miércoles, 27 de junio de 2012

La historia del Perú revisada y corregida por Ricardo Palma

Isabelle Tauzin Castellanos

Universidad de Burdeos, Francia

Exponer un discurso generalizador sobre las Tradiciones peruanas resulta un verdadero desafío. La obra es enorme: más de quinientos textos fueron definidos por Ricardo Palma como tradiciones, el trabajo de escritura duró más de medio siglo (1851-1910). Nuestro enfoque sólo podrá ser limitado, basado en unos cuantos relatos representativos del quehacer palmista.

La tentación de dar una interpretación seria a las tradiciones no la tuvieron simplemente los lectores ingenuos; Raúl Porras Barrenechea clasificó el conjunto de las tradiciones ateniéndose a la cronología en 1945 y desde aquella época se reprodujo este orden que equipara historia y literatura, orden que estructura la edición Aguilar, la única edición completa disponible en el mercado.

De hecho los primeros escritos de Palma favorecen esta confusión: basta recordar cómo publicó en 1853 su Corona patriótica conformada por una serie de biografías de próceres y héroes olvidados de la Independencia. Luego, en 1863, salieron los Anales de la Inquisición de Lima cuyo título, cogido de Tácito, no dejaba la menor duda en cuanto a las pretensiones científicas del autor.

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La lectura de las Tradiciones como manual de historia fue alentada por las declaraciones del mismo escritor. Palma proclamó la necesidad de fundar una literatura independiente que se enraizara en el pasado colonial:

«Si algún mérito tienen [mis tradiciones], es de presentar en humilde prosa acontecimientos de nuestra historia colonial».

Luego fue abandonado tal dogmatismo y, según el tema elegido, Palma optó por una escritura seria e instructiva o bien una perspectiva humorística. Las tradiciones humorísticas son las que mejor siguen resistiendo al tiempo. La enunciación, la invención y la teatralización son los cimientos de la transfiguración de la realidad. Determinar el grado de participación del narrador, ya omnipresente, ya ausente o disimulado, es la primera dificultad con la que tropieza el crítico. Por eso primero evidenciaremos la riqueza de las modalidades de la enunciación en las tradiciones. Luego nos interesaremos por la ficcionalización: ¿cómo se convierte un suceso en creación literaria? Más allá de la inventiva interviene todo un trabajo de puesta en escena y dialogización: será la última etapa en esta nueva lectura de la obra palmiana.

1. Una enunciación de geometría variable

El discurso histórico presupone omnisciencia e imparcialidad de parte del historiador. La primera persona del singular en tanto que expresión de la subjetividad a priori está excluida. Los documentos han de hablar por sí mismos y el historiador se limita a poner de manifiesto la información subyacente.

La tradición titulada «Tres cuestiones históricas sobre Pizarro» (1877) es un buen ejemplo de esta elaboración de una escritura seria. El título no presenta ninguna apariencia de ambigüedad; el relato mismo está construido de modo que produce una impresión de objetividad por la pérdida de identidad de la instancia narrativa, asumida por la forma impersonal «se» o desterrada por el juego de la voz pasiva.

Ésta es la frase con que empieza la tradición:

«Variadísimas y contradictorias son las opiniones históricas sobre si Pizarro supo o no escribir, y cronistas sesudos y minuciosos aseveran que ni aun conoció la O por redonda».

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La referencia al punto de vista de los historiadores («opiniones históricas»), a los cronistas eruditos («sesudos cronistas»), y por último la alusión a los testimonios sobredeterminan el efecto de imparcialidad. Cuando asoma la primera persona del singular, ya ha sido legitimada por tal acumulación de citas que el narrador correctamente informado, se convierte en garante de la exactitud de los datos proporcionados:

«Los documentos que de Pizarro he visto en la Biblioteca de Lima, sección de manuscritos, tienen todos las dos rúbricas.

»En uno se lee Franx°. Pizarro y en muy pocos El marqués. En el Archivo Nacional y en el del Cabildo existen también varios de estos autógrafos».

