luz en la publicación de dos libros principales: Neologismos y americanismos (1896) y Papeletas lexicográficas. Dos mil setecientas voces que hacen falta en el Diccionario (1897). Lo que más me interesa destacar de estas publicaciones es su recepción en España, y en concreto, la opinión que le merecieron a Miguel de Unamuno, «el más fecundo de los neólogos»22 en palabras de Palma; opinión expresada en la interesantísima correspondencia que ambos mantuvieron durante años. El juicio de Unamuno fue severo y rotundo:
El pecado original de la Academia es aspirar a ser una autoridad que define lo que es bueno y lo que es malo, y no una corporación que investigue el lenguaje. Tan absurdo me parece que niegue entrada a un vocablo usado en extensa región, como el que una Academia de Ciencias naturales rechace a un insecto porque no lo conoció antes23.
Y respecto a la intransigencia con que la Academia rechazó los americanismos propuestos por Palma, Unamuno prosigue:
Lo que me dice de la testarudez académica es el evangelio puro. Mas aquí cada vez nos hacemos menos caso de la tal Academia y el lenguaje se ensancha y flexibiliza sin contar con ella. Su papel debe ser aceptar lo que aceptó el pueblo. Pero, por desgracia, lejos de ser una corporación conservadora lo es reaccionaria24.
Estas manifestaciones se producían en un momento crítico de las relaciones entre España y los países de América Latina tras la pérdida de las últimas colonias en 1898; relaciones que sin embargo generaron un fecundo acercamiento entre intelectuales de ambos lados del Atlántico. Tal es el caso de la fraternal comunión espiritual entre Unamuno y Palma, o la admirable labor de acercamiento desarrollada por otro español que se convirtió en uno de los principales intelectuales americanistas de principios de siglo. Me refiero a Rafael Altamira, literato, jurista e historiador que desarrolló una acción importantísima para restablecer las relaciones entre España y América Latina y borrar cualquier vestigio de paternalismo intelectual, en los términos de una necesaria comunicación recíproca entre las naciones hermanas. Altamira, junto con Unamuno -entre otros intelectuales españoles del momento-, fue uno de los principales impulsores de la necesidad de una orientación liberal en la enseñanza, y, para realizar esa formulación, recordaba a Ricardo Palma en los siguientes términos:
Hace años [...] hice constar que la condición requerida, como base para una intimidad de relaciones, por los americanos, era una franca orientación liberal por nuestra parte.
Apoyábame en declaraciones recientes de varios escritores de América, entre ellos Ricardo Palma y Valentín Letelier, quienes, «con la España inculta, estancada en su progreso y reaccionaria en su política, nada quieren, porque otra cosa será contradecir los mismos principios de vida de las repúblicas americanas»25.
Esa España reaccionaria, contra la que lucharon Unamuno o Altamira, generó también la queja del tradicionista, quien en el siguiente párrafo confirma las ideas que acabamos de escuchar en palabras de Altamira:
Las fiestas del Centenario colombiano han dado el tristísimo fruto de entibiar relaciones. Los americanos hicimos todo lo posible, en la esfera de la cordialidad, porque España, si no se unificaba con nosotros en lenguaje, por lo menos nos considerara como a los habitantes de Badajoz o de Teruel, cuyos neologismos hallaron cabida en el léxico. Ya que los otros vínculos no nos unen, robustezcamos los del lenguaje...26
En este mismo sentido, conviene recordar algún breve fragmento de las manifestaciones de Palma que don Alonso Zamora Vicente recoge en su Historia de la Real Academia Española:
No le perdono a la mayoría académica su desdén por nuestros neologismos. Durante mi permanencia en España fue ese desdén lo único que me mortificó. Adquirí la convicción de que, en España, hay por los americanos mucha estudiada cortesanía, pero que, en el fondo, se nos ama muy poco. Y esta convicción mía es la de todos los que fuimos allá con el carácter de delegados de las repúblicas...27
Sin embargo, aquella ingente labor lexicográfica no cayó en el olvido, y muy pronto vio la luz en las dos publicaciones que hemos mencionado. Como recuerda Carlos Villanes Cairo, cien años después, en 1992, la vigésima primera edición del Diccionario de la Lengua Española, celebratoria del Quinto Centenario-Encuentro de Dos Mundos, incluye gran cantidad de los vocablos propuestos por Palma, fruto de su apasionada labor lexicográfica28. Una dedicación que no es sino otra de las manifestaciones del talante que alentó su actitud como intelectual latinoamericano: la necesidad de afirmar y formular una identidad nacional.
Las Tradiciones peruanas, situadas en el origen de la narrativa breve en Hispanoamérica, convierten a Palma en un clásico. Y el afán de distinción y exclusividad que se desprende tanto de la fijación de la tradición vernácula como del género literario que le da vida -la tradición-, se vio refrendado por la labor desarrollada como lexicógrafo29. Con la recuperación de varios centenares de voces americanas, y la mitificación del imaginario popular limeño en las Tradiciones, Palma consiguió dar voz -valga la redundancia- a la conciencia nacional peruana en la menuda o gran historia de su leyenda interior.
Ricardo Palma, cronista bohemio: el prólogo al «Teatro» de Segura (1858)
Holguín Callo, Oswaldo
Pontificia Universidad Católica del Perú

Como es sabido, Ricardo Palma, que alcanzó una larga existencia de más de ochenta y seis febreros, entre 1833 y 1919, perteneció a la generación romántica venida al mundo en los años veinte y treinta de la decimonona centuria1. Ciertamente, fue el miembro más destacado de ella, aunque su obra principal, las Tradiciones peruanas, no pueda ser considerada ejemplo cabal de esa escuela. No sólo destaca Palma por su notable producción literaria sino por su longevidad, pues fue el romántico que vivió más tiempo: la mayoría de sus compañeros no llegó al siglo XX, y sólo el menor de todos, Acisclo Villarán (1841-1927), cumplió los ochenta y cinco calendarios. Hay evidentemente otros aspectos que lo singularizan. Uno en particular no ha sido valorado en forma suficiente: Palma fue el privilegiado cronista y a la vez vocero de su grupo generacional, el que dejó expresa constancia de los más importantes afanes de «la bohemia» limeña de su tiempo, vale decir la romántica. Esto requiere una aclaración. Es de todos conocido que en «La bohemia de mi tiempo» (1886), sus apuntes memorialísticos de afamado cincuentón2, Palma se ocupó de los «bohemios» que hicieron literatura en Lima entre 1848 y 1860, aunque no de todos3. Lo que no se sabe y menos se recuerda es que casi treinta años antes, en 1858, cuando aún se firmaba Manuel Ricardo Palma y estaba a punto de cumplir veinticinco febreros, pergeñó lo que podría considerarse un anticipo o anuncio de aquellas memorias literarias en el prólogo que redactó para la primera edición de las comedias de Manuel Ascensio Segura, materia de este artículo4. Y como alcanzó larga vida, tuvo más de una ocasión para evocar los años felices de su idealista generación, y aún pudo dictar en 1917 emocionados recuerdos de los «bohemios» José Antonio de Lavalle, Pedro Paz Soldán y Unanue (Juan de Arona) y Luis Benjamín Cisneros, miembros fundadores de la Academia Peruana Correspondiente de la Real Academia Española, en el solemne acto de reinstalación de ese instituto5.
Palma manifestó desde muy joven un claro interés por presentar los méritos y trabajos del grupo al que perteneció. Ello lo predispuso a trazar la crónica de los triunfos y fracasos de sus camaradas, junto a la suya propia. Sustento de ese interés debió de ser su decidida vocación histórica y la plena conciencia que tenía de la trascendencia de la generación que integraba, entre otras motivaciones6. Sin ser el líder ni el «bohemio» más caracterizado, sin embargo, tomó la pluma para dar cuenta de sus producciones intelectuales, en lo cual no poco pesaría el hecho de ejercer el periodismo y, por lo tanto, de advertir el poder de la prensa en la construcción de la fama y el buen nombre. Igualmente, la estrecha amistad que mantuvo con casi todos sus compañeros y el solidario espíritu de cuerpo que, tanto en la temprana juventud como en la avanzada madurez, manifestó, pusieron lo suyo en quien siempre se sintió orgulloso no sólo de su obra sino también de la de sus entrañables contemporáneos.