«Tres cuestiones históricas» corresponde a la continuación de otra tradición publicada unos años atrás (1874) y titulada «Los caballeros de la capa». Este segundo texto con un título menos claro está encabezado con el epígrafe «crónica de una guerra civil»; de manera que el narrador se presenta implícitamente como un testigo de los sucesos. Pero a la vez goza del don de ubicuidad porque compara ese pasado con el presente en que vive:

«Don Francisco se adelantaba a su época y parecía más bien hombre de nuestros tiempos, en que al enemigo no siempre se mata o aprisiona, sino que se le quita por entero o merma la ración de pan.

»Caídos y levantados, hartos y hambrientos, eso fue la colonia, y eso ha sido y es la república».

El cronista ficticio deja hablar al ciudadano, desalentado al comprobar la ausencia de progreso. Sin embargo la tradición palmiana nunca tuvo vocación de panfleto; una digresión burlesca enseguida borra el mensaje serio y el tono moralizador: «La ley del yunque y del martillo imperando a cada cambio de tortilla, o como reza la copla:»

«Salimos de Guatemala/y entramos en Guate-peor;/cambia el pandero de manos,/pero de sonido, no. o como dicen en Italia: Librarse de los bárbaros para caer en los Babarini».

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El lector de «Los caballeros de la capa» distraído por esas tres referencias inesperadas puede proseguir indolente la lectura; la tradición procura entretener, de ninguna manera atacar ni preocupar.

La elección de un narrador omnisciente no implica una representación objetiva de los hechos ni de las figuras históricas. El personaje de Pizarro vuelve a vivir en «Los caballeros de la capa». ¿Cómo es? Bonachón, hasta jovial, es víctima de la perfidia de sus partidarios y de la cobardía de sus adversarios; muere como un héroe, peleando solo contra todos. El relato de esa muerte anunciada no es neutro pese a la enunciación con la tercera persona del singular. Pizarro es el gobernador, el conquistador del Perú; repetidos a porfía a lo largo de la narración, tales títulos le dan una legitimidad a Pizarro y lo convierten en símbolo de la unidad nacional precisamente en un momento en que ésta está en peligro. En este caso, la Historia no es respetuosa sino elogiosa.

Ricardo Palma no se limita sin embargo a crear un narrador omnisciente, anónimo y pretendidamente objetivo, al estilo de los escritores realistas contemporáneos. Sacando provecho de la herencia cervantina, otras veces recurre a un narrador abiertamente subjetivo. Transcriptor de un discurso oral o de un documento escrito, el narrador pretende entonces desempeñar un simple papel de mediación y se niega a algún compromiso intelectual. Le deja la palabra a un testigo imaginario, personaje secundario de apellido grotesco o dotado de una memoria insegura.

La tradición sobriamente titulada Franciscanos y jesuitas proporciona un ejemplo de esta estrategia:

«Mucho, muchísimo he rebuscado en cronistas y papeles viejos [...], y cuando ya desesperanzado de saberla, hablé anoche sobre el particular con mi amigo don Adeodato de la Mentirola [...], el buen señor soltó el trapo a reír, diciéndome:

»-¡Hombre, en qué poca agua se ahoga usted! Pues sobre el punto en cuestión oiga lo que me contó mi abuela, que Dios haya entre santos.

»-¿Es cuento o sucedido histórico?

»-Llámelo usted como quiera; pero ello ha de ser verdad, que mi abuela no supo inventar ni mentir, que no era la bendita señora de la pasta de que se hacen hogaño periodistas y ministros».

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Como lo muestra la cita, todas las preguntas que puede hacerse el lector en cuanto a la veracidad de los hechos ya recibieron una respuesta antes incluso de que empiece la narración de la anécdota; va a dominar la invención pues ya es evidente que la verdad no puede ser proferida por quien se llama «Adeodato de la Mentirola».

La desmultiplicación de las instancias narrativas siembra la duda en la mente del lector; ésta es la táctica que esgrime muy hábilmente nuestro autor. ¿Quién cuenta «Historia de un cañoncito»? Una hipótesis puramente retórica abre la narración:

«Si hubiera escritor de vena que se encargara de recopilar todas las agudezas que del ex presidente gran mariscal Castilla se refieren, digo que habríamos de deleitarnos con un libro sabrosísimo. Aconsejo a otro tal labor literaria, que yo me he jurado no meter mi hoz en la parte de historia que con los contemporáneos se relaciona. ¡Así estaré de escamado!»