Los «bohemios» estimaron la pionera producción escénica de Felipe Pardo y Aliaga y de Manuel Ascensio Segura, sobre todo la de este último, de vuelta en Lima avanzados los años cincuenta del siglo XIX, el cual, alentado por ellos, escribió nuevas y muy aplaudidas comedias costumbristas y satíricas7. Ya en 1854 Juan Sánchez Silva, anónimo cronista local de El Comercio, aludió a la necesidad de representar teatro nacional, en especial el de Segura; Palma (El Tío Pepinitos), un año después, encomió El resignado y, en 1858, en compañía de unos amigos, Un juguete, cuyos ensayos presenció8. X. P. Z., posiblemente Palma, al destacar el valor de una colección de obras para el teatro que se editaba en Lima como Galería dramática, animó a Segura a publicar sus comedias9. Poco después la idea se hizo realidad cuando algunos admiradores, entre los que estaba el futuro tradicionista, dirigidos al parecer por Lorenzo García, se asociaron para concretarla y, firmándose Los Editores, comunicaron la noticia así:
«Impresión de las comedias de D. Manuel A. Segura. La buena acojida [sic] que constantemente han recibido del público en sus exhibiciones las comedias de costumbres escritas en el país por el señor Segura, hijo de esta capital, nos ha hecho mirar como un deber el empleo de los medios que pudieran conducir a la prestación de su consentimiento, para darles publicidad. Nos cabe la satisfacción de haber cumplido tan sagrado deber; hoy al dar principio a nuestras tareas no podemos prescindir de dar las gracias a nuestro amigo Segura, por el sacrificio que ha hecho, de su modestia, a la sincera amistad con que nos honra»10.
La obra contendría las comedias El sargento Canuto, La saya y manto, La moza mala, La espía, El resignado, Nadie me la pega, Ña Catita y Un juguete, que aún no se había representado. La noticia fue bien recibida y el revistero de El Comercio que se firmaba Publio Valerio, escribió:
«Hacía tiempo que la literatura nacional se resentía de la necesidad de emprender seriamente la formación de un repertorio siquiera contemporáneo, ya que la confusión de estos años que todo lo ha invadido, tiene diseminados y escondidos los brotes primitivos de la inteligencia y el numen peruano. Hoy, pues, unos pocos jóvenes que se han lanzado a la enseñanza pública de la filosofía y el derecho, abriendo una cátedra de lecciones orales, se proponen satisfacer aquella necesidad de la ilustración del país, comenzando por la impresión de las obras cómicas y dramáticas del distinguido crítico señor Segura [...]»11,
conceptos que Los Editores agradecieron. Días después aparecieron las primeras listas de suscriptores, señal de la buena acogida dada al proyecto, y aquellos anunciaron que para complacer a muchos habían dividido la edición en dos entregas, la primera de las cuales salió el 4 de febrero de 1858 con un prólogo de Palma y cuatro comedias12. Sólo entonces el público tuvo en sus manos el primer libro de autor peruano consagrado a la comedia de costumbres, el cual era fruto de un esfuerzo colectivo y juvenil en el que Palma desempeñó un papel relevante. La obra se tituló escuetamente Teatro de Manuel A. Segura y su pobre impresión hizo ver los limitados recursos con que se había plasmado13.