La fórmula de preterición establece así una distancia; un relato es anunciado y enseguida después aplazado. La primera persona del singular aunque presente está ocultada.

¿Qué motivos explican esa renuncia? El escritor descuida la herencia simbólica recordada por la Historia por la que Castilla es el prócer que abolió la esclavitud. Palma se sobrepone a las divergencias políticas y en lugar de la caricatura que se podría esperar de parte de un exiliado político, retrata a un mariscal dotado de todas las virtudes. Aun tartamudeando el hombre público conserva una apariencia de comendador como si el escritor no pudiera decidirse a hacerlo bajar del pedestal. En tanto que plasmación de un Perú fuerte e integrado en el mundo civilizado, Castilla ha de seguir invulnerable.

Pizarro, Túpac Amaru, Bolognesi, ningún héroe de la Historia del Perú queda en ridículo. El escritor rememora y corrige los acontecimientos de manera que los hace atractivos, y para entretener multiplica los enfoques. El lector de la tradición se enfrenta a un efecto de sorpresa por la variedad de los enunciadores como por la originalidad del suceso referido.

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El irrespeto no alcanza al personaje histórico sino que radica en la invención o la modificación de una anécdota.

2. Tradiciones e inventiva

El título es la primera manifestación de la inventiva: trátese de «Don por lo mismo», de «Historia de un cañoncito» o de «Los caballeros de la capa», ningún título es explicativo sino que crea un horizonte de espera en el lector, asombrado por la familiaridad de las palabras, la anomalía de algunas asociaciones o al contrario su carácter excesivamente grave («Franciscanos y agustinos»).

La onomástica también es reveladora de la inventiva. Los personajes populares, auténticas creaciones del escritor, llevan nombres ridículos como Dimas de la Tijereta, Faustino Guerra, Gil Paz, doña Circuncisión o doña Pacomia. Los prejuicios del autor se adivinan en tales designaciones: los representantes de la nobleza y del clero se salvan de la prueba de la nominación paródica.

Luego aparecen las circunstancias precisas que encajan el relato en la realidad política:

«Faustino Guerra habíase encontrado en la batalla de Ayacucho en condición de soldado raso. Afianzada la independencia, obtuvo licencia final y retirose a la provincia de su nacimiento, donde consiguió ser nombrado maestro de escuela de la villa de Lampa».

Asimismo la fecha y el lugar de la anécdota están indicados con la mayor minuciosidad en «Historia de un cañoncito»:

«Estaba don Ramón en su primera época de gobierno, y era el día de su cumpleaños (31 de agosto de 1849). En palacio había lo que en tiempo de los virreyes se llamó besamanos, y que en los días de la República, y para diferenciar, se llama lo mismo».

Tales pormenores producen la ilusión de la realidad y consiguen la adhesión del lector. La alteración de la Historia es subrepticia y adopta una forma mínima: es la invención de un microsuceso tal como el regalo interesado de un empleado público («Historia de un cañoncito») o el almuerzo de los generales antes de la batalla de Ayacucho («Pan, queso y —101→ raspadura»). La anécdota recurre a un personaje secundario desprovisto de personalidad e incluso sin apellido, y este actante ayudante permite que se valore a la figura histórica. Así Castilla recibe una alhaja con forma de cañoncito de manos de un mozo cuyo nombre desconoce el lector pues tal detalle no resulta imprescindible a la cohesión del relato; la alhaja en cambio está descrita de manera minuciosa destacando el tamaño diminuto y la delicadeza:

«Era un microscópico cañoncito de oro montado sobre una cureñita de filigrana de plata, un trabajo primoroso; en fin, una obra de hadas».

La tradición presenta entonces dos polos opuestos: el hombre de Estado y el objeto minúsculo. La mimesis reemplaza el relato diegético: Castilla toma la palabra y traslada la realidad de su existencia al objeto imaginario, el cañoncito inventado por Ricardo Palma:

«-¡Eh! Caballeros..., hacerse a un lado..., no hay que tocarlo..., el cañoncito apunta..., no sé si la puntería es alta o baja..., está cargado..., un día de estos hará fuego..., no hay que arriesgarse..., retírense..., no respondo de averías...»

La irrisión existe en tres planos: a la vez hay la falsificación de la historia por la creación de un suceso imaginario, en cuyo entorno se multiplican los efectos de realidad; por otro lado se manifiesta el desajuste entre el prestigio del personaje histórico y la nimiedad del hecho narrado, con la pequeñez del objeto enfatizada desde el título. Finalmente, en las Tradiciones nadie es perfecto: tartamudea Castilla o sea que también los próceres tienen defectos.

La proporción de invención hoy es menos detectable por el desconocimiento de la realidad evocada, por el cambio de las sensibilidades y las variaciones culturales. La libertad que tomara Ricardo Palma para con la Historia, sus guiños le escapan al lector del siglo XXI. La contextualización, esa condición sine qua non del funcionamiento de la ironía, al mismo tiempo es responsable de la frágil transmisión del mensaje subyacente. Un público profano leerá al pie de la letra «Los caballeros de la capa»; creerá descubrir las circunstancias exactas del asesinato de Pizarro y no se interrogará sobre el objeto simbólico al que se refiere el título, la —102→ famosa capa con la que los asesinos se hubieran vestido uno tras otro para disimular la pobreza vergonzante en que estaban sumidos. Ahora bien, semejante miseria unida a tal vanagloria recuerdan cómo actúan los antihéroes de la novela picaresca; como los presenta Ricardo Palma, los enemigos de Pizarro no tienen ningún punto común con los fogosos caballeros de la Mesa Redonda; esos «caballeros de la capa» se han vuelto picaros y, además del relato de la muerte de Pizarro, la tradición nos brinda una parodia del género picaresco. La intertextualidad desempeña un papel fundamental y sólo la cultura compartida entre el autor y su público permite identificar la burla y no dar fe a la anécdota.

Previsor, el escritor no se contenta sin embargo con una sola invención; otras peripecias son imaginadas y el suceso histórico está relativizado, encajado en una serie de historietas como ésta:

«Velásquez dio [a Pizarro] esta respuesta que las consecuencias revisten de algún chiste:

»-Descuide vuestra señoría, que mientras yo tenga en la mano esta vara, ¡juro a Dios que ningún daño le ha de venir! [...]

Unos se arrojaron por los corredores al jardín, y otros se descolgaron por las ventanas a la calle, contándose entre los últimos el alcalde Velásquez, que para mejor asirse de la balaustrada se puso entre los dientes la vara de juez. Así no faltaba al juramento que había hecho tres horas antes; visto que si el marqués se hallaba en atrenzos, era porque no tenía la vara en la mano, sino en la boca».

A pesar de la inverosimilitud de los gestos, esta anécdota ha sido recogida en un estudio reciente dedicado al asesinato de Pizarro.

También ocurre que la anécdota central no sea inventada y que intervenga una ínfima modificación que sólo la comparación con el documento primitivo permitirá corroborar. La tradición titulada «Historia de una excomunión» se inspira de un suceso referido en el siglo XVIII por Diego de Esquivel y Navia, quien cuenta las causas de dicha excomunión:

«[...] habiendo entrado dicha doña Antonia en la Catedral a las ocho y media, a oír misa, reparó el señor arcediano doctor Rivadeneyra —103→ que su hijita (que era de ocho años) llevaba cauda y pareciéndole mal el que una niña tan tierna la enseñasen trajes profanos, reprendió a la madre alzando al voz. [...] Ella toda descompuesta repitió que era un majadero zambo».