El «Prólogo» de Manuel Ricardo Palma, suscrito en Lima el 2 de febrero de 1858, constituyó su trabajo crítico más logrado hasta esa fecha. Contiene una sentida exposición de los obstáculos enfrentados en el país por el escritor teatral, una síntesis histórica de la producción escénica republicana y una elogiosa valoración de conjunto de la obra de Segura. En más de cuatro nutridas páginas, permite conocer no sólo el pensamiento de Palma sino el de sus camaradas románticos, de suerte que habla por muchos escritores peruanos jóvenes como él, unidos por el cultivo literario y los ideales y aspiraciones concurrentes14. Mucho tiempo después, Palma recordó así la gestación de la publicación y la de su propio «Prólogo»:
«Cuando, en 1859 [sic], varios jóvenes entusiastas nos asociamos para publicar ocho comedias del poeta nacional don Manuel Ascencio [sic] Segura, edición agotada ya, fui yo el designado para escribir cuatro palotes de introducción de los que, en puridad de verdad, no me siento hoy satisfecho. La petulancia del mozo que empieza a manejar una pluma campea en ellos [...]»15.
¿Por qué fue Palma el elegido para realizar tan importante tarea? Seguramente por el entusiasmo que puso en la empresa y porque era el «bohemio» que seguía más de cerca los pasos de Segura: acababa de hacer representar con buen éxito su tercera comedia de costumbres, ¡Sanguijuela!, lo que hacía pensar que en el futuro iba a producir otros trabajos semejantes pues era «el más ferviente de los criollistas, su mejor discípulo», y, por otro lado, elemento aportado por la casualidad, la trayectoria de ambos era comparable16.
El «Prólogo» empieza con un meditado párrafo donde Palma analiza la tarea del escritor de comedias costumbristas y relieva su mérito. Al redactarlo, el joven «bohemio» pensó en la obra de su amigo pero también en la suya propia:
«Todo pueblo tiene una fisonomía especial que lo distingue de los otros. Esta fisonomía la constituyen sus costumbres, las que para ser fielmente representadas en el Teatro requieren un serio y detenido estudio. El poeta cómico tiene que reunir a la delicadeza del sentimiento y a las galas del buen versificador, la severidad del filósofo. No inventa, copia. La sociedad le subministra el cuadro y el hombre los colores. Analiza una a una las fibras del pueblo en que vive, arranca la hipócrita careta que cubre a la humanidad y la enseña, palpitantes como en un espejo, sus vicios y su egoísmo. Y el pueblo se corrije [sic] sonriendo porque la reprensión le ha sido dada sin acrimonia; porque no ha visto exajerar [sic] pasiones y sentimientos que acaso le son incomprensibles; porque no se ha estremecido ante escenas de crímenes y sangre, que pintan al hombre más depravado de lo que el mundo lo ha hecho [...]»17.
La introducción da paso al asunto principal de todo el escrito, nada menos que una sentida queja de las adversas condiciones en que se desarrollaba el trabajo dramático de los jóvenes peruanos:
«El cultivo de las bellas letras no es en el Perú una profesión sino un entretenimiento. ¡Desdichados de los que escriben para el Teatro! Toda la protección que se les dispensa está consignada en un reglamento que en vez de alentar, desanima; que no ennoblece sino que degrada. Mucha abnegación, gran entusiasmo por contribuir a la formación de un Teatro nacional, necesita el poeta que lucha con la volteriana vanidad y exajeradas [sic] pretensiones de los cómicos y con el individualismo y los caprichos de las Empresas [...] El estímulo no lo encuentra aquí el escritor honrado ni en el Gobierno ni en el pueblo: lo halla en sí propio; lo espera en el porvenir. ¡Triste esperanza! La ignorancia en unos y la envidia en otros, han hecho del título de poeta una personificación del ridículo y así cuando oímos preguntar ¿es usted poeta? traducimos que se ha preguntado ¿es usted tonto? Otra vez lo hemos dicho y doloroso nos es repetirlo: sólo hay estímulo para vender su conciencia y para el vicio»18.