¿Cómo actúa Ricardo Palma? Inventa un color para la ropa cuestionada, amarillo patito, y agrega una palabrota. Luego acrecienta la provocación:

«Acompañaba [a doña Antonia] su hijita Rosa, niña de nueve años, la cual lucía trajecito dominguero con cauda color de canario acongojado. [...] Doña Antonia tomó de la mano a Rosita y se encaminó a la puerta, diciendo en voz alta:

»-Vamos, niña, que no está bien que sigamos oyendo las insolencias de este zambo, borrico y majadero».

Diego de Esquivel matizaba un poco el altercado recurriendo al estilo indirecto y transponiéndolo en tiempo pasado:

«Replicó el señor Rivandeneyra, era mal hecho y que fuese en hora mala, etc. Y esto alterando la voz en medio de tan numeroso concurso, por lo cual ella, corrida y encendida en cólera, le dijo que era un majadero, que se entretenía en lo que no podía mandar. Díjole a gritos era una desvergonzada y malcriada. Ella toda descompuesta repitió era un majadero zambo. Lo cual sabido por el provisor, la excomulgó [...]».

Palma prolonga la escena del pleito y lo actualiza con el estilo directo:

«¿Zambo dijiste? ¡Santo Cristo de los temblores! ¿Y también borrico? ¡Válganme las doce pares de orejas de los doce apóstoles! [...] ¡Vayase enhoramala la muy puerca! ¿Yo zambo? ¿Y borrico?»

La dignidad que le corresponde a la Iglesia está amenazada, lo que no ha de asombrar de parte de un escritor anticlerical. Historia de una excomunión es ejemplar del trabajo de miniaturista, de benedictino al que se consagró nuestro autor. En cambio no le interesa en absoluto un ejercicio de estilo. Remedar el género de la crónica colonial no tiene sentido para el padre de las Tradiciones peruanas, quien considera ese material —104→ bibliográfico como un magnífico «venero» por explotar. Cuando asoma la irrisión, no tiene una base estética: expresa un sentimiento de superioridad en especial respecto a las creencias y supersticiones de los siglos anteriores.

El mismo proceso de falsificación del testimonio histórico puede observarse en otras tradiciones: una anomalía mínima está puesta de manifiesto y cobra proporciones exageradas. Así ocurre en «Los mosquitos de santa Rosa» que muestra a santa Rosa concluyendo un pacto con los mosquitos. La leyenda hagiográfica recoge el hecho, la labor de Palma consiste en insertarlo en un marco y apuntalarlo. La santa se convierte en una figura familiar que llega a dar muestras de malicia:

«[...] También la santa, en una ocasión, supo valerse de sus amiguitos [los mosquitos] para castigar los remilgos de Frasquita Montoya, beata de la Orden tercera, que se resistía a acercarse a la ermita por miedo de que la picasen los jenjenes.

»-Pues tres te han de picar ahora -le dijo Rosa-: uno en el nombre del Padre, otro en nombre del Hijo y otro en nombre del Espíritu Santo».

Santa Rosa tiene el sentido del humor, resulta un personaje asequible y simpático que baja de su pedestal sin melindres. Mediante la tradición el hecho insignificante se convierte en microdrama; la escritura narrativa de los primeros párrafos ha dejado el paso a un careo teatral.

3. Historia y dialogismo

El diálogo es fundamental por sus efectos destructores. A diferencia de los relatos juveniles muy influenciados por el drama romántico con interminables escenas, las situaciones de interlocución son breves en las tradiciones de la madurez; a veces se reducen a una sola réplica del protagonista pero ésta hace progresar la acción de manera decisiva. Las oraciones informales o prosaicas inadaptadas a la representación tradicional del personaje histórico crean un efecto cómico que sin embargo no pasa los límites de lo «históricamente correcto». El héroe afamado en los manuales de historia, el personaje célebre, cualquiera que sea su estatuto, es humanizado por su habla; es más cercano al lector pero de ningún modo puede ser grotesco. El chiste soez será reservado al espacio privado, a las tradiciones que el escritor dejará inéditas a lo largo de su vida, las «tradiciones en salsa verde».