¿Cuánto de verdad había en tan sombrío cuadro? Palma sentía profundamente lo que dijo, aunque sin duda el suyo era un punto de vista interesado y comprometido. Expresó su verdad, la misma del grupo al que representaba, pero pasó por alto que casi en todos lados era difícil sobresalir como autor dramático pues se repetían con mayor o menor crudeza los estrechos límites impuestos por el medio limeño, los empresarios, los actores, los críticos malévolos, el público, etc. En otros países había semejantes o peores obstáculos, y sin ir muy lejos en México no se les reconocía a los autores ningún beneficio material19. Sin embargo, todo ello no invalida la honradez de su queja, suerte de amargo aunque barroco memorial de agravios de «la bohemia». Desde luego, no fue la suya, ni mucho menos, la única voz juvenil de denuncia, pues también José Antonio de Lavalle, el aristócrata fundador de La Revista de Lima, aludió a la «ninguna protección que las letras reciben del Gobierno, a la escasísima que la sociedad les presta [...]», lamentando de paso la
«tristísima condición del que tal carrera abraza; en un país en el que el cultivo de las letras ni constituye una profesión, ni crea una posición social, ni procura lo necesario -no decimos para lucrar con ella- para conseguir el sustento para la vida [...]»20.
Precisamente para probar la nula protección concedida al escritor dramático peruano, afirmó Palma, «procuraremos trazar en breves líneas la historia de nuestro Teatro desde la época de la Independencia hasta la actualidad». Esos pocos párrafos escritos por Palma con claro aire de reclamo deben de ser el primer esbozo del desarrollo del teatro en el Perú republicano. Para plasmarlos necesitó informarse, aunque en verdad aquello era una historia reciente a la que él no había sido ajeno. En primer lugar, presentó en forma destacada la obra pionera de Felipe Pardo y Aliaga, «respetable y distinguido literato» al que consideraba «el fundador de nuestro Teatro», cuidándose de anotar que le complacía elogiarlo desde que, imposibilitado por sus enfermedades de volver a ser ministro, sus palabras no podrían atribuirse a adulación. Refirió a continuación las tempranas producciones de Segura entre 1839 y 1845, «hasta que en 1848 empezó a presentarse una juventud ávida de gloria y llena de fe en el porvenir». En realidad, los primeros trabajos literarios de los «bohemios» aparecieron en 1846 y 1847, aunque es verdad que él sí se reveló al público en 184821. Lo cierto es que para Palma este año, desde tan temprana fecha como 1858, quedó convertido en verdadera piedra miliar de su cronología personal y generacional.
En relación al grupo romántico que integraba, como testigo privilegiado de sus afanes, se expresó con natural facilidad de la obra teatral de sus principales exponentes, vale decir José Arnaldo Márquez, José Toribio Mansilla, Manuel Nicolás Corpancho, Carlos Augusto Salaverry -a quien se dirigió con particular afecto-, Luis Benjamín Cisneros, él mismo, Narciso Aréstegui y Melchor J. Pastor, en los siguientes términos:
«[...] Arnaldo Márquez, el más sentimental de nuestros poetas, compuso la Bandera de Ayacucho, la Cartera de un ministro y la Familia del mendigo, piezas que, aunque no pasan de ser meros ensayos, revelan la feliz fantasía de su autor. Márquez cosechó sólo desengaños y olvidó el Teatro.
El Prisionero en Bolivia y una admirable traducción en verso de la Marion Delorme de Víctor Hugo, fueron los trabajos que en esos días de ilusión ofreció al público D. José Toribio Mansilla, quien por todo premio halló el desdén o la indiferencia. Protestó no escribir más comedias consagrándose a otras tareas.
Manuel Nicolás Corpancho hizo representar un drama caballeresco titulado el Poeta Cruzado y más tarde el Templario, obra del mismo género. La intriga y la envidia se cebaron en él y aseguramos que ha perdido la esperanza de ver reformado el palenque escénico.