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En ese proceso de dinamizar el relato un juego de palabras suele coronar la intervención del personaje público convirtiéndolo en hombre ingenioso, un rasgo sicológico de mucha importancia en la jerarquía de los valores palmistas. El libertador San Martín representado lejos del campo de batalla, en la intimidad de la familia, hace callar al cuñado inoportuno con esta fórmula:

«¡Alto ahí, señor Escalada! Pico con pico y ala con ala... Yo no me casé con usted, sino con su hermana».

San Martín de Porras, presentado como un ingenuo, habla con la mayor familiaridad con tres animales que riñen por acogerse al convento franciscano:

«Descubrió [al ratón fray Martín], y volviéndose hacia perro y gato les dijo: -Salga sin cuidado, hermano pericote. Paréceme que tiene necesidad de comer, apropíncuese, que no le harán daño.

»Y dirigiéndose a los otros dos animales añadió: -Vaya, hijos, denle siempre un lugarcito al convidado, que Dios da para los tres.

»Y el ratón, sin hacerse rogar, aceptó el convite, y desde ese día comió en amor y compaña con perro y gato.

»Y.. y... y ¿Pajarito sin cola? ¡Mamola!»

Lo cómico de la situación está reforzado por la comicidad de las palabras, con la reiteración de los diminutivos («pericote», «lugarcito», «pajarito»), la imitación de la lengua clásica («paréceme», «apropíncuese»), el juego de palabras («Dios da para los tres») y para rematar el calambur («¿Pajarito sin cola? ¡Mamola!»). Lógicamente la oralidad se manifiesta en el diálogo pero también empapa la narración; la separación de los tonos coloquial y formal, propios uno del personaje y otro del narrador, es eliminada por el excipit «¿Pajarito sin cola? ¡Mamola!» cuyo enunciador no está indicado.

Otras modalidades de oralización también son eficaces y están empleadas con el mismo talento: su éxito nace del asombro que causan en el lector enfrentado a una práctica lúdica del lenguaje que se sustituye al —106→ discurso serio del historiador. He aquí un ejemplo sacado de «El por qué fray Martín de Porres, santo limeño, no hace ya milagros»:

«De mis cocos, pocos. Bástele al lector saber que como el viejo Porres no le dejó a su retoño otra herencia que los siete días de la semana y una uña en cada dedo para rascarse las pulgas, tuvo éste que optar por meterse lego dominico y hacer milagros. Dios sobre todo, como el aceite sobre el agua».

La familiaridad («De mis cocos, pocos»), el prosaísmo y la exageración («una uña en cada dedo para rascarse las pulgas»; «Dios sobre todo, como el aceite sobre el agua»), el manejo de parónimos (cocos/pocos; una/uña) anteceden ahora la presentación del personaje y por relación de contigüidad, ya transmiten una imagen degradada; relato y diálogo no harán más que corroborar esta percepción negativa.

La irrisión en este caso hiere al personaje de Martín de Porras, o sea un santo mulato y bastardo a diferencia de santa Rosa, la pura y blanca criolla. De soslayo se observará que Ricardo Palma trata con idéntico desprecio a otros mulatos, por ejemplo en las tradiciones tituladas «Una mujer de rompe y rasga» y «Un negro en el sillón presidencial». Esta discriminación podría analizarse como un comportamiento de denegación del escritor respecto a su apariencia física y a su historia personal de zambo.

Palma construye sus personajes por y para el diálogo; escribe como dramaturgo y cuentista. El proceso de degradación se realiza mediante figuras secundarias, que son seres enteramente inventados. Es lo que se puede observar en «Las tres etcéteras del Libertador». Los notables de un pueblo reciben una carta que les avisa de la próxima llegada de Bolívar y les sugiere lo alisten todo para el libertador. Arquetipos de la tontería de los serranos, esas autoridades van a interpretar mal el mensaje oficial. No importa aquí el aspecto físico; más bien que cuerpos deformes los antihéroes palmistas tienen la mente torcida, como es el caso del gobernador con «el talento encerrado en una jeringuilla y más tupido que caldo de habas». Las réplicas entre los notables que esperan a Bolívar revelan su rusticidad:

«-¿Sabe usted, señor don Pablo, lo que en castellano quiere decir etcétera? -Me gusta la pregunta. En priesa me ven y doncellez me demandan —107→ como dijo una pazpuerca. No he olvidado todavía mi latín, y sé bien que etcétera significa y lo demás, señor don Jacobo.