Tú también, Carlos Augusto Salaverry, mi noble amigo, empiezas a sentirte desalentado. Los que gozaron con la representación del Pescador americano, de Arturo y del Bello ideal creían recompensar tus largas noches de insomnio y de fatigas con el aplauso que sus manos no podían resistirse a prodigarte, aplauso que era arrancado por la celestial armonía de tus versos. Pues bien, Carlos Augusto, escucha una amarga verdad. Cuando escribiste el Hombre del siglo XX, ese gran cuadro social tan lleno de sentimiento y poesía, en que se transparenta toda la elevación de tu alma, te calificaron de loco, porque no te comprendieron, y te dirijían [sic] miradas de humillante compasión.
Luis Cisneros, autor del Pabellón Peruano y de Alfredo, ha alcanzado lo que yo, que he escrito tres dramas y tres piezas de costumbres. El aplauso de una noche y luego los insultos de la ignorancia y de la envidia.
No dejaremos de hacer mención de D. Narciso Aréstegui y D. Melchor J. Pastor, autores de la Venganza de un marido y la Fatalidad, dramas escritos con verdadero talento»22.
Así quedaron plasmados no sólo el primer esbozo de historia del teatro republicano del Perú sino la airada protesta de «la bohemia» romántica ante la falta de estímulos y apoyo, expresada por uno de sus miembros más activos convertido, por interés propio y ocasional circunstancia, en vocero escogido del grupo.
Como se ha advertido, Palma pensaba que el resultado común de sus esfuerzos escénicos había sido cosechar desengaños, desdén o indiferencia, o sufrir la intriga o la envidia, la incomprensión o los insultos de la ignorancia, con el consiguiente abandono o renuncia de tales tareas. Sin embargo, nuestro catón reconocía que no todas las obras de sus amigos eran «producciones perfectas», pero sí demostraban «que con protección y estímulo podría haberse sacado gran partido de esas jóvenes intelijencias [sic]». Aseguró también que nunca había existido un «premio honroso» para alentar a los escritores, ni se había «pensado en formar una carrera para el escritor dramático»; y utilizó el sarcasmo para deprimir aún más la situación de los escritores jóvenes:
«¡Ah! Lo olvidábamos. ¿Nos regalan un asiento en la platea? Si... Pues ¿a qué quejarnos? Estamos suficientemente recompensados. Estimulaos, jóvenes, y si queréis gozar de la misma gracia, escribid para el Teatro, pues el premio bien vale la molestia de sacrificar la salud y el reposo»23.
Sin ocultar su desagrado, Palma denunció que el público se convertía en juez severo cuando concurría a presenciar una obra nacional, mientras que a las extranjeras las declaraba magníficas sin atreverse a criticarlas; no había indulgencia
«para con el pobre autor. Las bellezas pasan desapercibidas y sólo resaltan a los ojos del zoilo los defectos e incorrecciones. Y después... allí está la imprenta. No escasearán artículos declarando, majistralmente [sic] y sin apelación, un estúpido al poeta y si se le honra mucho reconociendo algo de bueno en su trabajo, queda el recurso de afirmar que lo ha plajiado [sic]. -¿De dónde?, pregunta sorprendido- Del infierno... de un tratadista alemán o turco, responde el criticastro con todo el aplomo que le proporciona su falta de pudor; y entre tanto el infeliz escritor dramático tiene que ahogar en germen sus facultades y romper su pluma; porque tal vez no le sobra energía para luchar contra la calumnia, la ignorancia y el ridículo»24.
Por cierto, reconoció honrosas excepciones,
«personas de elevada inteligencia y de verdadero amor al país. ¡Cuánto debe la juventud a los sanos consejos de los señores Paz-Soldán, Vijil [sic], Carpio, Mariátegui, Novoa [sic] (D. Ignacio) y algunos otros que han sabido constantemente alentarla en sus tareas!»,
lo que no le impidió señalar que a una mayoría le eran siempre detestables las producciones nacionales y bueno sólo lo que llevaba el sello de extranjerismo, concluyendo con amargura: «A ella toca la hiel en que mojamos nuestra pluma al trazar estas líneas»25.
Sin duda, Palma exageró sus quejas pues cuando el paso del tiempo lo alejó de las frustraciones y tropiezos de la juventud expuso otras razones para explicar el alejamiento de Márquez y Corpancho del teatro26, e incluso escribió:
«Repito que pecaríamos de ingratos los bohemios si dijéramos que la sociedad limeña, de 1848 a 1860, nos escaseó estímulo y aplausos. Los hombres de Estado, las eminencias en todas las carreras públicas, se impusieron el deber de alentarnos»27.
¿Olvidó los sinsabores de sus tempranos años de escritor? ¿Perdieron entidad desvirtuados por los éxitos? ¿Dirían lo mismo los «bohemios» menos afortunados? Posiblemente en ambos testimonios su apreciación fue muy personal y en función de las cambiantes circunstancias.
Los últimos párrafos del prólogo están dedicados a Segura, a quien Palma reconocía no haberse arredrado ante los obstáculos. Segura empezó escribiendo dramas, pero tuvo el buen tino de comprender que ese género no iba con su talento y «compuso las comedias de costumbres que forman esta colección y en las que sin duda no tiene rival en la literatura americana»28. Palma no hallaba mejor crítica de la empleomanía que en La saya y manto, del fanático de las corridas de toros que en Dn. Sempronio de El sargento Canuto, de la vieja enredadora, beata e hipócrita que en Ña Catita, pero afirmó admirarlo más en Nadie me la pega, Un juguete y El resignado, obras que reflejaban vivamente nuestras costumbres políticas y tenían «además un mérito histórico porque se ocupan de las contiendas civiles que fatalmente aflijen [sic] al Perú»29. Sus argumentos eran sencillos, los caracteres bien sostenidos, el diálogo natural, el colorido local e imposible de falsificar, y los chistes y agudezas inagotables y esparcidos en facilísimos versos; en cuanto al empleo de términos populares, así los justificaba:
«Alguna vez se ha hecho al poeta de quien nos ocupamos la acusación de emplear palabras poco cultas; pero los que esto observan no tienen presente que cuando se pinta al pueblo debe pintársele tal cual es. Si existe algo en la presente colección que ofenda al descontentadizo lector, culpa será del original no del retrato»,
opinión que iba a mantener incluso en su exigente madurez30.
Como se ha podido apreciar, el prólogo palmino al Teatro del maestro Segura apuntó principalmente a hacer escuchar la voz de los jóvenes peruanos autores de dramas y comedias, a reclamar protección y estímulo, a denunciar la incomprensión general que limitaba su esfuerzo, a señalar los muchos obstáculos que debían vencer. El inquieto «bohemio» que ejercía de empleado administrativo de la Marina y lamentaba la inexistencia de una carrera para el escritor teatral peruano, seguramente tenía en mente su propio caso. Por cierto, pedía mucho, pues el país estaba lejos de tener las condiciones necesarias para el desarrollo de tal profesión, pero él no lo apreciaba así y pensaba que la sociedad le debía un futuro conforme a su talento. La «prosperidad falaz» producida por el guano, amén de sus sueños y ambiciones, no le permitían apreciar la realidad tal cual era, y un cierto sabor a trabajo sin fruto, a empresa infecunda, resumía su escrito haciéndole lamentar que no se hubiese aprovechado el esfuerzo de sus compañeros y el suyo propio. El tono de sus palabras y el pasado verbal que emplea advierten a las claras que los «bohemios» pensaban haber cumplido su tarea en cuanto al teatro, lo que era verdad porque sólo Salaverry y los hermanos Isidro Mariano y Trinidad Manuel Pérez continuaron en la brega algunos años más, aunque el mismo Palma asociado a Segura, antes de que finalizara ese 1858, puso en escena la aplaudida comedia El santo de Panchita, última que se le conoce31. Paradójico aunque fiel a su doctrina el destino de los románticos peruanos, que siendo aún jóvenes ya confesaban haber sufrido desengaños y perdido algunas ilusiones, sentían lejano el tiempo de su iniciación intelectual, cancelado un período de su vida...