»-Pues entonces, lechuga, ¿por qué te arrugas? ¡Si la cosa está más clara que agua de puquio!»

Las estrategias dialógicas que referimos acerca de san Martín, juegos paronímicos, calambures y expresiones refranescas, sirven de la misma manera. La acumulación es la modalidad discreta pero eficiente que estructura las tradiciones: la comicidad de la repetición adopta la forma de una serie de anécdotas y réplicas burlescas en cuyo engranaje está atrapado el lector. Prosigue el diálogo entre los notables que esperan a Bolívar:

«-Ese señor jefe de Estado Mayor debió escribir como Cristo nos enseña: pan, pan, y vino, vino, y no fatigarme en que le adivine el pensamiento.

»-¡Pero, hombre de Dios, ni que fuera usted de los que no compran cebolla por no cargar rabo! ¿Concibe usted todavía buena cama sin una etcétera siquiera? ¿No cae usted todavía en la cuenta de lo que el Libertador, que es muy devoto de Venus, necesita para su gasto diario?

»-No diga usted más, compañero -interrumpió Gastelumendi-. A moza por etcétera, si mi cuenta no marra».

Narrador y personajes constantemente recurren a comparaciones, metáforas e hipérboles que incentivan la imaginación. La búsqueda de la Historia ya no es nada más que un pretexto. Un personaje famoso como Bolívar y unas circunstancias precisas permiten que funcione la ilusión de la realidad. El héroe es presa de un proceso de degradación que lo humaniza. El escritor altera la verdad histórica y acaba transformándola a su antojo:

«Cumple a la Historia narrar los sucesos secamente, sin recurrir a las galas de la fantasía [...]. Menos estrechos y peligrosos son los límites de la Tradición. A ella, sobre una pequeña base de verdad le es lícito edificar un castillo».

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En resumidas cuentas, el irrespeto para con el material histórico corresponde a una decisión muy pensada. Contemporáneo del liberal Sebastián Lorente, autor de una Historia del Perú bajo los Habsburgos y los Borbones, también contemporáneo de Manuel de Mendiburu, padre del primer Diccionario Histórico del Perú, Ricardo Palma rompió con la escritura del pasado ideada como una suma de biografías de varones ilustres y relatos de grandes batallas. Cuando trata tales temas, lo hace dando relieve a alguna anécdota como con un cristal de aumento.

Las Tradiciones peruanas inventan una historia de la vida cotidiana con personajes olvidados de la historia oficial. Junto a los próceres asoman antihéroes en los que se plasman los vicios y virtudes de la humanidad; en las escenas históricas se introduce una pizca de fantasía y este desajuste mínimo entre realidad y ficción trastorna las certidumbres del lector. La descripción, figura mayor en la representación realista, está descartada en beneficio del sainete con seres desprovistos de profundidad sicológica. El discurso serio alterna o es sustituido por una escritura que pretende imitar el habla coloquial con sus metáforas prosaicas, sus juegos de palabras y sus dichos.

Si bien la estructura de las Tradiciones es innovadora, en cambio la dimensión semántica no expresa ninguna discrepancia. La demitificación del pasado no está a la orden del día para el escritor; al contrario engaña a los lectores dando la apariencia de la realidad a la mentira. Procura restablecer el vínculo roto por la Independencia con el Virreinato y éste parece resurgir. Las épocas y los individuos según su status social se salvan de la intención irónica o bien quedan en ridículo. La nobleza inca y los conquistadores merecen todos los honores, el Incanato y la Conquista resultan intocables por aparecer como los cimientos de la identidad nacional que no debe ser debilitada.

La Historia está al servicio de la ideología y también de la lengua, de manera que el hecho histórico se convierte en pretexto para un ejercicio de estilo. Medio siglo antes de los malabarismos borgeanos, las Tradiciones peruanas pueden definirse como metaficciones historiográficas que anuncian los cuestionamientos y las parodias de la literatura posmoderna.

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